El Ring de Bruselas, su vía de circunvalación, permanentemente embotellado, se aligeraba de los últimos trabajadores en la periferia de la ciudad. Debido al fuerte calor de aquellos días, y a pesar de las numerosas medidas contra la contaminación, el cielo estaba empañado por un velo amarillento. Provistos de sus GPS, Lucie y su comandante llegaron sin problema a la clínica universitaria Saint-Luc, situada en las afueras de la capital belga, en una zona boscosa y con unos edificios de arquitectura lineal y cuidada que causaban una impresión de paz y a la par de fuerza. Por lo que Kashmareck había comprendido, la clínica, además de su función de hospital, asumía misiones altamente especializadas, apoyada por una infraestructura tecnológica puntera. Entre otros proyectos, se ocupaba de actividades de neuromarketing. A grandes rasgos, se trataba de comprender mejor los comportamientos de los consumidores gracias a la identificación de los mecanismos cerebrales que intervienen en el momento de efectuar una compra.
Georges Beckers esperaba a los policías en el departamento de imagen médica, en el sótano del hospital universitario. El hombre, bajito y abotagado, tenía un rostro jovial, con un collar de barba rubia y unas mejillas rollizas. Nada dejaba adivinar que era una eminencia en el terreno de la neuroimagen cerebral, si es que puede decirse que exista un arquetipo de algo así. Les explicó brevemente que, una vez finalizadas las consultas médicas, en el departamento se permitía que los escáneres fueran utilizados con fines comerciales a cambio de una contraprestación económica. Ésa era una actividad prohibida en territorio francés.
Mientras recorrían los pasillos, el comandante de policía preguntó acerca del caso:
– ¿Cuándo conoció a Claude Poignet?
Beckers respondió con un marcado acento belga:
– Hará unos diez años, en un coloquio en Bruselas acerca de la evolución de la imagen desde el siglo de las luces. A Claude le interesaba mucho la manera en que la imagen se transmite a través de las generaciones, a través del libro ilustrado, el cine, la fotografía o la memoria colectiva. Yo asistía por la ciencia y él por el cine. Enseguida simpatizamos. Es horrible lo que le han hecho…
Los dos policías asintieron.
– ¿Se veían a menudo?
– Diría que dos o tres veces al año. Pero nos comunicábamos a menudo a través del correo electrónico o por teléfono. Seguía con gran interés mis trabajos sobre el cerebro y me enseñó muchas cosas sobre cine.
Al final del pasillo se detuvieron junto a unos grandes cristales. Al otro lado reposaba un cilindro, situado en el centro de una sala blanca. Frente al escáner había una especie de mesa sobre raíles con un aro para sostener la cabeza.
– Este escáner es una de las máquinas más avanzadas que existen. Tres teslas de campo magnético, obtención de una imagen del cerebro cada medio segundo, un sistema de análisis estadístico muy potente… ¿Tiene usted claustrofobia, comandante?
– No, ¿por qué?
– En ese caso será usted quien pase por el escáner, si no tiene inconveniente.
El rostro de Kashmareck se ensombreció.
– Hemos venido por el film. Por teléfono me pareció que había descubierto algo.
– En efecto, pero la demostración puede ser la mejor explicación. Esta noche la máquina está libre, así que más vale aprovechar la ocasión. Una sesión de IRMF [4] en un cacharro que cuesta varios millones de euros no es algo que podamos permitirnos cada día.
El hombre parecía sediento de ciencia y ardía de impaciencia por utilizar sus juguetes. En cierta manera, Kashmareck iba a servir de conejillo de Indias y probablemente alimentaría las estadísticas por las que se pirran todos los investigadores. Lucie dio unas palmaditas en el hombro de su jefe y le dirigió una sonrisa.
– Lleva razón, nada mejor que un buen baño de rayos.
El comandante soltó un gruñido y aceptó seguir el protocolo. Beckers se lo explicó:
– ¿Ya ha visto el famoso film?
– Aún no he tenido tiempo, acabamos de descargarlo desde nuestros ordenadores. Pero mi colega me ha explicado el contenido durante el viaje hacia aquí.
– Muy bien, así tendrá ocasión de verlo. Pero lo verá en el interior del escáner. Mi asistente le espera. ¿Lleva algún aparato dental, algún piercing?
– Ehh… Sí.
Miró a Lucie, dubitativo.
– Aquí, en el ombligo…
Lucie se llevó la mano a la boca para no reírse. Se volvió e hizo ver que observaba los aparatos, mientras el científico proseguía su explicación.
– Quíteselo. Le instalaremos y se pondrá unas gafas que, de hecho, son dos pantallas pixelizadas. Durante la proyección del cortometraje, los aparatos registrarán su actividad cerebral. Por favor…
Kashmareck suspiró.
– ¡Dios mío, si me viera mi esposa!
El policía se alejó y se reunió con un hombre en bata, que le esperaba. Lucie y el científico se dirigieron a una especie de sala de control, repleta de pantallas, ordenadores y botones de colores. Parecía el interior del Enterprise, la nave de la película Star Trek… Mientras instalaban a Kashmareck, Lucie hizo la pregunta que la reconcomía:
– ¿Qué va a suceder?
– Veremos la película al mismo tiempo que él, pero directamente en el interior de su cerebro.
A Beckers le divirtió la sorpresa que provocó en su interlocutora.
– Hoy, teniente, estamos en camino de desvelar importantes misterios del cerebro. En particular en lo que concierne a las imágenes y los sonidos. El truco de cartas más viejo del mundo, el de la adivinación, pronto acabará en el fondo de un desván.
– ¿Qué quiere decir?
– Si le muestra una carta a su colega mientras está en el escáner, puedo adivinarla simplemente observando la actividad de su cerebro.
Abajo, el comandante se tumbaba sobre la mesa, no demasiado tranquilo. El asistente acababa de ponerle unas extrañas gafas de montura cuadrada y cristales opacos.
– ¿Está tratando de decirme… que puede leer el pensamiento de la gente?
– Digamos que ya no es una quimera. Actualmente somos capaces de proyectar en pantallas pensamientos visuales simples. Cuando uno ve una imagen concreta, hay miles de pequeñas zonas del córtex visual, que llamamos vóxeles, que se iluminan e identifican de manera prácticamente única la imagen en cuestión. Gracias a complejos cálculos matemáticos, podemos asociar una imagen a una cartografía cerebral, y lo archivamos todo en una base de datos. De esa manera, en cualquier momento podemos utilizar el sistema en sentido inverso: a cada conjunto de vóxeles visualizado por IRMF corresponde en teoría una imagen. Si ésta se halla en nuestra base de datos podemos restituirla y, por lo tanto, mostrar los pensamientos.
– ¡Asombroso!
– ¿A que sí? Desgraciadamente, nuestra unidad más pequeña, el vóxel, equivale a cincuenta milímetros cúbicos y contiene alrededor de cinco millones de neuronas. A pesar de la potencia de nuestro escáner, es como si viéramos la forma de una ciudad desde el cielo, sin poder discernir la organización de sus calles o la arquitectura de los edificios. Pero se trata de un paso gigantesco. Desde que un científico genial tuvo la idea, hace algunos años, de que unos voluntarios que servirían de muestra bebieran Coca-Cola y Pepsi en un escáner, ya no hay límites. Se les vendaron los ojos y se les preguntó qué refresco preferían antes de dárselos a probar. La mayoría respondían que preferían Coca-Cola. Pero en esa experiencia a ciegas, esas mismas personas respondían que preferían el sabor de la Pepsi. El escáner nos mostró que una zona del cerebro, llamada putamen, reaccionaba más con la Pepsi que con Coca-Cola. El putamen es la zona donde radican los placeres inmediatos, instintivos.
– Así pues, la campaña de publicidad de Coca-Cola hace que la gente crea preferirla mientras que, en el fondo, su organismo prefiere Pepsi.
– Exactamente. Hoy en día, todas las grandes compañías de publicidad solicitan acceder a nuestros escáneres. El neuromarketing permite incrementar la preferencia de marcas, maximizar el impacto de un mensaje publicitario y optimizar su memorización. Hemos podido descubrir las zonas del cerebro implicadas en el proceso de compra, como la ínsula, que es la zona del dolor y del precio, el córtex prefrontal medio, el putamen o el cuneo. Pronto bastará con que un anuncio entre en su campo visual o sonoro para que tenga impacto en su cerebro. Aunque sus ojos y sus oídos no presten atención, habrá sido concebido de manera que estimule los circuitos de memorización y el proceso de compra.
– Es espantoso.
– Es el futuro. ¿Qué hace usted cuando está cansada, teniente? La vida es cada vez más exigente, más extenuante. Se refugia usted en su casa, frente a sus pantallas, y se relaja. Abre su cerebro a las imágenes, como un grifo, con una conciencia reducida, casi dormida. En ese momento se convierte en un blanco perfecto y le inyectan cuanto quieren en la cabeza.
Era a la vez fascinante y horrible. Un mundo gobernado por la imagen y el control del inconsciente, burlando la barrera racional. ¿Se podría seguir hablando de libertad? A la vista de cómo actuaban sobre los cerebros todos aquellos instrumentos, Lucie volvió a pensar en el fantasma del optograma: aquél era el tema y ya no parecía tan fantasmagórico.
– ¿Así que no estaría equivocada si dijera que una imagen puede dejar una huella en el cerebro?
– Es eso exactamente, ha entendido la base de nuestro trabajo. Ustedes estudian las huellas digitales y nosotros las huellas cerebrales. Toda acción deja un rastro, sea cual sea. La cuestión radica en saber descubrirlo, y disponer de los instrumentos que permitan explotarlo.
Lucie pensó en las técnicas de investigación de la policía científica, centradas en torno al crimen. Allí hacían lo mismo, pero con la materia gris.
– Evidentemente, aún estamos en la Edad Media de esa técnica, pero a buen seguro dentro de unos años existirán aparatos que permitirán visualizar los sueños. ¿Sabe que en Estados Unidos ya se ha planteado la posibilidad de disponer de escáneres cerebrales en los tribunales? Figúrese que esas máquinas pudieran proyectar los recuerdos de un acusado. Ya no habría mentiras, los veredictos siempre serían fiables… Y qué decir de otros terrenos, como la medicina, la psiquiatría, la toma de decisiones en una empresa. También hay neuropolítica, que ofrece la posibilidad de acceder a los sentimientos íntimos suscitados por uno u otro candidato entre los electores.
Lucie recordó el film Minority Report. Era vertiginoso, pero se trataba de la realidad del mañana. Una violación de las conciencias. El realizador de 1955, con sus imágenes subliminales, ya se hallaba en ese proceso. Tal vez había comprendido mucho antes que nadie el funcionamiento de determinadas zonas del cerebro.
Al otro lado del cristal, el desdichado comandante entraba en el túnel magnético. Lucie estaba contenta de haberse librado de aquel rato de angustia. Ver la película ya era, en sí misma, una experiencia suficientemente dura.
– ¿Qué le parece ese film de 1955? -preguntó ella.
– Impresionante, desde todos los puntos de vista. Desconozco la identidad del director, pero se trata de un genio, un pionero. A través del sistema de imágenes subliminales y de sobreimpresiones, ya incidía en las zonas del cerebro primitivo. El placer, el miedo, el deseo de enfrentarse a lo prohibido. En 1955, ese procedimiento era absolutamente innovador. Ni siquiera los publicitarios estaban en ello. Y quien se adelanta a los publicitarios es claramente un genio.
Aquellas mismas palabras las había pronunciado Claude Poignet.
– ¿Y la mujer mutilada, y el toro? ¿Se trata de trucajes?
– Lo ignoro. No es mi especialidad y me he interesado más en el carácter misterioso de la construcción de ese film que en su contenido… Discúlpeme, pero mi asistente nos indica que todo está a punto.
Beckers se dirigió a unos monitores. Lucie pudo ver, en una pantalla, lo que debía de ser el cerebro de su comandante. Una bola palpitante en la que radicaban las emociones, la memoria, el carácter, lo vivido. En otra pantalla, Lucie pudo ver la primera imagen del film digitalizado, aún en pausa. El científico hizo algunos ajustes.
– Adelante… El principio es simple. Cuando entran en actividad, nuestras neuronas consumen oxígeno. El IRMF simplemente colorea ese consumo.
El film comenzó. La animación de la actividad cerebral del comandante se aureoló de colores, y el órgano pareció transformarse en un arco iris que iba del azul al rojo. Algunas zonas se encendían, se apagaban o se desplazaban como fluidos en tubos translúcidos.
– ¿Cree que Szpilman hizo lo mismo con su antiguo director hace dos años? -preguntó Lucie-. ¿Utilizó estas máquinas para analizar el film?
– Sí, es probable. Como le he explicado a su jefe por teléfono, en su momento mi antiguo director me habló brevemente de esa experiencia. Y de un film que, por lo menos, era extraño. Pero no investigué más.
Beckers volvió frente a su pantalla y comentó las imágenes en directo:
– Cualquier imagen que penetra en nuestro campo visual es eminentemente compleja. Primero la trata la retina, luego se transforma en un flujo nervioso que el nervio óptico dirige hacia la parte posterior de nuestro cerebro, al nivel del córtex visual. En ese estadio, varias áreas especializadas analizan las diversas propiedades de la imagen. Los colores, las formas, el movimiento y también el carácter de las imágenes: violento, cómico, neutro o triste. Lo que puede ver aquí no nos permite adivinar qué imagen observa el individuo, pero los datos permiten establecer algunas de las características que le he enumerado. Hoy en día, algunos expertos en neuro-imagen se divierten adivinando la naturaleza de un film simplemente a partir del análisis de ese amasijo de colores: comedia, drama o película de terror.
– ¿Y qué análisis puede hacerse de este film?
– Globalmente, una violencia extrema. Concéntrese en esas zonas…
Señaló con el dedo algunos lugares de la representación eléctrica del cerebro.
– Se iluminan de vez en cuando -constató Lucie-. ¿Son las imágenes subliminales?
– Sí. He cronometrado los momentos de su aparición. Una imagen oculta corresponde siempre a la iluminación de esas zonas. De momento, se trata de los centros del placer… Puede adivinar fácilmente el motivo. La actriz, desnuda, en posturas sexuales osadas. Esas manos enguantadas que la acarician.
Lucie se sentía incómoda al penetrar, en cierta medida, en la intimidad profunda de su superior jerárquico. El comandante ni sospechaba que en aquel momento estaba viendo imágenes subliminales de la actriz tal como vino al mundo. Y aún sospechaba menos que su cerebro hacía de las suyas y podía desencadenar alguna reacción fisiológica embarazosa.
El film digitalizado proseguía. Lucie recordó lo que Claude Poignet le enseñó en la moviola. Se aproximaban a otro tipo de imágenes: el cuerpo de la actriz despedazado sobre la hierba, con el gran ojo escarificado en su vientre. Beckers desplazó el índice sobre la pantalla.
– Ahí estamos. Ésa es la activación del córtex prefrontal medio y órbito-frontal, así como de la articulación témporo-parietal. Acaban de proyectarse las imágenes violentas, hábilmente ocultas en escenas aparentemente tranquilas. Hasta ahora, todo es coherente. Pero esperemos un poco…
Habían visto tres cuartas partes de la duración del film en blanco y negro. La chiquilla acariciaba un gato, sentada en la hierba, rodeada en todo momento de aquella extraña niebla y de un cielo negro.
Una escena neutra que, a priori, no despertaba emoción alguna.
– Ya está… Las señales del cerebro se aceleran, incluso fuera del minutaje preciso que he establecido para cada imagen oculta. Sucede lo mismo con la amígdala y las zonas del córtex cingular anterior. El organismo se prepara para una reacción violenta. Es esa angustia que usted debió de sentir al ver la película. Deseo de huir, tal vez, de detenerlo todo.
Los colores estallaron en el cerebro de Kashmareck antes de llegar a la escena del toro. Había destellos por doquier. Unos segundos más tarde, recuperó una actividad más pausada. Beckers agitó sus apuntes.
– Los circuitos de reacción a las imágenes violentas se activan justo a los once minutos y tres segundos, y dura alrededor de un minuto. Y lo curioso es que en esa parte de la película no hay ninguna de esas imágenes subliminales que se añadieron a la película original. Ni la mujer desnuda, ni la mujer mutilada. Nada de nada.
– ¿Y de qué se trata, entonces?
– De un procedimiento alambicado de imágenes ocultas que juega con la sobreimpresión, los contrastes y la luz. Creo que las imágenes subliminales, al igual que el círculo blanco, en la parte superior izquierda, son simplemente señuelos. La evidencia que permite disimular el verdadero mensaje oculto. Inconscientemente, el ojo se siente permanentemente atraído por ese punto molesto, lo que evita que se concentre demasiado en otras partes de la imagen y que exista la posibilidad de descubrir la estratagema.
El cineasta tomó precauciones para despistar a los más observadores.
Lucie ya no podía aguantarse. El film la aspiraba, la poseía.
– Enséñeme esas imágenes ocultas.
– Aguarde a que su comandante se reúna con nosotros.
Lucie no pudo evitar volver a ver la escena del toro, mientras Beckers se instalaba frente a otro ordenador. A la policía se le puso la piel de gallina, sobre todo cuando en un primer plano vio la mirada de la chiquilla, fría, vacía de cualquier sentimiento. Una mirada de estatua antigua.
Unos minutos más tarde llegó Kashmareck. Estaba tan blanco como la tapa del escáner.
«Una película extraña», fueron sus palabras. Él también había sido sacudido, manipulado, afectado y probablemente buscaba una explicación a su estado. Beckers repitió brevemente las palabras que acababa de intercambiar con Lucie y tecleó en su teclado. Apareció un programa de tratamiento de vídeo. El científico abrió el film digitalizado con el programa y se desplazó hasta los once minutos y tres segundos. Unas imágenes casi idénticas aparecieron unas tras otras, como en una película observada al trasluz frente a una bombilla. Con el ratón, Beckers señaló una zona de la primera imagen, en la parte inferior izquierda.
– Siempre hay que observar las partes de contraste débil. En la niebla, el cielo negro, las zonas muy oscuras, omnipresentes en el film en todo momento. Se trata de unas astucias visuales que permiten a nuestro cineasta desarrollar su lenguaje secreto.
Hacía que el cursor del ratón se desplazara rápidamente sobre la pantalla y apoyara así sus explicaciones:
– Si observamos esta imagen tal cual, ¿qué vemos? Una chiquilla, sentada en la hierba, mientras le hace mimos a un gatito. Alrededor están esa niebla y esas largas manchas oscuras de color sólido, a los lados y en el cielo. Si ignoráramos que hay que encontrar alguna cosa, las pasaríamos por alto. Es lo que le sucedió a Claude, que se centró únicamente en las imágenes añadidas, franca y claramente diferenciadas de las del film.
Lucie se aproximó y frunció el ceño.
– Ahora que me fijo, diríase que hay… unos rostros, al fondo de la niebla. Y… y en todas las zonas oscuras alrededor de la imagen.
– Son rostros, sí. Un montón de rostros de niñas…
La escena era extraña, los rostros apenas sugeridos rodeaban a la chiquilla, como súcubos malignos. A medida que el ojo de Lucie se iba acostumbrando, podía ver cada vez más detalles. Unos pies pequeños calzados con zapatillas, unos uniformes, como pijamas de hospital, un suelo liso de linóleo. Un mundo paralelo, sugerido, se dibujaba lentamente. A Lucie le vinieron a la cabeza las ilusiones ópticas. La imagen de un jarrón, por ejemplo, que te piden que mires durante un minuto y al cabo de un rato se distingue en ella a una pareja haciendo el amor.
En el menú, Beckers seleccionó la opción «contraste y luminosidad» y abrió un cuadro de diálogo desde el que podía ajustar los parámetros.
– Supongamos que nos hallamos en 1955, en plena sala de proyección, y que añadimos un filtro sobre el objetivo de la máquina que proyecta el film. Un filtro que mejorará el contraste. Luego aumentamos también la luminosidad. Represento esas manipulaciones aplicando diversos valores que ya he probado. Y ahora, miren…
Aceptó la orden y sobre la imagen ocurrió algo curioso. La imagen que antes era invisible adquiría protagonismo, en detrimento de la escena evidente, mostrada en el film, que se borraba en la blancura de la luz.
– A causa de la luminosidad incrementada, la imagen principal, la chiquilla acariciando al gato, queda sobreexpuesta, se vuelve muy blanquecina. Y por el contrario, la imagen situada en los rincones oscuros, subexpuesta inicialmente, adquiere toda su dimensión.
Las dos imágenes mezcladas producían un efecto extraño, pero entonces podía verse claramente a varias niñas en pie, alrededor de unos conejos apelotonados en un rincón.
Lucie tragó saliva sonoramente. Era eso: los conejos y las niñas. Por teléfono, el canadiense había dicho que todo se inició con eso.
Kashmareck se frotaba la frente.
– Es sorprendente. ¿Cómo pudo el realizador hacer algo semejante?
– Para mí es difícil explicar esa técnica con precisión pero creo que, principalmente, jugó con la sobreimpresión mediante un juego de máscaras adaptables al objetivo de su cámara. Hay un principio fundamental con cualquier película, ya sea fotográfica o cinematográfica: se puede impresionar en ella hasta que se le aplica el fijador en el cuarto oscuro. En resumen, podemos decir que se pueden filmar diversos films en la misma película, basta con rebobinarla sin abrir la cámara oscura. Si se hace sin ton ni son, todo se mezcla de una manera espantosa y no se puede ver nada, pero con habilidad técnica, experiencia y conocimiento de la luz, de los planos y del encuadre se pueden conseguir resultados fantásticos. Claude Poignet admiraba la obra de Méliès. Me explicó que el cineasta había llegado a utilizar hasta nueve sobreimpresiones sucesivas para lograr determinados efectos especiales. Un trabajo de mago y a la vez de orfebre. No cabe duda de que este film es de la misma índole, y que el talento de su realizador es digno de Méliès.
Precavida, Lucie analizaba los rostros que aparecían en la pantalla. Unas niñas de siete u ocho años, de rasgos severos, con la boca cerrada. Ninguna de ellas reía; al contrario, parecían presas de verdadero pánico. ¿Qué temían?
Su corazón dio un vuelco. Acercó el índice a la pantalla.
– Ésa, ligeramente al frente, parece la chiquilla del columpio.
– Es ella.
La habitación en la que se hallaban las criaturas parecía muy pequeña, sin ventanas. Beckers se frotó sus labios carnosos con un suspiro.
– Nuestro cineasta no sólo quería ocultar imágenes extrañas en su film… quería disimular en él otro film, diferente, totalmente disparatado. Una monstruosidad.
– ¿Un film dentro de un film que ningún ojo podría descubrir?
– Sí. Un flujo directo inyectado en el cerebro, sin la menor censura consciente. Sin posibilidad de apartar la vista. Observen atentamente.
Hizo desfilar lentamente las cincuenta imágenes sucesivas que, en realidad, constituían un segundo del film.
– Las imágenes sobreimpresas sólo aparecen cada diez imágenes, lo que da cinco imágenes sobreimpresionadas, espaciadas por dos décimas de segundo, por cada segundo de proyección. Frente al total de imágenes son muy pocas para que el ojo perciba alguna cosa, pero casi suficientes para crear sensación de movimiento. Un movimiento que se imprime en el cerebro… Es el cerebro el que ve la película, y no los ojos.
Lucie trataba de comprender: sin duda eso era lo que justificaba que fueran cincuenta imágenes por segundo. El realizador pretendía insertar un máximo de imágenes ocultas sin que el ojo lo percibiera.
– Ahora, supongamos otra cosa -prosiguió Beckers-. Tenemos frente a nosotros un proyector de cine, con su filtro y su fuerte luminosidad para poder distinguir las imágenes invisibles.
Con un clic, abrió un nuevo cuadro para ajustar los parámetros de visualización de la película.
– Imaginen que ajustamos el obturador del proyector a una velocidad de cinco imágenes por segundo, como permiten la mayoría de las viejas máquinas, mientras la bobina desfila a la velocidad de cincuenta imágenes por segundo. Eso significa que las únicas imágenes proyectadas sobre la pantalla, ante nuestros ojos, son las que nos interesan, mientras las otras quedan obstruidas por el obturador rotativo.
Beckers se puso en pie y apagó las luces. Sólo palpitaban las diferentes pantallas en las que bailaban cortes del cerebro.
– La película que veremos estará entrecortada, ya que lo proyectamos a cinco imágenes por segundo mientras que la impresión de movimiento no se crea netamente más que a unas diez o doce imágenes por segundo. Sin embargo, es suficiente para… -su voz se debilitó- para comprender. Creo que el realizador comprendió algunas cosas sobre el cerebro mucho antes que cualquier otra persona…
Descansó la palma de la mano sobre el ratón y miró a sus interlocutores a los ojos. Su aspecto era grave.
– Les pido por favor que si algún día llegan a comprender el sentido de todo esto no se olviden de informarme. No quiero que esas imágenes se queden sin respuesta en mi mente hasta el fin de mis días.
El film comenzó.
Motor. Acción.