Aquella tarde consiguieron atrapar el último vuelo que partía con destino a París. Dado que el avión no estaba lleno, pudieron sentarse uno al lado del otro. Con la frente pegada a la ventanilla, Lucie vio cómo Montréal se transformaba en un gran navío luminoso que, progresivamente, fue absorbido por las tinieblas de la noche. Una ciudad de la que sólo había conocido su lado más oscuro.
Luego llegó la infinita negrura del océano, esa masa insondable que se estremece de vida y que en su vientre blando lleva nuestro destino.
A su izquierda, Sharko se había puesto un antifaz y se había acurrucado en su butaca. Cabeceaba, y por fin se abandonó al sueño. Hubieran podido aprovechar aquellas ocho horas de viaje para hablar, para explicarse sus vidas o sus pasados, aprender a conocerse mejor, pero ambos sabían que era en silencio como mejor se comprendían.
Lucie observaba con deseo y tristeza aquel rostro cuadrado, aquella cara en la que estaba escrito que había vivido. Con el dorso de la mano acarició suavemente la barba naciente y recordó que sus propios sufrimientos se hallaban en el origen de su relación. Había esperanza. En el fondo de sí misma, quería convencerse de que había esperanza, de que todas las tierras quemadas acaban por volver a dar trigo, un verano u otro. Aquel hombre debía de haber atravesado lo peor de lo peor, debía de haber tratado, día tras día, de empujar con su bastón una bola de vida que se destruía más y más a cada nueva incursión en los dominios del Mal. Pero Lucie quería intentarlo. Intentar devolverle la décima o la centésima parte de lo que había perdido, quería estar a su lado cuando las cosas no funcionaran, y también cuando funcionaran. Quería que abrazara a sus gemelas contra su corazón y que, cuando sumergiera su nariz entre sus cabellos, pensara quizá en su propia hija. Quería estar con él, simplemente.
Retiró su mano y abrió un poco los labios para murmurarle todo eso, aunque durmiera, porque ahora sabía que una zona de su cerebro la oiría y que sus palabras se almacenarían en algún lugar de su mente. Pero de su boca no salió sonido alguno.
Entonces se inclinó hacia él y le besó la mejilla.
Tal vez eso fuera el inicio del amor.