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La autopista desfilaba. Larga, monótona, infinita. Sharko acababa de dejar atrás Lyon, y circulaba hacia el sur en dirección a Marsella, con la ventana abierta y la radio a todo volumen. El móvil reposaba frente a él, a la altura del volante.

– Lo peor es que no sé cómo ayudarle. ¿Ir a ver a Kathia? No es una solución. Tengo la impresión de dar palos de ciego.

– ¿Qué significa dar palos de ciego?

Sharko miró al asiento del pasajero.

– Quiere decir darle vueltas a algo sin llegar a ninguna parte, exactamente lo que estoy haciendo ahora.

Eugénie se entretenía con una mecha de cabellos que ensortijaba en sus dedos. Adoptó sus aires de arpía.

– Por cierto, ¿has visto cuánto se parece Lucie a Suzanne?

El comisario se atragantó. Aquella chiquilla, definitivamente, tenía unas reacciones imprevisibles. Se encogió de hombros.

– Se parece tanto a Suzanne como tu bote de salsa a una locomotora.

– A tus ojos, me refiero. Se parece a Suzanne a tus ojos… Y también en tu corazón de piedra. Lo sé. Ahí dentro está que arde.

– Estás delirando.

– Sí, yo deliro, por supuesto… Lucie te provoca algo y por eso quieres protegerla. Canadá está muy lejos.

El móvil del comisario empezó a vibrar.

– Lucie me gusta. Espero que vuestra historia funcione.

– Estás completamente loca, pequeña.

Descolgó. Era uno de sus contactos en la Dirección Central de Información Interior.

– ¿Tienes la información?

– ¿Qué crees? El actual comandante de la Legión es un coronel que se llama Bertrand Chastel. Menudo curriculum tiene el tío.

– Suelta.

– Legionario de carrera, ha formado parte de las más prestigiosas tropas de combate. Para resumírtelo, comandante del 2.° REP en Líbano y luego en Afganistán. A continuación, cambio de rumbo, y se convierte en instructor jefe en el infierno de Guyana, prepara nuevos programas de entrenamiento y forma a la élite de la élite. Parece que le gusta llevar una vida enérgica. Con él, los chavales las pasan putas y la mayoría regresan con el cerebro formateado para el combate, para que me entiendas. De regreso a Francia, pasó dos años en la DGSE, antes de volver a sus primeros amores y convertirse en comandante del 1.° RE, del 4.0 RE y del GRLE hace dos años.

Unas siglas llamaron la atención de Sharko de inmediato. DGSE, Dirección General de la Seguridad Exterior.

– ¿Pasó por el servicio secreto en medio de una carrera de legionario? ¿Qué hizo allí?

– ¿Pero tú te crees que esas cosas las dejan anotadas? Todo esto es información clasificada. Conoce a gente importante, entre ellos a la mayoría de los representantes del CCSD. Estamos en las altas esferas, Shark, y en las altas esferas hay muchas bocas cerradas. Y si las abres, Pandora se te echa a la cara. Ignoro qué tratas de hacer, pero puedo asegurarte que a ese tipo no se le puede atacar.

– Eso es asunto mío. ¿Está en Aubagne en estos momentos?

– Sí, lo he comprobado mediante una falsa llamada.

– ¡Genial! Gracias, Papy.

– Y, por supuesto, no te he llamado nunca y no quiero saber en qué andas. Pero ve con cuidado.

Sharko colgó. Dirigió una mirada vindicativa al asiento de la derecha. Eugénie se había largado, por fin.

Bajó el volumen de la radio, que le estaba poniendo de los nervios. Tras la planicie del campo llegaron los valles suaves, las montañas, los ríos. Valence, Montélimar, Aviñón. Los contrafuertes de Provenza. La temperatura aumentaba, y el sol quemaba la piel a través del parabrisas. Sharko tenía la boca seca, no por falta de agua, sino de Henebelle… Eugénie llevaba razón. La rubita había trastocado sus órganos fosilizados. Algo se cocía en su pecho, su vientre, su estómago. Tenía ahí un nudo y se sentía mal. Mal, porque no debería haber otra persona más que Suzanne. Mal, porque tenía quince años más que Lucie y, a través de los ojos de ella, veía de nuevo los defectos que le habían destruido a él y a su familia. El encarnizamiento, las ausencias y ese deseo de perseguir al Mal, el verdadero Mal, hasta encontrarse contra la pared, agotado, demolido. Ese oficio no tenía salida alguna. Ninguna finalidad y ninguna satisfacción.

El día ya llegaba a su fin. Ocho horas de carretera a cuestas… Ocho horas reflexionando, en parte, acerca de su plan de ataque.

Un puro suicidio. Era consciente de ello.

Poco importaba, ya estaba muerto desde hacía tiempo. Abandonó la autopista del Sol, continuó unos cincuenta kilómetros por la A52 y tomó la salida de Aubagne. Distinguió sucintamente los edificios del centro de reclutamiento de la Legión Extranjera junto a la autopista A501. Unas largas naves blancas, de líneas perfectas y de un rigor absolutamente militar. Unos minutos después tomaba la carretera departamental D2 y luego la vía que le condujo frente a la garita vigilada por un cabo de guardia. Quepis blanco, charreteras rojas, uniforme impecable. Sharko presentó su identificación tricolor.

– Soy el comisario Sharko, de la Oficina Central de Represión de la Violencia contra las Personas. Desearía hablar con el coronel Bertrand Chastel.

El largo nombre de su servicio siempre provocaba una honda impresión. Sharko explicó rápidamente que perseguía a un criminal reincidente que con toda seguridad se había alistado recientemente en sus filas bajo una falsa identidad. Con la finalidad de ser más convincente, enumeró los cargos contra el supuesto criminal: violación, tortura… El militar le pidió que aguardara y desapareció en la garita. Sharko supo que se había salido con la suya cuando le vio reaparecer y señalar el aparcamiento.

– Puede estacionar en el aparcamiento de los visitantes, detrás de usted. El coronel le recibirá. Un subteniente vendrá a buscarle. Debe entregarme su arma de servicio.

El comisario obedeció.

Con una carpeta de gomas elásticas bajo el brazo, siguió al suboficial que había ido a buscarle sin cruzar con él ni una palabra. Sobre las paredes inmaculadas del recinto podía leerse en letras doradas el famoso Legio patria nostra. Columnas de hombres de todas las nacionalidades -polacos, colombianos, rusos…- avanzaban al paso a lo largo del patio de armas, al son de cantos militares. Otros, más a lo lejos, vestidos con mono azul y camiseta blanca, descendían por la escalera a toda velocidad, con la urgencia y el miedo grabados en sus miradas. Los novatos…

Su abnegación era escalofriante: esos hermanos de armas de cráneos rasurados y mirada de acero no tenían aún treinta años, y ya estaban dispuestos a morir allí mismo, en aquel momento, por la bandera tricolor.

Súbitamente, un edificio de una única planta llamó la atención de Sharko. En una pancarta podía leerse: «DCILE, División de Comunicación e Información». Aceleró el paso para alcanzar a su acompañante:

– Dígame… ¿Qué es la DCILE?

– Es una célula de relaciones públicas que atiende las numerosas solicitudes de información y organiza los reportajes. La oficina de producción se ocupa de la promoción de la Legión en Francia y en el extranjero.

– ¿Dispone también de un departamento de vídeo? ¿Creación y montaje de films para el ejército?

– Sí. Reportajes, films de promoción o de conmemoración.

– ¿Y de ello se ocupan los propios legionarios?

– Es un estado mayor compuesto por militares. Oficiales y suboficiales del ejército de tierra, principalmente. ¿Más preguntas?

– Es suficiente, gracias.

Sharko pensaba en los asesinos del restaurador de films, Claude Poignet… Uno de ellos era un militar cineasta y seguramente se escondía allí, con los pies calientes dentro de sus botas militares, en alguno de aquellos grandes edificios… Todo encajaba cada vez más.

Llegaron a los edificios del 1er Regimiento Extranjero, sede del Alto Mando y, en consecuencia, del comandante. La autoridad absoluta. Sharko tenía la garganta seca, las manos húmedas y hubiera tenido menos aprensión frente a un asesino sanguinario que frente a un coronel condecorado que, a priori, había dedicado parte de su vida a servir al país. Como profesional, el policía sentía una profunda estima hacia aquellos militares y su sacrificio.

Atravesaron pasillos enmoquetados, el soldado llamó tres veces y se puso firme frente a la puerta cerrada.

– ¡Descanse! ¡Entre!

Tras presentar a Sharko y dar la media vuelta reglamentaria, el subteniente dejó al policía solo frente al coronel, ocupado firmando documentos. El policía estimó que el comandante debía de tener su edad y una corpulencia similar, aunque estaba algo menos gordo y era algunos centímetros más alto. El corte de sus cabellos grises, irreprochable, amplificaba aún más la geometría euclidiana de su rostro. Sobre su uniforme oscuro, una pequeña placa indicaba en letras rojas «Coronel Chastel».

– Le ruego que me disculpe aún unos segundos.

El militar alzó sus ojos de un azul frío y prosiguió su trabajo, sin ninguna reacción particular. El comisario cavilaba. Si el coronel estaba implicado en el caso, si había seguido las noticias acerca del hallazgo de los cadáveres de Gravenchon, a buen seguro reconocería su rostro, su identidad. ¿Acaso se había estado preparando para esa visita desde la llamada del cabo de guardia? ¿O simplemente no le había reconocido?

Mientras Chastel firmaba documentos, Sharko aprovechó para observar el despacho. Los siete principios del código de honor del legionario destacaban sobre un amplio ventanal que daba al patio de armas. Eran innumerables las placas conmemorativas y las fotos colgadas de las paredes en las que el coronel, a diferentes edades, posaba solo o en el centro de su regimiento. La tierra ocre y el polvo de Afganistán, los edificios en ruinas de Beirut, la exuberancia de la jungla amazónica… Una violencia sorda irradiaba de esos rostros de rasgos marcados, de esos dedos aferrados a sus fusiles de asalto. A fin de cuentas, aquellas fotos no mostraban más que la guerra, los enfrentamientos, la muerte y, en medio, unos hombres que sentían que aquél era su lugar.

El coronel apiló finalmente los documentos y los empujó hasta el extremo de la mesa de despacho impecablemente ordenada. No había ninguna otra silla. Allí se tenía la costumbre de permanecer de pie, en posición de firmes.

– No sabe cómo envidio aquellos tiempos en los que desconocíamos la existencia del papeleo. ¿Puedo ver su identificación?

– Por supuesto.

Sharko le tendió su identificación. El comandante la observó escrupulosamente antes de devolvérsela. Sus dedos eran gruesos, sus uñas estaban muy cuidadas. Como él, ya había dejado de pisar el terreno hacía tiempo.

– Si lo he entendido bien, busca a un asesino en nuestras filas. ¿Y viene usted solo para detenerlo?

Su voz era grave, monolítica, rugosa. Si fingía, lo hacía muy bien.

– De momento sólo tenemos sospechas. Una cámara de vigilancia nos mostró la presencia de su vehículo a unos veinte kilómetros de Aubagne, en el peaje de la A52. Y luego, ni rastro de ese vehículo a la altura de la A50. Así que por fuerza se detuvo entre ambas.

– ¿Han hallado el vehículo?

– Aún no, pero estamos trabajando en ello.

El coronel Chastel agitó el ratón de su ordenador, y a continuación mecanografió probablemente una contraseña en el teclado.

– Supongo que sabe que nuestro cuerpo no recluta a autores de violaciones o de asesinatos.

– Probablemente utilizó otra identidad.

– No es muy probable. Dígame su nombre.

Sharko le miró a los ojos, tan profundamente como le era posible. Era allí, y muy pronto, en un minúsculo espacio de tiempo, donde sería necesario captar el mínimo destello capaz de dar un vuelco a la situación. Tiró de las gomas elásticas de la carpeta, la abrió y de ella sacó una foto en formato A4. La depositó sobre la mesa de despacho, con la cara impresa boca abajo.

– Ahí está todo…

Bertrand Chastel acercó la hoja hacia sí y le dio la vuelta.

La foto mostraba a Mohamed Abane en vida. Un primer plano del rostro.

Bertrand Chastel debería haber tenido que reaccionar. Nada, ni la menor emoción en su rostro cerrado.

Sharko apretó las mandíbulas. Era imposible. El comisario se sintió desestabilizado pero trató de no hacerlo evidente y de aferrarse a su hilo conductor.

– Tal como está escrito debajo de la foto, debió de presentarse aquí bajo la identidad de Akim Abane.

El legionario apartó el papel hacia Sharko.

– Lo siento, no le he visto nunca.

Ni su voz, ni sus labios, ni sus dedos temblaban. Sharko recuperó la foto, frunciendo el ceño.

– Me imagino que no ve usted a todos los nuevos que se incorporan a sus filas. De hecho, esperaba que escribiera usted su nombre en el ordenador, como se disponía a hacer antes de que le enseñara la foto.

Un ligero tiempo muerto. Demasiado largo, estimó Sharko. Y, sin embargo, Chastel no perdió su prestancia ni su aplomo. Menudo coriáceo.

– Aquí no pasa nada sin que yo lo sepa, o sin que yo lo vea. Pero si eso le tranquiliza…

Introdujo los datos en el ordenador y giró la pantalla hacia Sharko.

– Nada.

– No era necesario que me mostrara la pantalla, hubiera creído su palabra.

Con gesto firme, Chastel giró de nuevo la pantalla hacia él.

– Tengo mucho trabajo. El subteniente Brachet le acompañará hasta la salida. Buena suerte con su fugitivo.

Sharko dudó. No podía marcharse de aquella manera, con incertidumbres. En el momento en que Chastel hizo gesto de descolgar el teléfono, Sharko se inclinó hacia él y le agarró la mano, obligándole a colgar el aparato. En aquel momento, supo que había cruzado la frontera, y que todo podía tambalearse.

– Ignoro cómo sabía que vendría aquí, pero no me va a dar por culo.

– Quíteme la mano de encima inmediatamente.

Sharko acercó su rostro a diez centímetros del rostro del militar. Fue a por todas, sin zarandajas.

– El síndrome E… Lo sé todo. Pero, Dios mío, ¿por qué coño cree que estoy aquí?

Esta vez, Chastel acusó el golpe y no pudo ocultar su estupefacción: mirada perdida, huesos temporales que se mueven bajo la piel. Una perla de sudor se formó en su frente, a pesar del aire acondicionado. Dejó la palma de la mano sobre el teléfono.

– No comprendo de qué me habla.

– ¡Claro que sí que me comprende! Lo que yo aún no comprendo es cómo ha logrado guardar la calma ante el retrato de Abane. Incluso alguien como usted es incapaz de ese aplomo. ¿Cómo lo podía saber? ¿Cómo…?

Sharko entrecerró los ojos.

– Micrófonos…

Enderezó los hombros y se llevó las manos a la cabeza.

– Dios mío, Dios mío… Se metieron en mi casa y me colocaron micros.

Chastel se puso en pie, con los puños apoyados sobre su mesa como un gorila.

– Le aseguro que se arrepentirá de haberse presentado aquí para amenazarme. Ya puede contar con que su carrera acabará de manera brusca.

Sharko sonrió como un tiburón. Atacó de nuevo.

– Estoy aquí solo, frente a usted, porque nadie sabe de mi presencia en Aubagne, eso ya lo sabe. Y si eso puede tranquilizarle, no habrá procedimiento ni investigación contra la Legión. Todo el mundo está de acuerdo: Mohamed Abane, o mejor Akim Abane, llámele como quiera, nunca vino aquí.

– Está usted completamente loco y lo que dice no tiene ningún sentido.

– Tan loco que voy a pedirle dinero, coronel Chastel. Mucho dinero… Suficiente para dimitir y poder permitirme una jubilación a todo lujo. Bueno, mucho… Una gota de agua, digamos, para los fondos reservados de la DGSE. ¿Cree que aún me gusta andar por ahí revolviendo la mierda?

Sharko no le dio tiempo a replicar, tenía que actuar rápidamente. Sacó un papel de su carpeta y lo plantó frente al legionario.

– La prueba de mi buena fe.

Chastel se dignó a bajar la mirada.

– ¿Unas coordenadas GPS? ¿Qué significa eso?

– Si usted o sus «amigos» se dan una vuelta por Egipto, nunca se sabe, allí hallarán el cuerpo de un tal Atef Abdelaal, un centinela cairota. A menos que ya esté al corriente de ello… Deles ese papel a las autoridades francesas o egipcias y pasaré el resto de mi vida en la cárcel.

El rostro del militar, completamente paralizado, parecía salido de un molde de cemento. Sharko se inclinó, satisfecho.

– También olvidaré la historia de los micros. Ya ve, entre usted y yo es una simple cuestión de confianza.

Retrocedió hasta la puerta.

– No hace falta que me acompañe. Ya conozco la salida. Me pondré en contacto con usted dentro de unos días. Y un aviso, por si me sucediera alguna desgracia… He tomado mis precauciones.

Señaló con un gesto de cabeza el código de honor de la Legión.

– Tal vez debería releerlo.

Finalmente dio media vuelta y salió.

No le acompañaron.

Al cruzarse con aquellos soldados entrenados y dispuestos a matar, con arma blanca al cinto, se preguntó si no había firmado su sentencia de muerte. Acababa de ponerse en su contra a la Legión y probablemente a los servicios secretos. En su momento pensó que tras aquel caso se ocultaba algo gordo, y no se había equivocado. Altos funcionarios…

Circuló entre las grandes líneas rectas de la A6 pisando a fondo el acelerador. Con el dorso de la mano se enjugaba las pequeñas lágrimas que nacían del borde de sus ojos. Había confiado sus taras, sus heridas más profundas a Henebelle, porque sabía que ella era como él y porque entre ambos había nacido cierta confianza de manera espontánea. Le había desvelado sus cicatrices psíquicas.

Pero otros también le habían oído. Chastel, sus esbirros…

Ahora se sentía desnudo, traicionado, casi avergonzado.

Siete horas más tarde estaba de regreso en su casa. Registró exhaustivamente su apartamento y encontró cuatro micros. Uno oculto en el zócalo de su lámpara halógena y los otros tres en los termostatos de los radiadores. Material estándar, miniaturizado, del que utiliza cualquier servicio de policía. No cabía duda de que en aquellos aparatos no hallaría ninguna huella y que no podría averiguar nada.

Los arrojó contra el suelo con rabia.

Y Eugénie los aplastó con la suela de su zapato.

A partir de aquel momento, la Sig Sauer hundida en su cartuchera y los tres cerrojos de la entrada de su apartamento se le antojaron terriblemente ilusorios.

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