Aquella tarde, el mistral soplaba con fuerza, una bofetada caliente que plantificaba salpicaduras del Mediterráneo sobre los rostros bronceados. Sharko y Lude descendieron por la Canebière a pie, él con unas gafas de sol remendadas y una cartera, y ella con una pequeña mochila. A aquella hora y en aquella época del año, los alrededores del Vieux-Port eran inaccesibles en automóvil debido a la marabunta de turistas. Las terrazas desbordaban, las barcas y los yates desfilaban, y se respiraba un ambiente de fiesta.
O casi. Durante el trayecto desde París, los dos policías no habían dejado de hablar del caso ni un segundo. La bobina mortal, el comportamiento paranoico de Szpilman, el misterioso canadiense anónimo… Un embrollo inextricable en el que las pistas y las deducciones parecían inconexas las unas respecto a las otras.
Así que, en aquel momento, cifraban todas sus esperanzas de esclarecer el asunto en Judith Sagnol.
Se alojaba en el Sofitel, un cuatro estrellas que disponía de una espléndida vista sobre la entrada del Vieux-Port y la Bonne-Mère, magnífica basílica menor católica. Frente al establecimiento había palmeras, mozos de equipaje y coches de lujo. En el vestíbulo, la recepcionista anunció a los dos «periodistas» que Judith Sagnol había salido a un recado y que les rogaba que la aguardaran en el bar del lujoso establecimiento. Lucie echó un vistazo a su reloj, inquieta.
– Menos de dos horas antes del regreso… El último París-Lille es a las once de la noche. Si perdemos el TGV de las 18:28 en Saint-Charles, no podré volver al Norte.
Sharko se dirigió al bar.
– A ese tipo de gente le gusta hacerse esperar. Date prisa, por lo menos aprovecharemos la vista.
La recepcionista fue a por ellos a eso de las cinco y media a la terraza de la piscina y les indicó que la señora Sagnol les esperaba en su habitación. Lucie hervía de rabia. Fue a aislarse a un rincón, con el móvil pegado a la oreja. La conversación con su madre fue menos problemática de lo que pensaba: Juliette había comido mucho y su sistema digestivo recuperaba unas funciones más o menos normales. Si todo seguía así, le darían el alta dentro de un par de días. La luz al final del túnel, por fin.
– ¿Puedes apañártelas hasta mañana? -preguntó Marie Henebelle a su hija.
Ése era el estilo de su madre. Lucie miró a Sharko, que aguardaba solo en su mesa.
– Me las apañaré…
– ¿Dónde vas a dormir?
– Ya me arreglaré. ¿Me pasas a Juliette?
Intercambió con su hija algunas palabras familiares y, con una sonrisa en los labios, Lucie regresó junto a Sharko cuando éste sacaba su cartera.
– Deje -dijo ella-. Pago yo.
– Como quieras… Yo tenía el importe casi al céntimo…
Pagó la cerveza y el Diabolo de menta con una mueca: veintiséis euros y cincuenta céntimos, no era moco de pavo… Se dirigieron al ascensor.
– ¿Y la pequeña?
– Saldrá pronto.
El comisario asintió lentamente con la cabeza, casi dibujó una sonrisa.
– Perfecto.
– ¿Tiene usted hijos?
– Está bien este ascensor…
No intercambiaron palabra ni una mirada durante el ascenso. Sharko miraba fijamente los botones que se iluminaban progresivamente, y pareció aliviado cuando por fin se abrió la puerta. Recorrieron un largo pasillo acolchado, en silencio.
Lucie se estremeció cuando Judith les abrió la puerta. A sus casi ochenta años, la pin-up de los años cincuenta conservaba la mirada sombría y penetrante de la que hacía gala en la película. Sus iris eran de un negro profundo, su cabello ondulado color acero caía sobre sus hombros desnudos y bronceados. La cirugía estética había causado estragos, pero no llegaba a ocultar que aquella mujer un día fue bella.
Vestida ligeramente -un sencillo vestido de seda azul, descalza y con las uñas pintadas de rojo cereza-, les invitó a salir al balcón e hizo que les subieran una botella de champagne Veuve Clicquot. La cama estaba sin hacer y Lucie observó que a los pies de una cómoda había unos calzoncillos de hombre. Sin duda un gigoló por cuyos servicios pagaba.
Una vez sentada, Judith cruzó las piernas a la manera de una starlette fatigada. No se disculpó por su retraso. Sharko no se andaba por las ramas y le mostró su identificación de policía tricolor.
– No somos periodistas, sino policías. Hemos venido para interrogarla acerca de un film antiguo en el que usted participó.
Lucie suspiró discretamente, mientras Judith esbozaba una sonrisa irónica.
– Ya me lo temía. Creo que aún no han nacido los periodistas que puedan interesarse en mí…
Se miró las uñas de reciente manicura durante unos segundos.
– Dejé de rodar en 1955. Han transcurrido ya muchos años para remover el pasado…
Sharko sacó un DVD grabado de su cartera y lo depositó sobre la mesa.
– 1955. Perfecto. Queremos hablar del film grabado en este DVD. Mi colega recuperó la bobina original en el domicilio de un coleccionista llamado Wlad Szpilman. ¿El nombre le dice algo?
– Nada.
– He visto que en el salón hay un reproductor de DVD y un televisor. ¿Nos permite que le mostremos la película?
Repasó a Sharko de la cabeza a los pies con la misma mirada arrogante que dirigía al cámara al principio del cortometraje.
– Desde luego; no me dejan otra opción.
Judith introdujo el disco en el aparato. Menos de diez segundos después, el film comenzó. Plano de la actriz, de unos veinte años, lápiz de labios oscuro, traje de Chanel, mirada fija a la cámara. Manifiestamente, aquel visionado incomodaba a la septuagenaria. Una expresión inquieta tensó sus rasgos. Tras la escena del ojo cortado, empuñó el mando a distancia y apretó la tecla de stop. Se puso en pie rauda y fue a servirse una copa de champagne. Sharko y Lucie se miraron brevemente y se reunieron con ella en el balcón.
La vieja voz espetó, seca:
– ¿Qué desean?
Sharko se apoyó en la balaustrada, dando la espalda al puerto y a los veraneantes que limpiaban sus embarcaciones, a sus pies. Un sol de justicia le daba en la nuca.
– Así que ésta fue su última película…
Ella asintió sin abrir los labios.
– Hemos venido en busca de información, de todo cuanto pueda contarnos acerca de ese rodaje. Acerca de sus fines. Acerca de la chiquilla, las niñas y los conejos.
– ¿De qué me está hablando? ¿Qué niñas?
Lucie sacó una foto de la chiquilla en el columpio y se la tendió.
– Ésta. ¿No la ha visto nunca?
– No, no. Nunca… ¿Actuaba en el film?
Lucie se guardó de nuevo la foto con un regusto de decepción. La parte en la que aparecía Sagnol debió de rodarse de manera independiente de las secuencias de la chiquilla. Judith se llevó la copa a los labios, bebió un pequeño sorbo y volvió a dejar su copa, con la mirada perdida.
– Ignoraba, y aún ignoro, la naturaleza de la película para la que Jacques me contrató. Debía filmar unas escenas de amor y me pagaba una suma cuantiosa. Yo necesitaba dinero y cualquier papel me convenía, y lo que hicieran luego con esas imágenes me importaba muy poco. Cuando se ejerce un oficio como el mío, es mejor no hacerse muchas preguntas.
Señaló la botella con el mentón.
– Sírvanse. Con este calor no se mantendrá frío mucho rato. Hubo un tiempo en el que hubiera tenido que trabajar un mes entero para pagarme una de estas botellas.
Sharko no se hizo rogar. Llenó dos flautas y ofreció una a Lucie, que le dio las gracias con un gesto de cabeza. A fin de cuentas, un poco de alcohol no le sentaría mal tras las peripecias de aquellos últimos días. Judith dejó que los recuerdos afloraran lentamente.
– Nunca hubiera imaginado que volvería a ver esas imágenes…
– ¿Quién era el realizador?
– Jacques Lacombe.
Lucie se apresuró a anotar la información en su cuaderno. Finalmente disponían de una identidad que, por sí sola, justificaba el desplazamiento hasta Marsella.
– Le conocí en 1948, apenas tenía dieciocho años y la cabeza llena de ideas. En aquella época, filmaba las funciones de magia del Trois Sous, una sala de espectáculos parisina, con su cámara ETM P16. Yo me ocupaba de vestir y maquillar a las bailarinas del cabaret.
Remedó los gestos.
– Pintalabios vivo, pelucas rubias, vestidos negros de puntilla transparente, y sin olvidar el cigarrillo largo Vogue… Lo del cigarrillo fue idea mía, ¿saben? Y en aquellos años causó furor.
Su mirada se evadió durante unos segundos.
– Con Jacques tuve una bonita historia que duró un año. Descubrí a un hombre inteligente, adelantado a todos los demás. Alto, moreno y con unos ojos en los que se podía ver el océano. Con una retirada a Delon.
Bebió un sorbo de champagne sin dar muestras de apreciarlo.
– Jacques era un verdadero experimentador del cine, se salía de los caminos trillados. Para él, había dos maneras de ver un film: a través de la narración, del guión, pero sobre todo por su propio soporte, al que los demás cineastas no sacaban partido o ignoraban por completo. Él trabajaba sobre la propia película, que rascaba, agujereaba, rayaba o quemaba. La película no era simplemente una superficie sensible sobre la que impresionar, sino un territorio de inscripción por el que podía transitar el arte. Si le hubieran visto, frente a la película… Era como si abrazara a una mujer.
Sonrió para sí misma.
– Jacques estaba influenciado por las prácticas más antiguas del cine gráfico europeo, como la sobreimpresión de los cineastas surrealistas como Luis Buñuel o Germaine Dulac. La misma secuencia del ojo cortado del principio está directamente inspirada en el film Un perro andaluz de Luis Buñuel y Salvador Dalí. Una manera de rendir homenaje a sus influencias.
Lucie trataba de tomar apuntes, pero la anciana no cesaba de hablar.
– También frecuentaba los círculos de magos de una manera más íntima. Houdini, aunque ya había fallecido, le fascinaba. Recuerdo cómo Jacques utilizaba la cámara aumentando la velocidad de los fotogramas para descomponer los gestos de los prestidigitadores y penetrar en sus secretos. Pasaba horas, días enteros, trabajando sus rushes, encerrado en su pequeño estudio de Bagnolet. También le interesaba mucho la pornografía, y analizaba los planos, los mecanismos del placer desencadenados por la imagen. Conocía la ciencia del montaje, en una época en la que el material disponible era muy rudimentario, y también había inventado un sistema de máscaras que podían acoplarse a la óptica. Realizó numerosos minifilms experimentales, de pocos minutos, en los que lograba captar la atención y desenmascarar la propia relación con la violencia y el arte. Siempre me subyugaba, me sorprendía, me hacía estremecer. El público y el mundo del cine, sin embargo, no se interesaban en absoluto por su trabajo y su talento, y Jacques llevaba mal esa falta de reconocimiento.
Lucie reaccionó de inmediato, aprovechando el flujo de recuerdos.
– ¿Le explicaba sus técnicas? ¿Le habló alguna vez de imágenes subliminales?
– No, sus experimentos los mantenía en secreto. Era su coto vedado. Aún hoy en día, en algunos de sus films recuperados hay procedimientos que ni siquiera los cineastas experimentales contemporáneos son capaces de comprender.
– ¿Y luego?
– Jacques comenzó a perder el norte, no lograba triunfar. Los productores le dejaban de lado. Le vi beber mucho vodka y utilizar drogas duras para tratar de aguantar, trabajar día y noche. Se hartó de mí y rompimos… Me partió el corazón.
Ella miró hacia el mar, observó un paquebote que salía del puerto, y siguió hablando.
– En la época en que nos frecuentábamos, me hizo descubrir los arcanos del cine y conocer a personas poco recomendables. Yo tenía buen tipo, con unos pechos a lo Garbo, que entonces la gente adoraba. Así que empecé a rodar películas eróticas para ganarme la vida.
Suspiró. Sharko había decidido aprovechar al máximo el champagne, y se sirvió de nuevo. Había calculado que cada flauta costaba treinta euros y cada sorbo era aún mejor que el anterior.
– Un año más tarde, en 1950, Jacques se marchó a Colombia a rodar Los ojos del bosque, su único largometraje. Había conseguido una financiación ridícula que a duras penas le permitía alquilar el material y contratar un pequeño equipo colombiano. Ese film le hundió definitivamente. Por culpa de eso, Jacques tuvo un montón de problemas con la justicia francesa y estuvo en un tris de ir a la cárcel.
– Nunca había oído hablar de esa película… ¿Ha dicho que se llamaba Los ojos del bosque? -Sí, no llegó a estrenarse… censurada completamente. Y hoy es imposible hallarla, todas las bobinas fueron destruidas o desaparecieron como por arte de magia. A mí me la dejó ver Jacques, una vez acabado el montaje… -Hizo una mueca -. Era una película de caníbales, una de las primeras del género, y estaba muy orgulloso de ella. Pero ¿cómo podía sentirse orgulloso de aquel horror? En mi vida he visto una película tan vil y repulsiva.
La voz de Judith se había vuelto ronca. Sharko se acomodó de nuevo ante la mesa, junto a Lucie.
– ¿Cuáles fueron los motivos de sus problemas con la justicia?
– Los ojos del bosque requirió varias semanas de rodaje en plena selva, bajo la lluvia y con un calor sofocante. El equipo era víctima de los ataques de los insectos y estaba totalmente aislado del mundo. En aquellos tiempos, las condiciones de rodaje no eran tan cómodas como hoy en día. Uno se iba con las cámaras y unas tiendas de campaña a los hombros. Según me contó Jacques, algunos colombianos del equipo contrajeron enfermedades: paludismo, leishmaniosis…
– ¿Y qué tenía que ver la justicia con todo eso?
Ella arrugó la nariz, y exhibió unos dientes tan perfectos como falsos.
– En el último tercio de la película aparecía una mujer empalada en una estaca, por la boca y el ano. Era una secuencia abominable… ¡tan realista! Jacques tuvo que probar ante un tribunal que la actriz colombiana aún seguía con vida y demostrar cómo había llevado a cabo el trucaje.
Judith se sirvió champagne de nuevo. Parecía muy perturbada. Sharko veía en ella a un polluelo asustadizo, a una anciana que trataba de detener el paso del tiempo a pesar de ser incapaz de conseguirlo.
– Cuando regresó de ese maldito país ya no era el mismo, había cambiado. Como si la selva y sus sombras hubieran dejado su impronta en él. Jacques había rodado con salvajes, con tribus que por primera vez habían estado en contacto con seres civilizados. Jamás he podido olvidar uno de los numerosos planos escalofriantes del film: unas cabezas alineadas en la orilla de un río y clavadas en estacas. Sólo Dios sabe qué pasó allí, en lo más remoto de ese país de salvajes…
Se frotaba los brazos, como si sintiera frío.
– El fracaso del film fue un nuevo mazazo para Jacques. De un día para otro, desapareció del paisaje cinematográfico francés. Él y yo seguíamos en contacto, seguimos siendo amigos y yo nunca perdí la esperanza de conquistarlo de nuevo. Al cabo de unos meses, sin embargo, dejé de tener noticias suyas. Un día fui hasta su estudio. Jacques se había llevado todo su material y sus films. Su más fiel asistente me dijo que se había marchado a Estados Unidos, así, de un día para otro.
– ¿Sabe por qué se marchó?
– No está claro. Su asistente estaba convencido de que tenía allí un buen proyecto. Alguien había visto sus films y quería trabajar con él. Pero nunca supimos nada más. Nadie supo qué había sucedido realmente.
– Nadie, excepto usted…
Asintió con la cabeza, la mirada perdida.
– En 1954, tres años más tarde, tras mucho tiempo sin noticias de él, recibí de repente una llamada suya. Jacques me pidió que fuera a Montréal, me ofrecía unos días de trabajo y me los pagaba muy generosamente. En aquella época, mi trabajo era muy duro. Eran los tiempos en que me desvestía más a menudo ante una cámara que en mi vida cotidiana, y todo para ganarme cuatro perras. Rodar desnuda nunca me importó, al contrario, me decía que era una buena manera de convertirme en una estrella, pero ya saben, las ilusiones perdidas… Yo reproducía el fracaso de Jacques, no conseguía más que rodar en películas espantosas, para tipos con más cara que espalda… Así que, sin dudarlo, acepté, necesitaba dinero. Y también era para mí una ocasión de volver a verle, incluso, quién sabe, de reencontrarnos. Le pedí que me enviara el guión, y me dijo que no era necesario. Me lancé a la piscina a ciegas. Me pagó la mitad de lo acordado, me costeó el viaje y así me fui a Canadá…
Seguía presa de la inquietud. Los dos policías estaban pendientes de sus palabras, Lucie incluso había olvidado tomar notas. Judith se abandonaba al champagne, y su expresión oscilaba entre la cólera, la ternura y el miedo. Tras cincuenta años en el fondo de un pozo todo volvía a ascender a la superficie.
– En cuanto llegué a Canadá me di cuenta de que había cometido un error. La mirada de Jacques no he vuelto a verla en ningún hombre: lúbrica, fría e indiferente. Tenía el cráneo casi rasurado y el aspecto de un tipo vulgar. Ni siquiera me abrazó, a mí, con quien había pasado tantas noches. Me llevó hasta el lugar del rodaje sin darme explicación alguna acerca de sus años de ausencia, sobre su carrera. Llegamos a unas antiguas fábricas de tejidos, completamente abandonadas, cerca de Montréal, ignoro dónde exactamente. Sólo estaban él, su cámara, su material y unos individuos con guantes y vestidos de negro. Yo no podía ver sus rostros, llevaban capuchas. También había colchones. Y comida para varios días. La sala había sido acondicionada al fondo de un almacén… Me di cuenta de que iba a pasar mis días y mis noches en aquel lugar lúgubre. Y entonces oí su voz. «Ponte en pelotas, Judith, baila y deja que te metan mano.» Era otoño y tenía frío, y miedo, pero obedecí. Para eso me pagaban. Y duró tres días, tres días infernales. Supongo que ya han visto las escenas de sexo de la película, así que conocen el resto…
– No hemos visto las escenas enteras -corrigió Sharko-. Sólo imágenes fijas y ocultas, imágenes subliminales.
A la anciana le costó tragar saliva.
– Otro de sus trucos abracadabrantes…
El comisario se inclinó hacia delante.
– Háblenos de las otras secuencias, por ejemplo ‹le la suya desnuda en el campo, sobre la hierba, como muerta.
Judith se puso tensa.
– Era la segunda parte importante del rodaje: debía permanecer tumbada, inmóvil y desnuda, en un prado, cerca de unas fábricas. Afuera, hacía menos de cinco grados. Dos de los hombres que habían hecho el amor conmigo me maquillaron el vientre con una herida espantosa. Pero al tumbarme sobre la hierba empecé a temblar, tenía frío y me castañeteaban los dientes. Jacques estaba furioso porque yo no era capaz de dejar de moverme. Se sacó una jeringuilla del bolsillo y me pidió que extendiera el brazo. Él… -Se llevó una mano a la boca-. Me dijo que me evitaría tener frío y moverme… Y, además, me dilataría las pupilas, como un auténtico cadáver.
– ¿Y lo hizo usted?
– Sí. Quería cobrar lo que aún me debía, había hecho el viaje hasta allí y quería complacer a Jacques. Habíamos vivido juntos y creía conocerle. Cuando me clavó la aguja, me sentí de inmediato desconectada del mundo, ya no tenía frío y era casi incapaz de moverme. Me tumbaron sobre la hierba.
– ¿Sabe qué producto le inyectaron?
– Creo que se trataba de LSD. Semanas más tarde, y de manera extraña, esas tres letras cuyo significado desconocía en aquella época me volvían a la cabeza cuando recordaba la escena. Sin duda las pronunció mientras yo estaba colgada.
Las miradas de los policías se encontraron frente a frente. LSD… La droga experimental utilizada en el proyecto Artichoke, tema de uno de los libros robados en casa de Szpilman.
– A Jacques siempre le gustó el realismo, la perfección, y el maquillaje no le bastaba, así que…
Judith se puso en pie y levantó bruscamente la falda de su vestido, mostrando sin complejo alguno su desnudez. Su vientre bronceado estaba cubierto de cicatrices blanquecinas que parecían pequeñas sanguijuelas bajo su piel. Sharko se echó atrás en su silla a la vez que suspiraba, mientras Lucie permanecía inmóvil, con la boca crispada. Ver aquel cuerpo gastado y mortificado por sufrimientos pasados bajo el sol marsellés, tenía algo siniestro.
Judith soltó el bajo de su falda, que le cayó hasta las rodillas.
– Durante las laceraciones no sentí el dolor, ni siquiera entendía lo que estaba sucediendo, tenía como… alucinaciones. Jacques rodó así horas y horas y añadió nuevos cortes. Se trataba de cortes superficiales, no corría sangre, y los amplificaba a base de maquillaje. En sus ojos, mientras me cortaba, había algo escalofriante. Fue entonces cuando entendí…
Los policías se mantuvieron en silencio, incitándola a que prosiguiera.
– Comprendí que a aquella actriz colombiana la había matado de verdad. Había llegado hasta el final, estaba claro.
Sharko y Lucie se miraron brevemente. Judith estaba al borde de las lágrimas.
– Ignoro cómo se las apañó con la justicia francesa, debió de presentar a una mujer muy parecida a aquella pobre desgraciada y logró engañarlos. Pero en lo que a mí respecta, no mintió. Me pagó el dinero prometido.
Lucie apretó con fuerza su lápiz. Jacques Lacombe parecía acomodado, puesto que había pagado generosamente a Judith. Y, sin embargo, si había logrado imponer su cine en Estados Unidos y ganar algo de dinero, ¿qué hacía en un almacén cochambroso en Quebec rodando escenas infernales?
– Había quedado desfigurada de por vida pero, una vez de vuelta en Francia, tenía de qué vivir decentemente y sacar la cabeza del agua. Tuve la suerte de conocer más tarde a un hombre bueno, que había visto mis películas y a pesar de todo me amaba.
Lucie habló con voz dulce. A pesar de su riqueza, aquella mujer le daba pena.
– ¿Nunca informó a la policía? ¿No presentó denuncia?
– ¿Para qué? Mi cuerpo estaba destrozado, y no hubiera cobrado la otra mitad del dinero pendiente. Lo hubiera perdido todo.
El comisario miró a Judith a los ojos.
– ¿Sabe por qué rodaba esas escenas, señora Sagnol?
– No, ya les he dicho que ignoraba el contenido de…
– No me refiero al contenido del film. Me refiero a Jacques Lacombe. A Jacques Lacombe, que volvió a llamarla después de años sin noticias suyas. Jacques Lacombe, que la mutiló. Jacques Lacombe, que la filmó en las posiciones más impúdicas… ¿Por qué realizar un film con esas escenas? ¿Cuál era el objetivo, en su opinión?
Ella pensó. Sus dedos jugueteaban con el zafiro de buen tamaño que lucía en el dedo corazón.
– Para alimentar a almas perversas, comisario…
Se perdió en un largo silencio antes de continuar.
– Ofrecerles el poder, el sexo y la muerte a través del cine. Jacques no pretendía únicamente provocar o impresionar mediante la imagen. Siempre trató de que la imagen influyera sobre el comportamiento humano, ése era el objeto de su obra. Sin duda por esa razón se interesó tanto por la pornografía… Ya que, un hombre que mira una película porno, ¿qué hace?
Con la mano imitó un gesto sin ambigüedad.
– La imagen actúa directamente sobre sus pulsiones, su libido, penetra en su interior y le obliga a actuar. Eso es, en el fondo, lo que Jacques deseaba. Allí, en Canadá, cuando se refería al poder de la imagen, siempre hablaba de una cosa extraña…
– ¿De qué?
– El síndrome E. Sí, eso era, el síndrome E.
Sharko sintió un peso en el pecho. Era la segunda vez que aparecía el término, y siempre en circunstancias siniestras.
– ¿Qué significa?
– No lo sé. Lo repetía siempre. El síndrome E, el síndrome E… Como si fuera una obsesión. Una conquista inalcanzable.
Lucie anotó la expresión y la rodeó con un círculo, antes de dirigirse a Judith.
– ¿Tuvo la sensación de que Lacombe trabajara con otro colaborador? ¿Un médico o científico?
Ella asintió.
– Vino a verme un hombre, un médico, sí, sin duda. Era quien proporcionaba las jeringuillas de LSD. Ambos se conocían, eran cómplices.
El cineasta, el médico… Correspondía al perfil de los asesinatos de El Cairo, y también al de Claude Poignet. Luc Szpilman había hablado de un hombre de unos treinta años, así que de ninguna manera podría tratarse de Lacombe, quien en la actualidad sería ya anciano. ¿Quién podía ser, entonces? ¿Alguien obsesionado por su obra? ¿Un heredero de su locura?
– … Pero todo queda ya muy lejos, demasiado lejos como para que pueda contarles más cosas. Eso sucedió hace medio siglo, y todo cuanto sucedió allá está fragmentado en mi cabeza. Ahora que sabemos las desgracias causadas por esa mierda del LSD, me digo que tengo suerte de seguir viva.
Sharko vació su copa de champagne y se puso en pie.
– Le agradeceríamos que viera la película íntegramente, por si recordara algún detalle.
Asintió débilmente. Los policías percibían que estaba conmocionada.
– ¿Qué ha hecho Jacques para que, cincuenta años después, se interesen por él?
– Aún no lo sabemos, desgraciadamente, pero estamos investigando esta extraña película.
Una vez visto el film, Judith exhaló un largo suspiro. Encendió un cigarrillo largo con boquilla y expiró una voluta de humo.
– Es su estilo, la manera de filmar, la obsesión por los sentidos, el juego de máscaras, la luz y ese ambiente putrefacto. Traten de ver sus cortometrajes, las crash movies, y lo entenderán.
– Lo haremos. ¿Este film no le sugiere nada más? Los decorados, los rostros de las niñas…
– No, no, lo siento.
Parecía sincera. Sharko extrajo una tarjeta en blanco de su cartera y anotó en ella su nombre y su número de teléfono.
– Por si recuerda algún otro detalle.
Lucie también le entregó su tarjeta.
– No dude en ponerse en contacto con nosotros.
– ¿Jacques está vivo?
Sharko le respondió de inmediato.
– Averiguarlo y dar con él es nuestra prioridad.