Sharko se preguntaba si realmente iba a entrar en el Cairo Bar, un local cutre en una callejuela sombría y sin iluminación del barrio de Tewfikieh. A lo largo de la callejuela dormían carretones cubiertos simplemente con una sábana, y gatos negros, los mau, saltaban por lo alto de las paredes de cal. Sharko descendió los escalones que conducían al café. Para penetrar en su interior era necesario, realmente necesario, que a uno le gustaran las emociones fuertes. Un rótulo descolorido indicaba Coffee shop, y los grandes cristales estaban cubiertos de hojas de periódico enganchadas unas a otras, que impedían ver qué se tramaba en el interior. La fachada era tan sórdida como las de los miserables sex-shops que florecen en las calles de París.
El policía comprobó una última vez que llevaba consigo su identificación de policía, aunque sinceramente dudaba de que allí le pudiera ser de alguna utilidad, y se adentró en la boca del lobo. Sobre él se abatió un mareante olor a hachís, mezclado con el de la menta y el muasel de los narguiles. La luz estaba tamizada, el potente aire acondicionado roncaba. Las mesas de madera maciza, las lámparas antiguas de estilo vienés, los objetos de arte de bronce colgados de las paredes y las grandes jarras de cerveza daban a aquel lugar la apariencia de un pub inglés. Una camarera, caucásica y con poca ropa, oscilaba entre las siluetas con la bandeja cargada de vasos que desbordaban de alcohol. Sharko esperaba encontrarse con rostros picados por la viruela, devastados por la droga y el bebercio. Le sorprendió la buena apariencia de la clientela, formada en su mayoría por jóvenes. Y vestidos como Michou.
Locas. Se había metido en un antro de locas.
¡Lo que faltaba!
Mientras ojos de color miel no le perdían de vista, avanzó con paso seguro hasta la barra, tras la cual había un tipo de piel blanca, iris azules y cabello rubio. Sharko miró su reloj -el taxi le había dejado allí diez minutos antes de la hora convenida- y señaló con el mentón una botella de color ámbar, con una etiqueta en la que se leía Old Brent.
– Whisky, por favor…
El barman le miró de arriba abajo con particular insistencia antes de servirle su copa. Sharko fue abordado de inmediato por la derecha. ¡Ya empezaban los preliminares! El tipo tendría unos veinte años, piel morena, cabello cortado como un recluta. Alrededor del cuello se había anudado un fular rosa bajo una camisa amarilla. Le murmuró a la oreja:
– ¿Kudiana o bargal, «por favor»?
– Ni lo uno ni lo otro. Déjame en paz, «por favor».
El poli cogió su vaso -allí servían dosis más que generosas- y fue a sentarse a un rincón. Observó a los clientes, y vio los modos de los ricos con sus trajes de marca y sus zapatos de importación, al acecho, y los pobres, mucho más afeminados, de una asombrosa belleza, vestidos con sus ropas modestas. El sexo o la prostitución debían de ser, allí como en todas partes, una manera de salir de la miseria, en una noche y gracias a unos cuantos billetes. Se saludaban a la egipcia, cuatro besos y manos que se palmean las espaldas, y si no se besaban en la boca no era por falta de ganas. Sharko se llevó el vaso a los labios con un suspiro y de pronto llegó hasta él una voz, desde detrás:
– Yo que usted, no me lo bebería. Dicen que un joven pintor se quedó ciego aquí después de beber ese whisky. El dueño, el inglés, fabrica él mismo su alcohol para doblar los beneficios. Es habitual en los viejos cafés de El Cairo.
Atef Abdelaal se instaló junto a él. Dio unas palmadas e indicó «dos» a la camarera. Sharko dejó su whisky sobre la mesa con gesto de asco, sin haberlo probado.
– Habla usted un francés impecable.
– Durante mucho tiempo frecuenté a un amigo de su país. Y trabajo con muchos compatriotas suyos instalados en Alejandría. Los franceses son buenos para los negocios.
Se inclinó por encima de la mesa. Había subrayado sus ojos con un trazo de kohl y se había peinado hacia atrás sus cabellos finos. Sus pupilas estaban sutilmente congestionadas a causa del hachís, que probablemente había consumido antes de llegar al bar.
– ¿No le han seguido?
– No.
– Sólo aquí podemos estar tranquilos. La policía ni se acerca, algunas de las personas que nos rodean son importantes hombres de negocios y controlan el barrio. Ahora que la policía sabe que nos hemos visto en el terrado, me vigilarán. He pasado por los tejados para llegar hasta aquí.
– ¿Por qué van a vigilarle? ¿Y por qué me vigilan a mí?
– Para evitar que meta la nariz donde no debe. Devuélvame el papel que le di en el terrado. No quiero dejar ningún rastro de nuestro encuentro en este bar.
Sharko se lo entregó y con un gesto de cabeza señaló a los rostros hundidos en la penumbra.
– ¿Y esos que nos rodean? Nos han visto juntos.
– Aquí estamos al margen de la ley y de las reglas sociales. Nos conocemos por nombres de mujer, tenemos nuestros códigos, nuestro lenguaje. El único objeto de nuestros encuentros es la uasla, la relación homosexual entre kudiana, los pasivos, y bargal, los activos. Siempre negaremos haber visto a uno de los nuestros aquí, pase lo que pase. Son las reglas.
Sharko tenía la sensación de hundirse en las entrañas secretas y desconocidas de la ciudad, al ritmo de la noche.
– Explíqueme con mayor detalle el motivo de su visita a Egipto -dijo Atef.
Sharko contó la historia a grandes rasgos, sin desvelar los elementos confidenciales del caso. Habló sin entrar en detalles de los cadáveres descubiertos en Francia, de las semejanzas con el modus operandi que se usó con las jóvenes víctimas egipcias, del telegrama enviado por su hermano. Atef adquirió el aspecto sombrío de un yin. Su mirada se había enturbiado.
– ¿Cree realmente que esas dos historias tan alejadas en el tiempo y el espacio están relacionadas? ¿Qué pruebas tiene?
– No puedo decirle nada, pero noto que me ocultan cosas, que en el informe faltan documentos. Estoy atado de pies y manos.
– ¿Cuándo se marcha?
– Mañana por la tarde… Pero le aseguro que si hace falta volveré como turista, daré con las familias de esas pobres muchachas y las interrogaré.
– Es usted testarudo. ¿Por qué le interesa la suerte que corrieron unas miserables egipcias asesinadas hace tanto tiempo?
– Porque soy policía. Porque el paso del tiempo no debe apagar la ira que provoca un crimen.
– Bellas palabras para un justiciero.
– Soy sólo padre y marido. Y me gusta ir hasta el final de las cosas.
La camarera les sirvió dos cervezas de importación y unos mezés calientes. Atef invitó a Sharko a que se sirviera y habló en voz queda.
– Está atado de pies y manos porque todo el sistema policial egipcio está corrompido. En sus filas recluían a pobres e ignorantes, la mayoría de los cuales vienen del campo o del Alto Egipto, para que no se opongan al sistema. Les dan apenas para comer para que ellos mismos se vean obligados a corromperse. Proporcionan documentación falsa a cambio de dinero y chantajean a los taxistas y a los dueños de restaurantes, amenazándoles con quitarles las licencias. De El Cairo a Asuán, por todas partes se habla de violencia policial. Hace sólo unos años, nos condenaban por homosexualidad. Nos pudríamos en sus calabozos, se lo aseguro. Con menos de trescientas libras al mes para vivir, treinta de sus euros, se acomodan al sistema. La mitad de los policías de este país ignoran por qué hacen lo que hacen. Si les dicen que repriman, reprimen. Pero mi hermano no era de esa cuerda. Tenía los valores de los hombres del Saïd. Orgullo, respeto.
Atef sacó una foto de su cartera y se la tendió a Sharko. En ella se veía a un hombre erguido, joven, robusto, vestido de uniforme. Irradiaba la belleza orgullosa de los pueblos del desierto.
– Mahmud siempre soñó con ser policía. Antes de su admisión, se inscribió en la Casa de la Juventud de Abdín para hacer musculación, quería estar en forma para las pruebas de gimnasia de la academia de policía. Obtuvo un ochenta sobre cien en el examen de bachillerato. Era brillante. Y lo logró, sin dinero, sin sobornos. Nunca fue extremista, no tenía nada que ver con esa gangrena. Fue un montaje para hacerle desaparecer.
Sharko puso delicadamente la fotografía sobre la mesa.
– ¿Un montaje de la policía, dice?
– Sí, de ese hijo de perra de Nuredín.
– ¿Por qué?
– Nunca he sabido el porqué. Hasta hoy, cuando, gracias a usted, he comprendido que todo estaba relacionado con esa famosa investigación. Aquellas muchachas asesinadas de una manera salvaje…
Atef miraba al vacío, hacia su lata de cerveza. Con aquel maquillaje, desprendía una sensualidad muy femenina.
– Mahmud se metió a fondo en esa historia. Se llevaba a su apartamento los informes, las fotos, sus apuntes y notas personales. Me dijo que el caso fue archivado rápidamente y que sus superiores le habían asignado otro caso. Aquí, investigar mucho tiempo la muerte de una pobre gente no da dinero, ¿me entiende?
– Sí, comienzo a comprenderle.
– Pero Mahmud seguía investigando, discretamente. Cuando la policía registró su apartamento, después del hallazgo de su cuerpo carbonizado, se lo llevó todo. Y ahora me dice usted que todo ese material ya no existe. Alguien tenía interés en que desaparecieran.
Al menor ruido, Atef observaba a su alrededor. El humo de las chichas enturbiaba los rostros, ensombrecía los gestos atrevidos. Salieron unos hombres. A aquel lugar se entraba solo y se salía en pareja para una noche movida.
Sharko bebió un trago de cerveza. El ambiente era el fiel reflejo de la situación: tenso.
– Y su hermano, ¿le contó alguna cosa? ¿Algún detalle? ¿Había puntos en común entre las muchachas asesinadas?
El árabe sacudió la cabeza.
– Fue hace mucho tiempo, comisario. Y contándome tan poco tampoco me ayuda mucho.
– En ese caso, le refrescaré la memoria.
Sharko extendió las fotos de las víctimas sobre la mesa. Esa vez, explicó exactamente lo que Nahed le tradujo en el despacho sin aire acondicionado de la comisaría. El descubrimiento de los cadáveres, los elementos precisos del informe de la autopsia. Atef escuchaba atentamente, y ni tocaba su bebida o los mezés.
– Ezbet El Nagl, el barrio de los traperos… -repitió-. Ahora que lo dice, sí, creo que mi hermano fue allí en el curso de la investigación. Luego Chubra… Chubra… Las fábricas de cemento. Todo eso lo recuerdo vagamente.
Cerró los ojos unos segundos, volvió a abrirlos, cogió una de las fotos y la observó detenidamente.
– Creo que mi hermano estaba convencido de que había alguna relación entre las tres muchachas. Los crímenes estaban demasiado cerca uno del otro en el tiempo y eran demasiado similares para que el asesino hubiera actuado al azar. El asesino por fuerza tenía que tener un plan, una ruta trazada.
A Sharko se le había hecho un nudo en la garganta que le asfixiaba cada vez más. Mahmud había sentido al asesino, había actuado como era debido, partiendo del principio de que un asesino rara vez actúa al azar. Un verdadero investigador a la europea, sin duda el único en aquella gigantesca ciudad.
– ¿Qué plan?
– Lo ignoro. Mi hermano no me explicaba demasiadas cosas, a mí, ya que… a mí no me gustaba lo que hacía. Pero sé a quién pudo contarle más cosas.
– ¿A quién?
– A mi tío, el que nos sacó de la miseria, hace mucho tiempo. Ambos estaban muy unidos y se explicaban muchas cosas.
A sus espaldas, circulaban las botellas de alcohol y el ambiente se iba caldeando. Las manos se acercaban, los dedos acariciaban las muñecas para insinuar el deseo. Sharko se inclinó por encima de la mesa:
– Vamos a ver a su tío.
Atef dudó un buen rato.
– Quiero ayudarle, en memoria de mi hermano, pero iré solo. Prefiero ser prudente y no pasearme con usted por todas partes. Veámonos mañana, frente a la ciudadela de Saladino que domina la ciudad de los muertos, una hora y media después de la llamada a la oración. A las seis de la mañana, al pie del minarete de la izquierda. Allí estaré y le llevaré noticias.
Atef bebió la mitad de su cerveza.
– Me quedo un rato más. Ahora, váyase. Y, sobre todo…
Sharko cogió finalmente su vaso de whisky y lo vació de un trago.
– Lo sé, ni una palabra. Hasta mañana.
Una vez fuera, el policía se perdió expresamente por las calles de El Cairo, llevado por las riadas humanas, los colores y los olores.
Puede que tuviera una pista.
La temperatura había descendido unos diez grados. Al policía no le apetecía regresar solo a su pequeña habitación y enfrentarse al interior de su cabeza. La ciudad le arrastraba, le guiaba en sus torbellinos de misterios. Descubrió cafés singulares entre dos edificios, fumaderos de narguiles iluminados por farolillos entre los que se movían los portadores de brasa, se cruzó con vendedores ambulantes de carteras de escay y pañuelos de papel, se sumergió en ambientes cuya existencia ni siquiera hubiera podido imaginar. Fumó y bebió sin preocuparse por el agua con la que habrían preparado el té, sin temer la turista, la terrible diarrea. En algún lugar de El Cairo islamista, llevado por la ebriedad, asistió a la muerte de tres novillos, degollados en plena calle, que unos carniceros despedazaron antes de embalar los trozos en bolsas para su distribución. En plena noche, aparecieron olas humanas de pobres, de niños descalzos, de mujeres cubiertas con velos negros, ante un hombre rico vestido con traje que les distribuía panfletos políticos. La distribución de esas bolsas de carne con propaganda política provocaba gritos y codazos. La ciudad entera vibraba como un solo hombre.
En plena euforia, Sharko sintió de repente que el corazón le daba un vuelco y entrecerró los ojos. Allá al fondo, apartado de la masa, un hombre, oculto en la oscuridad, con bigote y un sombrero que parecía una boina.
Hasán Nuredín.
El hombre dio un paso hacia un lado y desapareció en una calle.
El francés trató de abrirse paso en su dirección, pero la riada humana le hizo tambalearse. Apartó la masa de gente a la fuerza y se puso a correr tras atravesar la marea de brazos. Cuando logró llegar, el inspector principal había desaparecido. Siguió avanzando por callejuelas desiertas, giró a un lado y a otro, hasta detenerse por fin, solo entre viviendas silenciosas.
Le seguían. Incluso allí. ¿Qué significaba aquello?
¿Y si sólo lo había soñado? ¿Y si aquella silueta no había sido más que una visión, como Eugénie?
Sharko dio media vuelta. Allí, el aire parecía helado. Aquel silencio, aquella oscuridad, la negrura de las fachadas. Aceleró y por fin llegó a la agitada calle mayor. Más allá, los murmullos se intensificaban, los inimitables cantos de las mujeres surcaban el aire, al ritmo de las castañuelas que repiqueteaban y de los tambores tabla. Sharko se hallaba en Egipto, y descubría a unas gentes tan sencillas que en la mesa bebían de un solo vaso, que vivían en la calle y cocinaban el pan sobre la acera.
Pero, en medio de aquella algarabía, un monstruo había atacado.
Un Gul sanguinario, que había ido de barrio en barrio para extender las tinieblas.
Fue más de quince años antes.
Solo en la habitación 16, que daba a la calle Mohamed Farid, envuelto a la egipcia en sus sábanas a causa de los mosquitos, Sharko aplastó sus orejas con las manos. Eugénie lanzaba salsa de cóctel contra las paredes mientras discutía con él. No quería más cadáveres, ni horrores, lloraba y se tiraba de los cabellos con gritos estridentes. Y en cuanto Sharko se hundía, muerto de cansancio, ella daba palmadas, y él volvía a sobresaltarse de nuevo.
– Todos esos te vigilan. Nos espían, querido Franck, por la ventana y por la cerradura. Nos siguen, husmean nuestro olor. Tenemos que regresar a casa antes de que nos hagan daño. ¿Quieres que me torturen como a Éloïse y a Suzanne? Acuérdate de Suzanne, desnuda, el vientre muy redondo, atada sobre una mesa de madera. Sus gritos, te suplicaba, Franck… ¿Por qué no estuviste allí para salvarla? ¿Por qué, querido Franck?
El área de Wernicke del cerebro de Sharko palpitaba. Se puso en pie y echó un vistazo a la calle. Vio las coronillas de las cabezas, los vestidos blancos que oscilaban en el aire espeso. No había ni rastro del poli con estrellas. Acto seguido, comprobó que la puerta y las persianas estuvieran bien cerradas. La paranoia seguía allí, se incrustaba en su carne, y Eugénie todavía se negaba a marcharse. Extenuado, el policía esquizofrénico se precipitó hacia el pequeño frigorífico, cogió todos los cubitos de hielo y los arrojó a la bañera. Encerrado en el cuarto de baño, dejó correr el agua fría y se sumergió, conteniendo la respiración, con el cuerpo helado. Los altos bordes de esmalte dibujaron unas murallas familiares que le tranquilizaron. Pareció que el mundo se concentraba sobre su cuerpo y que, a su alrededor, todo quedaba reducido a nada.
Acabó por dormirse en la bañera vacía, acurrucado y tembloroso como un perro viejo, solo, muy lejos de su hogar, con sus fantasmas interiores. Sostenía contra el torso la locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para el carbón y la leña.
Una lágrima le corrió por la mejilla.