El libro de James Peterson se podía encargar, pero no estaba disponible en ninguna de las librerías que Sharko y Lucie visitaron. A la vista del título y de una breve sinopsis de la obra, un librero sensato les aconsejó que se dirigieran a la facultad de medicina de la Universidad de Montréal -la tercera facultad de América del Norte por su magnitud-, y más concretamente al Centro de Investigación de Ciencias Neurológicas. Como prueba de su benevolencia, el librero consiguió ponerse en contacto con un profesor llamado Jean Basso. Le pasó entonces a Sharko, y ambos se dieron cita unas horas más tarde, tiempo suficiente para que Basso se impregnara de nuevo de aquel libro que, efectivamente, a buen seguro poseía y ya había leído. En el taxi, Lucie y Sharko no hablaron demasiado, puesto que ambos se sentían al borde de la náusea. Estaban rasgando las tinieblas que habían cubierto un país entero, la religión, la ciencia, y que se habían insinuado en los dobleces de unas mentes enfermas. Lucie pensó en su familia. Aquellas hijas a las que trataba de educar en la inocencia y en un mundo en el que ella aún quería creer. Los rostros de Clara y Juliette se superpusieron de nuevo a los de Alice y Lydia, aquellas niñas que no habían pedido nada y a las cuales no se ofreció oportunidad alguna. Hoy más que nunca, Lucie se sentía impotente y terriblemente falible.
Llegaron a su destino.
La universidad se alzaba cual monstruo de cemento y cristal, entre la falda oeste del Mont-Royal y las infinitas alineaciones de residencias estudiantiles. Lo más impresionante, sin embargo, era el enorme vacío que reinaba allí en pleno verano. Más de cincuenta mil alumnos ausentes, calles desiertas, cafeterías, polideportivos, librerías y tiendas cerrados. Daba la impresión de un lugar fantasma por donde sólo circulaba una pequeña parte de sus investigadores, así como empleados que se ocupaban de la intendencia y del mantenimiento.
Lucie y Sharko pidieron que les dejaran frente a los edificios de increíble diseño de la Politécnica y preguntaron a las primeras personas con las que se cruzaron. Con esfuerzo, consiguieron obtener el nombre de un pabellón: Paul Desmarais.
La institución se hallaba al otro extremo. Un kilómetro más lejos, tras tomar unos subterráneos que unían los edificios entre sí, les condujeron a un despacho y les presentaron al profesor Jean Basso, director del denominado Grupo de Investigación sobre el Sistema Nervioso Central, el GRSNC. El hombre tenía unos cincuenta años y unos falsos aires de Einstein.
Sharko explicó de nuevo, en dos palabras, el objeto de su visita. Deseaba obtener información acerca del libro de James Peterson titulado El condicionamiento del cerebro y la libertad mental.
– Lo conozco. ¿Quién podría ignorar sus trabajos sobre el cerebro? Un científico notable que interrumpió su investigación demasiado pronto.
– ¿Sabe por qué lo hizo?
– No.
Sharko tuvo ganas de decir: «Nosotros sí lo sabemos… Hacía experimentos no muy lejos de aquí, con niñas a las que trataba como conejillos de Indias en el marco de un proyecto secreto de la CIA, junto con un cineasta loco llamado Jacques Lacombe».
– ¿Y sabe qué fue de él?
– No tengo ni la más remota idea. Sólo me interesaba el aspecto científico de ese hombre. Su vida privada, en absoluto.
Mostró un libro negro y verde de unas cuatrocientas páginas, con la sobrecubierta del hombre frente al toro. El volumen había vivido sus años, y tenía las páginas amarillentas y arqueadas.
– Trataré de ser breve y claro en mi explicación. Hay que saber que, para los científicos de la época, lo que sucedía en nuestra cabeza era, grosso modo, una gigantesca caja negra. Peterson, un tipo con talento, se interesó en una cosa fundamental para la neurociencia: ¿qué sucede entre las entradas sensoriales, el ojo que ve un semáforo rojo, y las salidas del comportamiento, el pie que pisa el freno? ¿Cuáles son los mecanismos que se ponen en funcionamiento en esa caja negra para que, a partir de un sonido o un olor, se produzca un gesto o un comportamiento? El principio fundamental que guió el trabajo de Peterson fue el de la tabula rasa: según ese principio, la mente recién nacida no es más que una tablilla virgen sobre la cual la experiencia inscribirá sus mensajes y así se desarrollarán las diferentes áreas del cerebro, correspondientes a cada uno de los sentidos. A grandes rasgos, el origen de los recuerdos, la reactividad emocional, las aptitudes motrices, las palabras o las ideas que constituyen un individuo se hallan, en el inicio, en el exterior de ese individuo. Peterson llevó a cabo numerosos experimentos ilustrativos con animales para apoyar sus suposiciones. Por ejemplo, con monos, a los que privaba de varios sentidos desde su nacimiento. O con gatos, a los que estimulaba visualmente sin interrupción. En el caso de la privación, el cerebro no se desarrollaba, y en el de la sobreexposición sensorial, el cerebro alcanzaba un peso superior a la media. Ello probaba que la estructura cerebral se conforma a lo experimentado a través de los sentidos. El libro segrega esa fascinación de Peterson por la interacción entre los sentidos y el cerebro.
Lucie trataba de aferrarse a sus recientes descubrimientos.
– ¿El término «síndrome E» le dice algo?
– En absoluto.
– ¿Y el de «contaminación mental»?
– ¿A qué se refiere?
– ¿La propagación de la violencia y de la agresividad a través de los sentidos? ¿Imágenes y sonidos tan violentos que pueden modificar la estructura cerebral de un individuo en particular, que actúa y provoca la modificación en cadena del comportamiento de una serie de individuos que le rodean?
A la propia Lucie la sorprendió la frase que acababa de pronunciar pero, de hecho, ¿no era ése el balance final de su investigación?
El profesor se frotó el mentón.
– ¿Como si se tratara de un fenómeno viral? ¿Con un paciente cero y una propagación de la enfermedad por intermediación de los vecinos? Su teoría es interesante, pero…
El profesor se tomó un tiempo antes de proseguir. Parecía desconcertado.
– Debo confesar que jamás había oído nada semejante. Tendría que pensar en ello, reflexionar. Tal vez Peterson tuviera, en el fondo, un objetivo oculto, sobre todo teniendo en cuenta que se interesó efectivamente en las zonas cerebrales asociadas a la violencia. En particular con las colonias de monos.
Sharko y Lucie intercambiaron una mirada.
– ¿Cómo?
– Demostró que los monos que sufren heridas en el área de Broca y en la amígdala cerebral desarrollan comportamientos sociales anormales, que conducen a la incapacidad de controlar sus frustraciones y su ira. Peterson incluso logró que atacaran a tigres. Igualmente, observó una región amigdalina anormalmente reducida en los animales que se volvían agresivos naturalmente. Como si esa parte del cerebro se hubiera atrofiado. Nunca pudo explicar la razón de esa atrofia.
Progresivamente, los policías comprendían el razonamiento de Peterson y la importancia de sus descubrimientos. A cada segundo que pasaba captaban mejor la esencia misma del síndrome E. Lucie hojeaba lentamente la obra. Unas viejas fotos en blanco y negro le saltaron a la vista. Unos gatos con los cráneos conectados a decenas de electrodos. Unos monos con unos grandes cascos eléctricos sobre sus cabezas. Luego el propio Peterson frente al toro: la misma fotografía utilizada en la sobrecubierta.
Lucie mostró el libro al profesor.
– ¿Qué significa esta imagen?
– Es impresionante, ¿verdad? Peterson también fue uno de los precursores de la estimulación cerebral profunda. O cómo actuar sobre los comportamientos individuales mediante impulsos eléctricos.
Sharko sintió de repente una llamarada en su estómago. La estimulación cerebral profunda… Aquel término lo había leído en el informe del forense relativo al macabro hallazgo de Gravenchon. Mohamed Abane tenía un fragmento de cánula bajo la piel, a la altura de la clavícula, y el forense había sugerido la hipótesis de la estimulación cerebral profunda como una de las posibles explicaciones para la existencia de aquella cánula.
– Explíquenoslo -dijo con voz apagada.
– Galvani, 1791: el músculo de la rana se contrae con una estimulación eléctrica. Experimento que retomarán Volta en 1800 y luego Dubois y Reymond en 1848. Avanzamos veinte años: en 1870, Fritsch y Hitzig observan que la estimulación eléctrica del cerebro en un perro anestesiado provoca movimientos localizados del cuerpo y de los miembros. Saltamos luego a 1932, a un experimento que influyó notablemente a Peterson: la estimulación del cerebro en un gato sin anestesiar provoca actos motrices organizados y reacciones emocionales: maullidos, ronroneos, estallidos de cólera…
Era espantoso. Lucie podía imaginar a Peterson, en su laboratorio, abriendo cráneos para acceder al cerebro de animales vivos y despiertos.
– Trabajar con animales sin anestesiar constituyó un importante paso adelante, puesto que permitió constatar que la electricidad no sólo estaba en la base de los movimientos, sino también en la de las emociones. Fue Peterson quien asistió al nacimiento de la estimulación cerebral profunda, es decir, la implantación en el cerebro de electrodos unidos a un dispositivo que permite enviar impulsos eléctricos. Esas grandes cajas que ve ahí, señorita, sobre los cráneos de los monos, son, ni más ni menos, el equivalente de un cuadro eléctrico. Dándole a uno u otro interruptor se estimulan diversas zonas cerebrales y así se inducen reacciones diferentes. El sistema era muy burdo y aparatoso, claro está, pero funcionaba.
Todo aquello era muy instructivo. Sharko imaginaba una hilera de interruptores que se encendían y se apagaban, y que actuaban sobre el sueño, la ira o la motricidad. ¿Qué sucedía si se encendían varios interruptores a la vez? ¿Qué sentían los gatos que se oían maullar a sí mismos sin quererlo? Los experimentos debían de ser ilimitados tanto en el horror como en la crueldad.
El profesor seguía hablando, para desvelar una verdad atroz y muy real.
– Peterson era muy demostrativo, quería impresionar. Por lo que respecta al toro, simplemente implantó electrodos en las áreas motrices del cerebro del animal. El dispositivo queda oculto a la cámara y Peterson esconde un mando a distancia de radio en la mano. Al apretar un botón, una corriente eléctrica inhibe las áreas motrices e impide que el animal se mueva. Es instantáneo, como si se tomara una foto con una cámara.
Sharko se llevó las manos a la frente. Con su esquizofrenia y sus sesiones en la Salpêtrière, había visto de qué eran capaces los científicos, pero no hasta aquel punto…
Jean Basso percibió su incomodidad y sonrió.
– Parece increíble, ¿verdad? Eso era, sin embargo, hace cincuenta años. Hoy, la estimulación cerebral profunda es una técnica que está bastante de moda y que es relativamente corriente. Todo se ha miniaturizado. Hoy en día, el estimulador se coloca bajo la piel, unido por cables a los electrodos implantados en el cerebro. Los propios pacientes disponen de un mando a distancia que les permite lanzar o no la estimulación. Así se pueden mitigar algunas enfermedades, como el Parkinson, los trastornos obsesivos compulsivos, y pronto las depresiones o el insomnio crónico. Ya se están definiendo los protocolos.
Sharko trataba de desechar la monstruosa idea que, progresivamente, crecía en su cabeza. Aquello estaba fuera del alcance de cualquier entendimiento. Y, sin embargo, se atrevió a plantear la cuestión.
– ¿Cree que podría hacerse lo mismo con la agresividad? ¿Desencadenarla o inhibirla a voluntad con un simple… mando a distancia?
Pensaba evidentemente en el paciente cero, en el elemento desencadenante de la masacre, al cual se podría controlar de manera científica en lugar de confiar en el azar de una interminable espera.
– Todo es posible. Es horrible reconocerlo, pero la electricidad siempre es más fuerte que la voluntad y el pensamiento. Con la estimulación cerebral profunda se puede detener el corazón, suprimir o crear el sueño o los recuerdos. Las posibilidades son infinitas. El único secreto está en dar en la zona pertinente con los electrodos para enviar el estímulo eléctrico exactamente al lugar adecuado. Por un lado, los largos electrodos deben atravesar el cerebro físicamente, y por lo tanto tienen que atravesar las zonas motrices, del lenguaje o de la memoria, cosa que no es sencilla y provoca problemas para los cuales aún no tenemos solución. La gran preocupación, acto seguido, es la zona en sí misma. En el caso de la violencia, la amígdala central es muy pequeña, multifuncional y está en contacto con partes extremadamente sensibles. Un error, siquiera de una fracción de milímetro, y el paciente perdería los recuerdos, comenzaría a delirar o se quedaría paralizado. Ésa es la razón por la cual la definición de los protocolos experimentales para validar la utilización de implantes exige tiempo y dinero. Equivocarse en neurocirugía es una posibilidad que ni siquiera se plantea. Esta técnica prometedora y mágica es, a la vez, el paraíso y el infierno para el cerebro… Y con esto creo que ya les he dicho cuanto podía explicarles acerca del libro.
Sharko cerró el libro y lo dejó frente a él. Sin más preguntas, los policías se despidieron del científico y se marcharon, con la sensación de que sus propios cerebros estaban a punto de estallar.