El collège de policía de Lieja -la autoridad administrativa de la policía local- había designado a un cerrajero, un suboficial y dos aspirantes a inspector para acompañar a Lucie al domicilio de Szpilman. En teoría, la francesa no tenía derecho a tocar nada. Se hallaba allí únicamente para orientar a los policías en su registro y, dado el caso, constatar los hallazgos.
Lucie no se sentía cómoda frente a la puerta cerrada de la vivienda de Lieja. Desde el día anterior, Luc Szpilman no había respondido a las llamadas que debían informarle de que se haría un registro, ni a las citaciones para establecer un retrato robot del individuo de botas militares. Los timbrazos impacientes de los policías no alteraron el curso de las cosas. Mientras el cerrajero avanzaba ya con su material para forzar la cerradura, Lucie se interpuso en su camino, con los brazos abiertos.
– Creo que es inútil.
Señaló con el mentón la cerradura, forzada.
– No toquen el pomo de la puerta. ¿Tienen guantes?
Debroeck, el jefe, sacó varios pares de los bolsillos de su uniforme. Los distribuyó a sus colegas y ofreció un par a Lucie. No dijo ni palabra. Los hombres desenfundaron sus Glock 9 milímetros y entraron en la casa, seguidos de Lucie, que empuñaba su Sig Sauer. El cerrajero se quedó en la calle.
En el interior se oía el zumbido de las moscas.
La frialdad del crimen apareció ante ellos sin la menor advertencia. Lucie arrugó la nariz.
El cuerpo de Luc Szpilman reposaba detrás del sofá y el de su novia sobre los escalones que conducían a la cocina. Un reguero de sangre se extendía detrás de ella.
Asesinados por la espalda, uno y otro, con múltiples cuchilladas.
¿Múltiples? Diez, veinte, treinta cuchilladas cada uno, que habían agujereado el pijama y el camisón, de las pantorrillas a la nuca. No era fácil contarlas.
Lucie se llevó una mano pesada al rostro. Hacía ya tres días que andaba por territorios mórbidos, y eso empezaba a hacer mella. Aquel espectáculo fúnebre era un cuadro fijado en el tiempo, como si los cadáveres fueran a cobrar vida de nuevo de repente y proseguir sus movimientos de huida. Porque estaban huyendo. No era difícil imaginar la escena: probablemente fue de noche. Los asesinos fuerzan la cerradura, al otro extremo de la espaciosa casa, y entran. Tal vez eran las dos o las tres de la madrugada, y creen que Luc Szpilman está solo y dormido. Pero, para su sorpresa, el chaval aparece ante ellos, sentado en el sofá con su novia, liándose un porro, presente aún sobre la mesa baja del salón. Luc reconoce de pronto a uno de ellos, es el tipo de las botas militares que fue a por el film. Los jóvenes son presa del pánico y tratan de huir. Los asesinos los atrapan y les acuchillan por la espalda, una vez, diez veces.
Y luego se encarnizan con ellos, inexplicablemente.
Lucie y los policías se habían quedado inmóviles, replegados en silencio. El más joven de ellos, un aspirante a inspector de apenas veinticinco años, pidió permiso para salir, con el rostro lívido. Trabajaba en la policía local y no en la federal, y estaba poco habituado a ese tipo de casos. Uno va a registrar una casa, un día tranquilo, y se encuentra frente a dos cadáveres cosidos a cuchilladas y asediados por las moscas.
Debroeck tuvo buenos reflejos y evitó que se contaminara el escenario del crimen. La policía belga forma oficiales sólidos y despunta en numerosos campos. Lucie, por su parte, trató de hacer abstracción de los cadáveres y revisó visualmente el entorno inmediato del crimen. Cajones abiertos y muebles por el suelo. Observó que habían forzado una caja fuerte incrustada en la pared. El marco del cuadro que la había ocultado estaba roto en el suelo.
– Primero evitan que Luc Szpilman pueda establecer el retrato robot y, luego, recuperan todo cuanto pueda comprometerles.
– ¿Qué podría comprometerles?
– Los descubrimientos que seguramente había hecho el padre de Luc acerca del film anónimo. Los documentos que tal vez había intercambiado con el misterioso canadiense. Han venido a limpiar. ¡Vaya mierda!
Lucie se dio la vuelta y salió, necesitada de una buena bocanada de aire.
Eran ellos… Los asesinos de Claude Poignet habían seguido con su limpieza, y esta vez sin ritual, sin voluntad de demostrar nada.
Sólo un acto delirante cometido por unas bestias salvajes.