La imagen que Sharko se hacía de El Cairo cambiaba como los reflejos del agua en la superficie del Nilo. El taxista, un osta bilfitra -un taxista nato- que hablaba un poco de francés, le hizo circular por las callejuelas de la ciudad. El pueblo egipcio vivía en la calle, entre la efervescencia y la despreocupación. Cada momento del día era un pretexto para la comunicación. Los carniceros cortaban la carne en las aceras, las mujeres pelaban verduras frente a sus casas, el pan se vendía por las calles, incluso en el suelo. Sharko tenía la sensación de estar dentro de un cuadro viviente cuando, en medio de la caótica circulación, se sentía arrollado por el movimiento perfecto de una galabieh de algodón, al ritmo del paso noble de su propietario. Percibía la respiración del islam en las calles sobrecalentadas, las mezquitas ardían de belleza y, en su desmesura, dirigían los ojos hacia su dios único. No hay más dios que Dios.
Luego apareció El Cairo copto, allí donde los jóvenes calzados con unas simples sandalias de cuero no pedían monedas ni bolígrafos, sino que ofrecían estampitas de la Virgen María. Allí donde los muros recordaban la antigua Roma, donde la Biblia parecía deshojar sus escritos apergaminados. Callejuelas de color ocre, tranquilas, en las que sólo rechinaban los granos de arena traídos por el soplo cálido del jamsin. En el corazón de la ciudad más poblada de África, Sharko se sentía por fin en paz. Solo en el mundo. Ahí abarcaba toda la ambigüedad de la ciudad.
Pagó al taxista -un tipo increíble, desbordante de anécdotas divertidas que explicar- y llamó a Leclerc para informarle de sus investigaciones. A la vez, supo de la noticia de la muerte del viejo restaurador de films y del robo de la bobina. En Francia, las cosas se movían, pero no en el sentido que hubiera deseado. La investigación adquiría proporciones apocalípticas, los cadáveres se multiplicaban y el misterio se ensombrecía.
Se reunió con Nahed, que le esperaba frente a la iglesia de Santa Bárbara. La joven vestía con gran elegancia, un vestido fino y plisado de colores pastel. Debía de ser de lino. Tenía los ojos muy maquillados y sobre sus hombros caían los extremos de una tela ligera, como una capa. Sharko se acercó a ella señalando la iglesia con un gesto de cabeza.
– ¿Es ése el corazón de su ciudad que evocaba en el coche de Lebrun?
– ¿Le gusta?
– Me sorprende.
Nahed descubrió su dentadura impecable. Sharko tuvo que reconocer que cualquier hombre hubiera deseado perderse en su compañía en el dédalo de la capital. Y aquella tarde, él era uno de ellos.
– Cada barrio de El Cairo es una pequeña ciudad tranquila. Un espacio con sus códigos y sus tradiciones. Quería que se diera cuenta.
Unió las manos ante ella, tímidamente.
– Mi coche está un poco más lejos, y tengo lo que le interesa.
– ¿La dirección de Abdelaal?
– Mahmud vivía solo, justo al lado de su hermano, en el otro extremo de la calle Talaat Harb. El hermano se llama Atef Abdelaal y sigue viviendo en el mismo lugar.
– Talaat Harb… ¿No es ahí donde nos había citado Lebrun?
– Efectivamente. Talaat Harb es una calle de la Belle Époque, llena de historia y de nostalgia. Su homólogo probablemente quería anotarse un tanto. Tuve ocasión de verle, después de que nos marcháramos de la comisaría. Se ha tomado bastante bien su renuncia.
– Mejor. Le estoy muy agradecido.
Hablaron, y pasaron junto al cementerio copto. Nahed explicó que su padre, periodista en el diario Le Caire, quedó inválido de una pierna a consecuencia de un enfrentamiento entre los coptos y los musulmanes en 1981. Su madre, de origen francés, había vivido en París antes de abandonarlo todo para incorporarse a la misión de los dominicos de la ciudad. Nahed nació en el barrio modesto en el que sus padres se conocieron y nunca había salido del país. Había ido a escuelas con refuerzo de francés para estudiar esa lengua en la universidad, con profesores incompetentes que la hablaban peor que ella. Acabó trabajando en la embajada de Francia gracias al apoyo del dueño de un periódico, un egipcio influyente. Su salario era bajo, pero no se quejaba. Allí, un trabajo -honesto, precisó insistiendo en la palabra- no permitía escapar de la miseria profunda, tenaz, de Egipto, pero la atenuaba y permitía hacerse ilusiones.
Le invitó a sentarse en un auténtico Peugeot 504, aparcado en el límite de El Cairo copto, cerca de la mezquita de Amr. Remontaron la orilla derecha del Nilo por la calle Kurnisch. La luz del cielo se debilitaba. Los minaretes de las mezquitas lejanas, los barcos en los que se iluminaban los auama. La gente paseaba en familia y compraba habas amarillas al limón. Sharko sentía la fuerza del río y la necesidad del pueblo de rendirle homenaje.
Siguieron hablando. Cuando Nahed le pidió que le hablara de su mujer, Sharko apoyó su ceja contra el cristal, la mirada fija en las suaves olas, y únicamente le confió que echaba de menos a su esposa y a su hija, y que ya no volvería a verlas nunca más fuera de sus sueños. No volvió a abrir la boca. ¿Por qué debería hacerlo? ¿Qué podía explicar? ¿Que no había noche en la que su ausencia no le ahogara hasta el punto de despertarle, casi asfixiado? ¿Que su oficio había destruido la vida de los suyos y le arrastraba lento pero seguro hacia los abismos de una vejez sin sol? No, no, no había nada que explicar. Allí no, en aquel momento no. No a ella.
Al cabo de unos diez minutos llegaron a la calle Talaat Harb. Tiendas de ropa por todas partes, bares, cines con nombres franceses, viejos edificios de aspecto hausmanniano, con sus columnas y sus ventanales decorados con estatuas de estilo griego que recordaban que, a principios del siglo XX, la élite egipcia trató de convertir el centro de la ciudad en un barrio europeo. Casi lo había conseguido. Los paseantes deambulaban en hordas desorganizadas. Americanos, franceses, italianos. Nahed encontró aparcamiento en una calle vecina y un instante más tarde le dio una propina al conserje del edificio, simplemente porque les había abierto las puertas. El baou ab de barba teñida con henna, de aspecto miserable, con unas zapatillas agujereadas, hacía de portero, limpiador de coches, recadero y contrastaba terriblemente con el distinguido interior del lugar. Un edificio de ricos, parecía, resplandeciente de grandeza.
Una vez sola con Sharko en el ascensor, la joven se cubrió la cabeza y el rostro con el velo. Se transformó en una enigmática seductora, llena de secretos. Sólo podían verse sus ojos, verdaderas joyas, mientras su boca, sugerida tras la transparencia del tejido, decía con voz pura:
– Sería una lástima que Atef Abdelaal se molestara por cuestiones de religión.
Sharko estaba subyugado, casi hechizado.
– ¿Cómo sabe que es musulmán?
– Hay más posibilidades de que lo sea que de lo contrario.
– ¿Qué sabe de él?
– En los archivos de la embajada no hay gran cosa. Era vendedor, y hoy cuenta con dos talleres de artesanos camiseros, un negocio boyante que emprendió un año después de la muerte de su hermano. Fabrica trajes que vende al por mayor a las tiendas de Alejandría. Él y su hermano fallecido eran originarios del Alto Egipto, de padres pobres procedentes del campo. Emigraron a El Cairo en la adolescencia, con un tío suyo.
Nahed llamó a una puerta y se abrió otra, tras la que apareció el rostro agrietado de una vieja. La joven habló con ella antes de dirigirse al comisario.
– Su vecina dice que está en el terrado, a esta hora siempre se toma el té allí arriba antes de la oración de la tarde. Le reconoceremos porque lee Al Ahram, un diario independiente.
Al llegar al terrado, Sharko se quedó estupefacto. Había gente que vivía en aquella terraza del edificio, en el exterior y en minúsculas cabañas de hierro. Unos farolillos multicolores suspendidos de cables bailaban como las velas de las falúas. Había gente sentada en sillones o tumbada sobre colchones, al raso. Aquí y allá los televisores encendidos centelleaban en la noche. Parecía una especie de hormiguero luminoso al aire libre, aplastado por la precariedad. Nahed se acercó a su oído.
– Antaño, la flor y nata de la sociedad vivía en estos edificios de la calle Talaat. Terratenientes, pachás, ministros. Esas cabañas eran utilizadas para almacenar alimentos, para lavar la ropa o para alojar a los perros. Tras la revolución de 1952, todo cambió.
Hoy, los sufragi, los antiguos criados de aquella época, se han instalado en los locales del edificio y alquilan esas cabañas a los pobres.
Era difícil de creer, pero aquella gente vivía realmente en unas pequeñas cabañas de menos de cinco metros cuadrados, en mitad de la calle más comercial de El Cairo. La miseria no estaba a ras de suelo ni en el metro, como en París, sino sobre los tejados. Nahed señaló con el índice hacia el fondo de la terraza.
– Está allí…
Unas miradas desconfiadas se volvieron hacia él. Unos hombres tensos, con los ojos inyectados en sangre, preparaban el «carbón», una piedra de opio que calentaban para colocársela bajo la lengua, mientras otros fumaban muasel mezclado con hachís en viejas pipas de agua. Unos niños jugaban al dominó y otros estudiaban; las mujeres cocinaban. Sharko y Nahed abordaron a Atef Abdelaal, sentado en una silla de mimbre frente a la calle Talaat Harb. Vestía un traje bien cortado y zapatos relucientes. Cabello engominado y peinado hacia atrás, unos cuarenta y cinco años. Su taza de té humeante reposaba sobre la barandilla de piedra blanca. No se puso en pie para saludarles y les espetó un par de palabras secas, que Sharko no comprendió. Nahed le replicó con un largo discurso en árabe, en el que expuso la situación. Dijo que el hombre a quien acompañaba era comisario de policía francés y que quería hacerle algunas preguntas acerca de su hermano y de un antiguo caso criminal que presentaba similitudes con una investigación en curso.
Atef dobló cuidadosamente el periódico sobre sus rodillas, observó a Nahed de la cabeza a los pies y comenzó a desgranar lentamente un rosario de ámbar. De nuevo la traductora tuvo que actuar como mediadora entre los dos hombres.
– No quiere hablar de su hermano.
– Dígale que justo antes de morir, Mahmud trabajaba en un caso de asesinatos. Tres muchachas asesinadas cuatro meses antes de su propia muerte. Pregúntele si estaba al corriente.
Atef guardó silencio unos instantes antes de hablar.
– Quiere ver su identificación de policía.
Sharko se la mostró. Atef la observó atentamente y recorrió con su índice los colores de la bandera francesa, antes de devolvérsela al comisario. Luego volvió a hablar.
– Dice que su hermano era muy reservado. No hablaba de sus casos. Por ese motivo Atef nunca sospechó que perteneciera a redes extremistas.
Sharko dejó que su mirada errara entre las luces de la ciudad. Por fin el aire se depuraba y los egipcios volvían a sus calles, a sus raíces, a la tranquilidad de sus mezquitas y de sus iglesias.
– ¿En algunas ocasiones llevaba consigo informes o expedientes? Ustedes eran vecinos, vivían uno al lado del otro, ¿trabajaba a veces en su apartamento?
– Dice que no.
– ¿Conoce a Hasán Nuredín? ¿Ha ido a verle a su casa?
– De nuevo, no… Por sus respuestas, diría que no sabe nada.
Sharko sacó de su bolsillo la foto de una de las víctimas y la plantó ante la mirada del egipcio. Nahed le dirigió una mirada sulfurada al darse cuenta de que había debido de robarla en comisaría mientras ella había ido a por unos vasos de agua.
– ¿Y ella? -gruñó el policía-. ¿Tampoco le dice nada? No me dirá que su hermano jamás le mostró el rostro de esta joven.
Atef apartó la mirada de los ojos de color miel de la muchacha y se mordisqueó los labios. Se alzó y dio al comisario un empujón en el pecho.
– Izhab mine huna! Izhab mine huna! Sauf atacilu bil churta!
Miró a Nahed y sacó su móvil. Algunos de los presentes en el terrado dirigieron sus miradas hacia ellos.
– Nos ordena que nos marchemos o llamará a la policía. Déjelo, no sacaremos nada de él.
El policía dudó, no quería soltar la presa. La reacción violenta del árabe tal vez ocultara otra cosa. Atef volvió a empujarle, agresivo.
– Izhab mine huna!
Sharko tenía ganas de arrearle un puñetazo en la cara, pero los hombres del terrado se habían puesto en pie y se aproximaban peligrosamente. Eran unos cabilios de huesos finos y rasgos nervudos. El ambiente se caldeaba. Sharko, que se había vuelto hacia los potenciales agresores, sintió de pronto una mano en el bolsillo trasero de su pantalón. Su mirada se cruzó en aquel momento con la de Atef. En una fracción de segundo comprendió que el hombre le había metido algo en el bolsillo y le pedía que guardara silencio.
Sharko cogió de la mano a Nahed.
– ¡Vámonos!
Les costó trabajo abrirse camino entre codazos y empujones, y los ojos taladrados por el opio se oscurecían. Murmullos de «chisss, chisss» surcaban el aire. Descendieron rápidamente las escaleras. Nahed le dijo tajante:
– ¡No debería haber robado esa foto! ¿Cuántas más tiene?
– Algunas.
– Puede estar seguro de que Nuredín lo descubrirá e informará a la embajada. ¿Dónde tiene la cabeza?
– Vamos, siga.
Nahed avanzaba delante de él. Sharko rebuscó en el bolsillo y halló un papel. Mientras seguía caminando, desdobló discretamente el pedazo de página de periódico y leyó el texto escrito en francés: «Cairo Bar, barrio Tewfikieh, dentro de una hora. Que no le vean. Ella le vigila».
Lo guardó inmediatamente y escrutó a Nahed, decepcionado. Vestida con su ropa fina, al bajar las escaleras oscilaba de una manera maravillosa. Y le traicionaba. Al llegar a la calle y empezar a recorrerla, la joven se quitó el velo, que dejó caer sobre los hombros. Sharko la observó.
– Es muy curioso. Sin el velo le cambia completamente el rostro. La criatura misteriosa, ambigua, recupera de repente la tez clara de la mujer moderna. ¿Cuántas personalidades se ocultan en usted, Nahed?
– Sólo una, comisario…
Pareció sonrojarse y pensó qué decir.
– Y ahora, ¿qué hacemos?
Sharko descubría cada vez más su juego. Gracias a la nota de Atef, todo parecía mucho más claro. La decisión de Nahed de ayudarle a pesar del riesgo de que su superior se enojara. La dirección y los detalles de Mahmud Abdelaal que había logrado obtener… Le aflojaban la correa pero le vigilaban. De momento, decidió actuar con tranquilidad, ya tendría tiempo de interrogarla más adelante.
– Creo que volveré al hotel, me ducharé y me acostaré. Desde que me he levantado en Francia esta mañana han pasado muchas cosas.
– Ni siquiera ha cenado. Le invito a un restaurante típico de Mohandesín, a orillas del Nilo. Sirven un pescado excelente y vino suizo, no vino francés.
Quería retenerle tanto tiempo como fuera posible. Sharko llegó a pensar que sin duda le había traducido algunas palabras erróneas en el terrado, e incluso en comisaría. Como Hasán Nuredín, ella jugaba en casa y él no podía hacer absolutamente nada. ¿Quién estaba detrás de aquello? ¿La policía? ¿La embajada? ¿En qué avispero se había metido?
– Me encantaría, pero no tengo hambre, gracias… Demasiado calor, demasiado cansancio, demasiadas picadas de mosquitos.
Sacó un mapa que había obtenido en el hotel.
– Podré volver al hotel solo, está justo aquí detrás.
Podemos vernos mañana a las diez frente a la comisaría, ¿de acuerdo? En realidad, no hay prisa. Las puertas se cierran una tras otra, y ya tengo claro que volveré con las manos vacías. Este caso no es el mío.
Ella bajó la mirada, aparentemente apenada. Sharko tenía ganas de tirarle de la lengua. ¡Menuda farsante!
– De acuerdo -concedió ella-. Hasta mañana…
Y antes de que él se marchara, añadió:
– Ese cerdo de Nuredín nunca ha puesto sus manos sobre mi cuerpo. Y nunca lo logrará.
Sus caminos se separaron. Sharko dejó que se alejara y vio cómo se volvía, varias veces. Aquello confirmaba sus dudas. Entonces se encaminó lentamente hacia la calle Zaruat, perpendicular a la calle Mohamed Farid. Pero nada más desviarse, desapareció corriendo por una calle tomada al azar.
El perrito bueno acababa de librarse de la correa.
Ahora, El Cairo y su noche ardiente le pertenecían.
Sintió una satisfacción sin límites.