Asnières-sur-Seine… Una ciudad limpia, con un centro agradable y comercios encantadores. Alrededor y por encima ya no era tan alegre. El cemento sustituye a la naturaleza, grandes pájaros de marfil que despegan de Roissy surcan el cielo e interminables paredes de edificios de un color gris como el de las ratas cierran el horizonte. La periferia parisina en todo su esplendor. Y en el medio fluye un río…
Sharko y Lucie se apearon en la estación Gabriel-Péri y se dirigieron a buen paso hacia el oeste. Akim Abane, el hermano de uno de los cinco cadáveres de Gravenchon, no tenía antecedentes y trabajaba como vigilante nocturno en un supermercado. Un tipo limpio, aparentemente, que vivía en el tercer piso de un bloque sombrío y poco agradable. Al pie del edificio, Lucie fue objeto de varios silbidos simpáticos por parte de unos jóvenes que holgazaneaban en un parterre.
El hombre que les abrió tenía los rasgos secos y agudos de los mediterráneos. Un rostro de sílex, sobre un cuerpo robusto y musculoso. A todas luces, un adepto de la halterofilia y la musculación. Sharko se avanzó:
– ¿Akim Abane?
– ¿Quién es usted?
Para alegría de Sharko, los de la PJ aún no habían llegado. Se felicitó por su rapidez y mostró su identificación tricolor. Abane vestía un pantalón corto y una camiseta blanca en la que podía leerse: Les foulées vertes de Fontenay [7] -Quisiera hacerle unas preguntas acerca de su hermano, Mohamed.
El árabe no se movía de la puerta.
– ¿Qué ha hecho ahora?
– Ha muerto.
Akim Abane pareció trastabillar antes de apretar ambos puños y de golpear con ellos el marco.
– ¿Cómo?
Sharko optó por la brevedad, y por ahorrarle los detalles sórdidos.
– Al parecer, muerte por bala. Su cuerpo fue hallado enterrado cerca de una zona industrial, en el Sena Marítimo. ¿Ahora nos permitirá entrar?
Abane se retiró para dejarles paso.
– En el Sena Marítimo… ¿Qué coño hacía allí?
El hombre no lloraba, pero la noticia le había impresionado, hasta el extremo de que tuvo que tomar asiento en el sofá. Los policías entraron en el piso.
– Tenía que acabar así un día u otro… ¿Quién lo mató?
– Aún lo ignoramos. ¿Tiene alguna idea?
– No lo sé, tenía tantos enemigos, aquí, en el barrio o en otros sitios.
Lucie echó un vistazo rápido a la estancia. Pantalla plana, consola de videojuegos, zapatillas deportivas por todas partes, una acumulación de material en un apartamento demasiado pequeño. Vio unas fotos enmarcadas. Se acercó a ellas y frunció el ceño.
– ¿Eran gemelos?
– No, Mohamed tenía un año menos que yo y era dos o tres centímetros más alto. Pero nos parecíamos como dos gotas de agua. Y cuando digo que nos parecíamos lo digo por el físico. Por lo demás, yo no tenía nada que ver con él. Mohamed tenía algo en la cabeza que no le funcionaba.
– ¿Cuándo le vio por última vez?
Akim Abane miró al suelo, la mirada perdida.
– Dos o tres meses después de salir del talego, hacia año nuevo. Mohamed vino aquí lloriqueando diciéndome que quería cambiar, llevar una nueva vida. Nunca le creí. Era imposible.
Año nuevo… Eso hacía que la datación de los esqueletos fuera de menos de siete meses. Sharko ya sabía la respuesta a su siguiente pregunta, pero prefirió que hablara el hermano.
– ¿Por qué?
– Porque los chavales como él no pueden parar nunca. Me enseñaron las fotos de la chavala a la que le quemó la entrepierna, hace un montón de tiempo. Y la imagen la tengo incrustada aquí, en la cabeza. Era inhumano… -Suspiró-. Mohamed se quedó aquí una semana. Sí, más o menos. Debió de marcharse a mediados de enero con cuatro cosas en su bolsa.
Se quedó un rato en silencio.
– No me creí ni por un segundo que lo haría… Y no me equivoqué.
– ¿Que haría qué?
Con un suspiro, Akim Abane se puso en pie, abrió un cajón y rebuscó entre unos papeles. Le entregó un folleto arrugado a Sharko.
El corazón del comisario dio un vuelco.
A partir de aquel instante, todo se aclaró en una fracción de segundo.
El folleto ensalzaba los valores de la Legión Extranjera.
Alzó la mirada hacia Lucie, igualmente estupefacta.
Akim volvió a sentarse, con las manos juntas entre sus muslos poderosos.
– Un día Mohamed encontró esto en una revista, en el talego. Cuando lo explicaba, parecía que hubiera tenido una revelación. Quería alistarse, hacer tabla rasa del pasado, cambiar de identidad y empezar de cero. A mí con ésas…
Tomó el marco con la foto en la que aparecía junto a su hermano y lo miró fijamente.
– Gilipollas, ¿por qué te has muerto?
En su interior, Sharko se alegraba. La Legión Extranjera… Era tan coherente con los descubrimientos de los últimos días. Lucie prosiguió el interrogatorio.
– ¿Tiene alguna prueba de que se alistara en la Legión? ¿Cartas o llamadas, por ejemplo? ¿Compró un billete de tren para… el Sur?
– ¿Aubagne? -precisó Sharko.
El árabe sacudió la cabeza.
– No, no se alistó, ya se lo he dicho. Le conocía y era incapaz de eso. Demasiado inestable, y no soportaba la autoridad. ¿Se lo imaginan allí? Un día, al volver del trabajo, se había marchado. Ni siquiera se llevó el folleto. Ni se despidió, siquiera… Sabía que tarde o temprano la policía llamaría a mi puerta.
El comisario apretó las mandíbulas, con la mirada en la publicidad ilustrada con un soldado con quepis blanco, posando orgulloso, cubierto de medallas. Era evidente que, a pesar de todo, Mohamed Abane se había alistado en la Legión, pero faltaba la prueba decisiva. Incluso su hermano no se lo creía…
– ¿Tiene familia, allegados o amigos a quienes su hermano hubiera podido ver o hablar al marcharse?
– Aparte de los tiparracos que frecuentaba, no se me ocurre nadie más…
Sharko seguía reflexionando. Aunque todas las piezas iban encajando, había aún una incoherencia de bulto: ¿por qué cortarle las manos, arrancarle los dientes y los tatuajes a un tipo a quien se podía identificar con una muestra de ADN? En la Legión, a buen seguro, no ignoraban que Mohamed Abane tenía antecedentes penales. Claro que borraban el pasado de sus reclutas, pero lo verificaban escrupulosamente antes de alistarlos. No cabía duda de que sabían que el árabe estaba fichado en el FNAEG y que conocían su historial criminal.
A menos que…
Sharko alzó sus ojos negros hacia la foto de los dos hermanos.
– Una pregunta que puede parecerle extraña, pero… ¿no le desaparecería su documento de identidad por aquellas fechas?
Akim inclinó la cabeza.
– Efectivamente. Debí de perderlo en el trabajo o por la calle. ¿Cómo lo ha adivinado?
Sharko no respondió. Lucie estaba tan desconcertada como el levantador de pesas. Tenía todas las respuestas y sus convicciones se reforzaban. Tendió la mano para saludarle, y Lucie le imitó.
– Unos colegas de Rouen vendrán a verle en breves momentos, y le harán muchas más preguntas y tomarán notas. No se preocupe, es normal.
Justo antes de salir, precedido de Lucie, se volvió hacia Akim, que no se había movido del sofá.
– De hecho… Su hermano tenía un minúsculo fragmento de cánula de plástico bajo la piel, a la altura del cuello. ¿Sabe si le habían hecho alguna intervención quirúrgica?
– No, no.
– ¿Estuvo ingresado en el hospital?
– No creo. De hecho, no lo sé.
– Gracias. Le prometo que tendrá respuestas. Y los responsables lo pagarán, me ocuparé de ello personalmente.
Y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí.