Las playas de Sables-d'Olonne se extendían bajo el sol de agosto como un cuarto creciente dorado. Con los ojos ocultos tras unas gafas de sol, Lucie observaba a sus hijas, Clara y Juliette, que llenaban sus cubos con arena mojada y jugaban con sus palas. Unas cuantas gaviotas revoloteaban y del océano llegaba un rumor tibio y tranquilizador. Por todas partes a su alrededor, la gente era feliz y compartía el menor metro cuadrado de playa. El lugar estaba lleno hasta la bandera.
Por segunda vez en menos de una hora, Lucie se volvió hacia el dique. Iba a llegar, de un momento a otro. Él, Franck Sharko, el hombre que ocupaba sus pensamientos desde hacía más de un mes. Aquel cuyo rostro permanecía en lo más hondo de ella misma, como una lucecilla que no se apagara nunca. Tras la detención de Coline Quinat, sólo se habían vuelto a ver tres veces, combinando idas y vueltas relámpago en TGV que daban lugar a abrazos furtivos. En cambio, habían hablado por teléfono casi cada noche. A veces tenían pocas cosas que decirse y otras veces conversaban durante horas. Su relación se iba edificando, con tanteos y torpezas.
A pesar de que habían tratado de evitar el tema, su último caso había dejado una huella indeleble en las mentes de ambos. El sufrimiento interior tardaría en cicatrizar. En las horas siguientes a su detención, Coline Quinat lo confesó todo. Nombres de altos mandos militares, de miembros de los servicios secretos, de algunos políticos y de científicos. En los arcanos de los servicios de sanidad de los ejércitos, a diez metros bajo tierra, se había desarrollado un centro no oficial de investigación y de neurocirugía consagrado al síndrome E y a la estimulación cerebral profunda. Allí se estudiaba, se desarrollaban protocolos experimentales y también se llevaban a cabo operaciones quirúrgicas. Lentamente, pero con toda seguridad, las cabezas pensantes caerían una tras otra. El caso aún estaba en proceso de instrucción, evidentemente, y que tratara con información clasificada no facilitaba las cosas, pero los que tenían que pagar acabarían pagando y pronto. Normalmente…
Lucie miró a sus gemelas, sentadas en un charco de agua. Les había ordenado que permanecieran cerca de ella, dado que había mucha gente. Las niñas jugaban y reían a unos metros de distancia. Un cubo y una pala, la felicidad… Se acabaron los videojuegos. Lucie se había deshecho de todas las consolas. Preservar al máximo a sus hijas del mundo de la imagen, de su violencia intrínseca, de su nefasto efecto sobre la mente. Volver a cosas más sencillas, a los viejos juguetes de madera o de plástico, a las manualidades, a recortar y a pegar. Con el avance de la tecnología, todo se perdía muy rápidamente. En parte, Quinat tenía razón: ¿contra qué muro se estrellaría el mundo?
En una semana, las vacaciones se terminarían. Tendría que regresar a Lille, encerrarse en su apartamento y pensar. Pensar en el futuro, en un mañana que había que mejorar, en una vida donde todo iba demasiado deprisa. Lucie dejó escapar arena entre sus dedos, repitiéndose, de nuevo, que no podría existir ni crecer sin ser policía. Su trabajo era un gen, pegado a lo más profundo de sus células. Su oficio hacía que fuera Lucie Henebelle, le daba su identidad profunda. Sin embargo, sabía que podía mejorar, ser mejor madre y también mejor hija. Tenía la íntima convicción de que lo conseguiría. Era cuestión de voluntad.
En el rostro de Lucie se dibujó una inmensa sonrisa cuando oyó aquel crujir tan particular de la arena justo detrás de ella. Se volvió. Ahí estaba Sharko, con un insólito pantalón de tela, camisa blanca y los ojos ocultos tras su famoso par de gafas remendadas. Lucie se puso en pie y le abrazó. Se besaron. Lucie le acarició la mejilla.
– Te he echado tanto de menos…
Sharko se quitó las gafas, le dirigió una sonrisa, depositó su mochila sobre la arena y señaló con una inclinación de cabeza a las gemelas. Llevaba un paquetito en la mano.
– Son tan guapas… ¿Se lo has explicado?
– ¿Por qué no lo haces tú mismo? ¿No me dirás que eres tímido?
– Son vuestras vacaciones, de las tres. No quisiera ser yo quien os estropeara vuestras partidas nocturnas del juego de la oca.
– Claro que sí, claro que se lo he explicado. Están dispuestas a acogerte en nuestro pequeño apartamento alquilado con una condición.
– ¿Cuál?
Lucie señaló el paquete que el comisario sostenía.
– Que dejes de traerles castañas confitadas cada vez que las ves. ¡Las detestan!
Sharko alzó el paquetito, como si quisiera examinar las golosinas.
– Tienen razón. Son asquerosas.
Se acercó a una papelera, miró una vez más la caja de castañas confitadas y lo arrojó al fondo de la bolsa de plástico. Bajó la tapa. Se acabaron las castañas… Se acabó la salsa de cóctel…
Las chiquillas le vieron y fueron a abrazarle afectuosamente. Las besó en las mejillas y les acarició el cabello con ternura. Le pidieron que jugara con ellas a pelota y él les prometió que regresaría al cabo de unos minutos y les aconsejó que se entrenaran mientras le esperaban. Luego se sentó junto a Lucie, arremangándose los bajos del pantalón.
– ¿Y tu jefe? -preguntó ella.
La mirada de Sharko se perdió en las chiquillas. Lucie nunca había visto tanta intensidad, tanta ternura en los ojos de un hombre.
– Se acabó… Ayer entregó su dimisión al big boss. Mira que hundirse a ocho años de la jubilación, después de tantos sacrificios, de tantos golpes duros… El oficio ha acabado con él.
– ¿Y tú? ¿Y tu puesto en Nanterre? Nosotros… ¿Has pensado en eso?
Sharko agarró un puñado de arena y observó atentamente cómo los granos de arena se escurrían entre sus dedos.
– ¿Sabes que hace unos años lo dejé todo y abrí una juguetería en el Norte? Luego retomé los estudios de criminología y más tarde…
Lucie abrió los ojos como platos.
– ¿Te estás quedando conmigo? ¿Tú, una juguetería?
Rebuscó en su mochila y sacó la pequeña locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para la leña y el carbón. Brillaba bajo el sol.
– La tienda se llamaba El Pequeño Mundo Mágico. Ya no existe, y en su lugar hay una tienda de videojuegos.
Lucie sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Sharko hablaba con mucha emoción.
– El Pequeño Mundo Mágico, es bonito…
Él asintió, ahora el horizonte cautivaba por completo su atención.
– Deseaba hacer un paréntesis en mi vida. Tener tiempo para ver crecer a mi hija. Quería recordar que un día había sido como ella, y que los mejores recuerdos que conservamos son los de los rostros de nuestros padres.
Depositó delicadamente la locomotora sobre la mochila.
– Durante nuestra relación ha sucedido una cosa muy importante. Se ha marchado alguien que ocupaba un gran lugar en mi vida. Alguien que, creo, sólo estaba ahí para explicarme lo que nunca he querido oír.
Lucie estaba nerviosa.
– Me das miedo.
– Tranquila, no quiero volver a ver a esa persona. Y para ello sólo hay una solución: avanzar. Así que, dentro de unos días yo también iré a ver al big boss… Para decirle que…
Juliette se les acercó y les pidió si podía ir a comprar un helado, interrumpiendo la explicación de Sharko. Rápidamente, Lucie miró hacia el vendedor de helados, a una decena de metros, en el dique. Quiso ponerse en pie para acompañarla, pero Sharko la asió de la muñeca.
– Espera, déjame acabar. Tengo que decirlo todo ahora.
Lucie le dio un billete a su hija.
– Ve con Clara y volvéis enseguida, ¿de acuerdo?
Juliette asintió. Las dos chiquillas corrieron entre la masa de turistas. Sharko se puso de nuevo a desgranar arena, mientras Lucie vigilaba a sus hijas a distancia.
– Te decía que le escribiré al boss para decirle que dimito. Si… Si me quieres. No sé si funcionará. Tengo viejos hábitos y además… necesitaré una habitación especial para mis trenes, y las niñas no podrán tocarlos, ya que…
Lucie se inclinó de repente hacia él y le abrazó contra su pecho.
– ¿Quiere decir que sí? ¿Que te vienes al Norte?
Apoyó el mentón en el hueco del hombro de Lude y bajó los párpados.
– A mi edad aún puedo intentar muchas cosas, ¿no crees? No soy muy diplomático, pero eso no me impide ser bueno como comerciante. Y además… Tengo bastante dinero en mi cuenta, no soy manirroto, precisamente. ¿Sabes si el Némo, en la calle Solitaires en el Vieux-Lille, aún sigue en venta?
Lucie le pasó una mano por debajo de la camisa y le acarició cariñosamente la espalda. Adoraba aquellos instantes a su lado, aquello tenía que durar más y más.
– Franck…
Callaron unos segundos, rodeados de los rumores de la playa. Risas, gritos y el murmullo del viento. En aquel puro instante de felicidad, de mimos, Lucie echó un vistazo hacia la caravana donde vendían helados. Siluetas animadas atravesaban continuamente su campo de visión, la playa estaba llena de gente. Alargó el cuello y pudo entrever en el tumulto a las cinco o seis personas que esperaban su helado. Ni rastro de sus hijas. Lucie se inclinó aún más mientras Sharko, que se había puesto en pie, se quitaba la camisa.
– Frank, ¿ves a las niñas cerca del puesto de helados? Una lleva un bañador rosa y la otra amarillo.
De pie, Sharko se puso de nuevo las gafas de sol. Lucie se puso en pie, con un nudo en la garganta. Escudriñó hacia la playa, la orilla del mar, vio las palas y los cubos abandonados al sol. Sus ojos regresaron a la cola, los alrededores de la caravana. Chiquillos, familias, centenares de coches con parabrisas que lanzaban reflejos que la cegaban.
– ¡Dime que las ves!
Sharko no respondió. Algo había cambiado en su actitud. Se dirigió primero hacia el dique, aceleró el paso y se echó finalmente a correr. Lucie le siguió, mirando a derecha e izquierda. La gente gruñía, porque sus pasos apresurados arrojaban arena sobre sus cuerpos aceitosos. Cuando Lucie llegó a la cola, la sangre batía en sus sienes. Preguntó a las personas que aguardaban.
– He visto a unas gemelas -dijo una mujer-. Se fueron con un hombre hacia la carretera.
Lucie se precipitó en dirección a la carretera sin respirar, quemándose los pies sobre el asfalto. Corrió por un lado del dique, Sharko por el otro…
Y entonces surgió un grito de lo más profundo de su garganta. Un grito milenario.
El de la madre que instintivamente sabe que a su prole le ha ocurrido una desgracia.