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Lucie acababa de tomarse un café en el vestíbulo del hospital Salengro cuando se le acercó el médico de urgencias que había atendido a Ludovic Sénéchal. Era un hombre alto y moreno, de rasgos finos y dientes hermosos, el tipo de tío que la hubiera hecho flipar en otras circunstancias. En su bata demasiado ancha podía leerse: Doctor L. Tournelle.

– ¿Y bien, doctor?

– No hay ninguna herida aparente, ni ninguna equimosis que haga suponer que hay un traumatismo. Los exámenes oftalmológicos no han mostrado nada anormal. Movilidad ocular, fondo del ojo, todo está en orden. Los reflejos fotomotores, como la contracción de la pupila, también están bien. Y, sin embargo, Ludovic Sénéchal no puede ver absolutamente nada.

– ¿Y qué le sucede?

– Vamos a hacerle otros exámenes, y en primer lugar una resonancia magnética para descartar un tumor cerebral.

– ¿Un tumor puede provocar ceguera?

– Sí, si comprime el quiasma óptico.

Lucie tragó saliva con dificultad. Ludovic sólo era un recuerdo lejano, pero a pesar de ello no dejaban de haber compartido siete meses de su vida.

– ¿Y puede curarse?

– Depende del tamaño, de la posición, de si es maligno o benigno. Prefiero no decirle nada más antes del escáner. Si lo desea, puede ver a su amigo en la habitación 208.

El doctor la saludó con mano firme, antes de alejarse raudo. Lucie no se atrevió a subir los pisos a pie y esperó el ascensor. Sus dos noches en vela en el ala de pediatría, entre llantos y vómitos, habían agotado sus fuerzas. Afortunadamente, su madre la relevaba durante el día para que pudiera dormir un poco.

Tras llamar suavemente a la puerta, entró en la habitación de Ludovic. Estaba acostado en la cama, con la mirada fija. Lucie sintió un nudo en la garganta. No había cambiado… La calvicie más acentuada, eso sí, pero conservaba los rasgos de tipo maduro, de rostro dulce y redondo, que la atrajeron en Internet.

– Soy Lucie…

Se volvió hacia ella. Sus pupilas no la miraban directamente, sino que se clavaban en la pared, justo al lado. Lucie sintió un escalofrío y se frotó los hombros. Ludovic trató de sonreír.

– Acércate si quieres, no es contagioso.

Lucie avanzó unos pasos y le tomó la mano.

– Te pondrás bien.

– Es curioso que marcara tu número, ¿no? Hubiera podido ser cualquier otro…

– Y también es casualidad que me encontrara precisamente aquí. Ahora mismo, los hospitales son mi especialidad.

Le explicó lo que le sucedía a Juliette. Ludovic conocía a las gemelas, y las chiquillas le tenían mucho aprecio. Lucie se sentía nerviosa, pensaba en aquel horror que tal vez estuviera madurando en la cabeza de su ex.

– Descubrirán qué te está pasando.

– Supongo que te han hablado del tumor…

– No es más que una hipótesis.

– No hay ningún tumor, Lucie. Es a causa de la película.

– ¿Qué película?

– La del pequeño círculo blanco. La encontré ayer en casa de un coleccionista. Era…

Lucie observó que sus dedos se aferraban a la sábana.

– Era extraña.

– ¿Por qué extraña?

– Tan extraña que he perdido la vista, ¡mierda!

Había gritado y temblaba. Tanteó y asió la mano de su interlocutora.

– Estoy seguro de que el antiguo propietario fue a buscar esa película en el desván. Se partió la crisma al subir a la escalera. Algo debió de… no sé, hacer que sintiera la necesidad de subir esos peldaños empinados para visionaria.

Lucie le notaba a punto de estallar. Detestaba ver pasar un mal trago a sus allegados, a los amigos.

– Veré esa película.

Él sacudió la cabeza.

– No, ni hablar. No quiero que…

– ¿Que me quede ciega? ¿Y puedes explicarme cómo unas simples imágenes proyectadas en una pantalla pueden dejar ciego a alguien?

No hubo respuesta.

– ¿La bobina aún está en el proyector?

Tras un silencio, Ludovic acabó por abdicar.

– Sí. Sólo tienes que manipularla como te enseñé. ¿Te acuerdas?

– Sí… Fue con Sed de mal, me parece.

Sed de mal… Orson Welles…

Lanzó un suspiro doloroso. Por sus mejillas rodaban unas lágrimas. Señaló con el índice al vacío.

– Mi cartera debe de estar en la mesita de noche. Dentro hay unas tarjetas de visita. Coge la de Claude Poignet. Es restaurador de películas antiguas, y quisiera que le llevaras la bobina. Que le eche un vistazo, ¿de acuerdo? Me gustaría saber de dónde procede ese metraje. Coge también el anuncio. Tiene la dirección y el número de teléfono del hijo del coleccionista: Luc Szpilman.

– ¿Qué quieres que haga con ello?

– Cógelo… Cógelo todo. ¿Quieres ayudarme? Pues ayúdame, Lucie.

Lucie suspiró en silencio. Abrió la cartera y cogió la tarjeta y el anuncio.

– Ya está.

Él pareció sosegarse. Ahora estaba sentado, con los pies en el suelo.

– Y aparte de eso, Lucie… ¿cómo estás?

– La rutina de siempre. Tantos asesinatos y agresiones como de costumbre. Creo que el paro no va a afectar a la policía.

– Me refería a ti, no a tu oficio.

– ¿Yo? Eh…

– Déjalo. Ya hablaremos.

Le dio las llaves de su casa y le apretó con fuerza la mano. Lucie se estremeció cuando la miró fijamente a los ojos, con su rostro a diez centímetros del suyo:

– ¡Ten cuidado con esa película!

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