Los asesinos de Claude Poignet no habían podido escapar al principio de Locard, que dice: «No se puede ir y venir de un lugar, entrar y salir de una habitación sin llevar y depositar algo de uno mismo, sin llevarse o coger algo que antes estuvo en el lugar o la habitación». Nadie es infalible o invisible, ni siquiera el cabrón más redomado. En el cuarto oscuro, los técnicos de la policía científica hallaron un minúsculo pelo de pestaña rubio, así como restos de sudor alrededor del visor de una de las cámaras de dieciséis milímetros, utilizada para filmar el asesinato. Incluso una vez evaporado, el sudor había dejado células de piel descamada, descubiertas con el CrimeScoope, que permitirían llevar a cabo un análisis de ADN. Había pocas posibilidades de que el nombre del asesino se pudiera descubrir en el FNAEG [5] pero, por lo menos, contarían con un perfil genético que permitiría una comparación en caso de una futura detención.
El siguiente paso era detener e interrogar.
SRPJ de Lille. Con los ojos pesados, Lucie bebía su tercer café de la mañana, solo y sin azúcar, sentada a una mesa alrededor de la cual se habían reunido los principales investigadores implicados en el caso sabiamente denominado «Bobina mortal». El film acababa de ser proyectado en sus dos versiones. Primero la versión «oficial» y, a continuación, la versión «Niñas y conejos». Siguió la sesión de clichés de las imágenes subliminales evidentes: la mujer desnuda y luego mutilada, con aquel gran ojo negro en el vientre.
El buen humor que de costumbre imperaba en los equipos, sobre todo en aquellos meses estivales, se desvaneció enseguida. Suspiros, murmullos y rostros adustos. Unos y otros calibraban la complejidad del caso, estimaban la perversidad de los asesinos y hacían públicos sus comentarios. El comandante Kashmareck se puso al frente de sus hombres.
– Disponemos de una copia digitalizada del film, y los asesinos lo ignoran, así que les pido que esa información no se filtre. Esos individuos han matado para hacerse con la película, lo que significa que su contenido oculto debería llevarnos a alguna parte. ¿Alguna idea respecto a lo que acabamos de ver?
Se produjo un guirigay. Entre las frases pronunciadas, desde la muy constructiva «¡Es repugnante!» a «¡Esas niñas están completamente chifladas!», no hubo ninguna digna del desenlace de un episodio de Colombo. Kashmareck puso punto final a la palabrería.
– Dos cosas importantes. En primer lugar, estamos en tratos con un historiador del cine con quien la víctima, Claude Poignet, había contactado. Ese hombre había desatendido la petición del viejo restaurador pero, en cuanto supo de su fallecimiento, se puso de inmediato manos a la obra para tratar de descubrir la identidad de la actriz. Crucemos los dedos. Por nuestra parte, haremos fotocopias de esa mujer o actriz, aún quiero llamarla «actriz», y las enviaremos a todos los archivos cinematográficos, por si acaso. En segundo lugar, dentro de un minuto haré entrar a una antigua experta en psicomorfología, ahora especializada en lenguaje labial. Ella sabe cómo hacer hablar a una película muda y nos transcribirá hasta la última palabra salida de la boca de la niña. Madelin, ¿has investigado con Kodak y el laboratorio canadiense quién fabricó el film?
El pardillo lameculos abrió su cuaderno con un suspiro.
– Ya no existe, en su lugar hay un McDonald's. Pero he podido localizar a los antiguos propietarios. Están muertos.
– Vale. Morel, localiza al hijo de Szpilman y convócale aquí para tratar de hacer un retrato robot del tipo de las botas militares que estuvo en su casa. Tú, Crombez, persigue a los de la científica para que espabilen con el ADN y lo demás. Además… Tenemos la comisión rogatoria del juez internacional, registro a las dos del mediodía en el domicilio de Szpilman con los belgas. Alguien tiene que ir allí. ¿Te ocupas tú, Henebelle?
– Ok, estoy abonada a Bélgica. ¿Se ha preguntado al centro de documentación cinematográfica para saber de qué donación procedía la bobina mortal?
– Está en curso.
Lucie señaló con el mentón a Madelin.
– ¿Qué sabemos de los números de teléfono del canadiense anónimo?
– He preguntado también a la Sûreté para obtener la información. De los dos números que nos diste, el primero era de una cabina del centro de la ciudad, y el otro, el del móvil, está registrado con un nombre y una dirección inexistentes.
Lucie asintió. El responsable de los anónimos hacía gala de una desconfianza ejemplar. El comandante, que manipulaba nerviosamente un cigarrillo, volvió a tomar la palabra.
– Mañana tengo una reunión en París con los peces gordos de la policía: Péresse, de Rouen; Leclerc, de la OCRVP, y Sharko, un analista del comportamiento.
Sharko… Lucie apretó los labios. No se había dignado a devolverle la llamada.
– ¿Hay noticias de Egipto? -preguntó ella.
– De momento, no. Probablemente ese Sharko no habrá averiguado nada en su viaje allí. Bueno, mañana me gustaría tener cosas que contar. Tras la intervención de la especialista en lenguaje labial, Caroline Caffey, todo el mundo a trabajar.
Kashmareck salió y regresó unos segundos más tarde con una mujer que encendió las miradas de los hombres. Unos cuarenta años, piernas largas y el rostro de una muñeca rusa. Rubia. Echó un rápido vistazo a los reunidos, se instaló en una silla que parecía recibirla con los brazos abiertos y abrió un cuaderno. Gestos decididos, seguros, que demostraban que estaba acostumbrada a estar al frente de las tropas. Explicó brevemente en ese tono que trabajaba para el ejército, los aduaneros y la policía, principalmente en el terreno de la lucha antiterrorista y la negociación. Una figura en su campo. Lucie jamás había sentido tanta atención a su alrededor. La testosterona aumentaba. Al menos, aquella bomba tenía el poder de cautivar las mentes.
Caroline Caffey se apropió del ordenador portátil, cuyo contenido se proyectaba en una pantalla mural mediante un retroproyector.
– El análisis labial de este film no ha sido fácil. En Canadá, como en Francia, hay diversos dialectos, que abarcan desde el argot hasta el lenguaje culto. Probablemente la chiquilla forme parte de la comunidad francófona del país, dado que habla el francés quebequés, o más precisamente el «joual», creo, un lenguaje propio de la cultura popular urbana de la región de Montréal. Es un habla muy parecida a la del norte de Burdeos. Se come algunas vocales, por ejemplo, y utiliza numerosas vocales largas.
Con el ratón, situó el film en la escena de la actriz adulta del principio, tiesa como un palo con su vestido de Chanel. Era justo antes de que le cortaran el ojo con el escalpelo. Sus labios comenzaron a moverse. Caroline Caffey dejó avanzar el film y tradujo simultáneamente:
– Habla al cámara, y le dice: «Ábreme la puerta de los secretos».
– ¿Es francés de Francia o francés quebequés? -preguntó Lucie.
Caffey le dirigió una mirada indiferente.
– ¿Señorita?
– Henebelle. Lucie Henebelle.
La había llamado «señorita». Muy observadora.
– Es difícil de afirmar, señorita Henebelle, dado que son las únicas palabras que pronuncia. Pero creo que francés de Francia, sobre todo por la manera de pronunciar «secretos»; en francés canadiense lo hubiera pronunciado con la boca más abierta.
Lucie anotó en su Moleskine: «Actriz adulta: francesa», y «Niña del columpio: Montréal». Caffey aceleró un poco el film y llegó a la chiquilla en el columpio. Explosión de alegría en el rostro de la criatura. Plano cerrado para no permitir distinguir el entorno. El cineasta no quería que se reconociera el lugar. En cuanto la pequeña hablaba, Caroline la imitaba:
– ¿Jugaremos al columpio mañana?… ¿Vendrás a verme pronto?… Lydia también quería columpiarse… ¿Por qué ella no puede salir?
La chavalilla se alzó hacia el cielo, muy alegre. La cámara se detenía en su rostro, en sus ojos y jugaba con los planos para crear una dinámica. Existía una evidente cercanía entre el cámara y la niña, se conocían bien. Cuanto más veía las imágenes, mayor angustia sentía Lucie por la chiquilla inocente. Un lazo incomprensible, una forma de afecto maternal. Trató de alejar de ella al máximo aquellos sentimientos peligrosos.
La siguiente escena que podía traducirse. Primer plano de los labios infantiles que comen patatas y jamón, en una mesa larga de madera. Caffey comenzó a descifrar:
– … le he oído. Un montón de gente dice cosas malas de ti y del doctor… Sé que mienten, que dicen eso para hacernos daño. No les quiero, no les querré nunca.
Las frases de Caroline Caffey restallaban en el silencio. Las palabras, el tono que empleaba, añadían una maligna dimensión a la proyección. Podía sentirse crecer la desazón, la tormenta estaba a punto de estallar. Lucie apuntó y rodeó con un círculo: «doctor».
Secuencia de la niña y los gatitos en la hierba. Sonreía abiertamente, acariciando afectuosamente a los dos animales. Lucie pensaba en el otro film, el film oculto, que en aquel preciso momento se agazapaba entre las imágenes y se introducía en los cerebros.
– Me gustaría quedármelos… Qué lástima… ¿Los traerás otra vez?… A la hermana María del Calvario no le gustaban los gatos… A mí me encantan… Sí, los conejos también, también me encantan… ¿Hacerles daño? ¿Por qué dices eso? Nunca, nunca…
Lucie tomaba notas, consciente de la ironía de las palabras. No hacerles daño nunca a los conejos mientras que en aquel mismo momento, en el interior de aquellas imágenes, los masacraba con otras once niñas. ¿Qué suceso pudo transformarla hasta aquel extremo? Subrayó «hermana María del Calvario» con tres líneas rojas. ¿Acaso la niña se hallaba en un convento de Montréal? ¿En una escuela católica? ¿En un lugar donde pudieran cohabitar medicina y religión?
La escena siguiente era extraña: la cámara se aproxima y se aleja de la pequeña, para fastidiarla. La niña está enfadada. Su mirada ha cambiado.
– … Déjame, no me apetece… Estoy triste por Lydia, todo el mundo está triste y tú te ríes. -Se aleja la cámara-. ¡Vete!
«¿Qué le sucedió a Lydia?», anotó Lucie. Rodeó el nombre, mientras la cámara daba vueltas alrededor de la chiquilla para crear un efecto de vértigo. Cut. Escena siguiente. El prado.
Caroline Caffey detuvo la proyección. Tragó saliva antes de proseguir:
– Luego ya nada, aparte de los gritos en esa horrible escena de los conejos. Otra cosa que puede que les interese. Al observar atentamente las secuencias he descubierto algunos detalles en el rostro de la niña: ha cambiado. En algunas imágenes le falta uno de los dientes de delante. Y, aunque no es muy nítido, tiene más pecas. Los cabellos siempre tienen la misma longitud. Debían de cortárselos regularmente.
– Así que creció entre el principio y el fin -dedujo Kashmareck.
– Así es. Ese film no se rodó en una semana, sino seguramente a lo largo de varios meses. A medida que transcurre, se percibe una tensión en la boca de la niña, una tensión que parece en correlación con sus palabras. Es demasiado corto y probablemente demasiado sucinto para extraer conclusiones fiables, pero me parece que su estado psíquico se degrada. Desaparece la sonrisa, el rostro se apaga, se vuelve colérica… En algunas escenas, pese a que han sido filmadas a plena luz del día, tiene las pupilas dilatadas.
Lucie jugueteaba con el bolígrafo entre sus dedos. Recordaba la furia de las niñas en la sala con los conejos.
– Una droga… O medicamentos…
Caroline asintió.
– Muy probable, en efecto.
Cerró su cuaderno y se puso en pie.
– Es todo cuanto puedo decirles. Les enviaré un documento con el análisis, tan pronto como se haya mecanografiado. Señores, señorita…
Intercambio de miradas con Kashmareck, para indicarle que ella le esperaba fuera de la sala. Ni una pregunta sobre el caso en curso, ni la menor emoción relacionada con lo que acababa de ver. Una profesional. Tras su salida, el comandante dio unas palmadas.
– Denle vueltas a lo que acaba de explicarnos. Y creo que todos debemos darle las gracias a Henebelle por este magnífico caso en pleno verano.
Todas las cabezas se volvieron hacia ella, y silbaron las pullas. Lucie se lo tomó con una sonrisa, qué menos. Kashmareck hizo una última observación:
– ¿Todo el mundo sabe qué tiene que hacer?
Asentimientos silenciosos.
– Pues a currar.
Lucie se quedó unos instantes sola, frente al ordenador. Frente a aquella niña en un columpio cuya imagen estaba detenida. Recorrió con los dedos la boca inmóvil. Era como si la chiquilla le sonriera, transmitía inocencia.
Perdida en sus cavilaciones, pensó en Sharko. Incluso se preocupaba por él. ¿Por qué aquel silencio? Miró su teléfono… ¿Quién era realmente aquel analista del comportamiento en el que no dejaba de pensar? ¿Cuál era su pasado, su hoja de servicios? ¿A qué terribles casos había tenido que enfrentarse cuando era más joven? Llamó a la DAPN, la Dirección Administrativa de la Policía Nacional. Los servicios permitían obtener información acerca de cualquier agente francés. Casos que hubieran llevado, en curso, observaciones eventuales de sus superiores… Un auténtico currículo. Una vez que se hubo identificado, pidió acceder a los datos de la carrera de «Franck Sharko». ¿El motivo? Tenía que ocuparse de un dossier suyo. Su petición quedaría registrada; no importaba.
Unos segundos más tarde, le indicaron educadamente que su petición no podía ser atendida, sin darle razón alguna. Antes de colgar, preguntó si alguien había accedido a su dossier. Le respondieron afirmativamente. Anteayer, exactamente, por instrucciones del jefe de la OCRVP: Martin Leclerc.
Colgó, con un mohín de disgusto.
Así que Sharko y su jefe habían husmeado tranquilamente en su ficha. Conocían su pasado. Y aquel cerdo se había cuidado de no decírselo.
Para qué molestarse.
Con un suspiro, alzó la vista hacia la niña en la pantalla. Montréal… Canadá… Hoy en día, aquella desconocida debería de tener el doble de su edad. Y tal vez seguía viva en algún lugar remoto de aquel lejano país, y llevara consigo los secretos de aquella horrible historia.