Al lado de Lucie, el individuo se quitó por fin las gafas de sol y las guardó en la guantera junto con el revólver.
– No quiero hacerle daño. Disculpe mis maneras algo abruptas, pero necesitaba que me siguiera sin hacer tonterías.
Lucie sintió que su cuerpo se deshacía de la presión. Mientras seguía atenta a la carretera, miró a su interlocutor. Sus iris eran profundamente azules, protegidos por espesas cejas grises.
– ¿Quién es usted?
– Conduzca. Hablaremos más tarde.
Desfilaron nombres de ciudades y pueblos: Terrebonne, Mascouche, Rawdon. Las zonas que atravesaban estaban cada vez más despobladas. Tomaron una carretera de rectas interminables, rodeada de bosques de arces y de resiníferos hasta donde alcanzaba la vista. Sólo se cruzaron con unos pocos coches y camiones. Se hizo de noche. De vez en cuando se avistaban pequeños puntos luminosos, embarcaciones que debían de surcar los ríos o los lagos. Habían recorrido un centenar de kilómetros cuando el individuo le indicó que girara en un camino. Los faros iluminaban los grandes troncos negros, de una altura que daba vértigo. Lucie se sentía al borde del abismo, durante la última media hora no había visto más que dos o tres casas.
Un chalet apareció en la oscuridad. Cuando la policía puso los pies en el suelo, desasosegada, oyó el mugido furioso de un torrente. El soplo fresco del viento le agitó los cabellos. El hombre se entretuvo unos segundos, con la mirada fija en las tinieblas, unas tinieblas más profundas que en cualquier otro lugar. Abrió la puerta del chalet. Lucie entró. El interior de la estancia olía a guiso de caza. Una estufa de leña presidía el fondo de la sala, frente a una amplia cristalera que daba a un gran lago sobre cuya superficie centelleaba la luna. En un rincón, unas cañas de pescar, un arco, sierras de leñador así como unos moldes de madera junto a personajes de azúcar de arce.
Resoplando, el canadiense depositó su arma sobre la mesa y se quitó la gorra, descubriendo un puñado de cabellos canosos. Cuando se quitó la chaqueta, aún pareció más viejo y delgado. Su aspecto era el de un hombre cansado y ajado.
– Sólo aquí podremos hablar tranquilamente y con seguridad.
Había abandonado su acento americano y hablaba con el propio de Quebec. Lucie comprendió en el acto: conocía aquella voz.
– ¿Fue usted con quien hablé por teléfono cuando llamé desde el móvil de Wlad Szpilman?
– Sí. Me llamo Philip Rotenberg.
De nuevo, acento americano. Un verdadero camaleón sonoro.
– Cómo…
– ¿Cómo la he localizado? Tengo una fuente bien situada en la Sûreté de Quebec. Se puso en contacto conmigo de inmediato a la que llegó a sus oídos su solicitud de comisión rogatoria. Una joven policía francesa que quería investigar en los archivos nacionales de Montréal. Inmediatamente até cabos con la famosa llamada, unos días antes. Yo sabía su hora de llegada, su hotel. La sigo desde ayer. He visto que era de fiar.
Rotenberg vio que Lucie se sentía mal. Se acercó a ella y la ayudó a llegar hasta el sofá.
– Agua, por favor -le pidió ella-. No he bebido apenas y he comido muy poco. Y no ha sido un día tranquilo, precisamente.
– Ah, sí, discúlpeme. Claro.
Se dirigió a la cocina y regresó con embutidos, pan, agua y cervezas. Lucie bebió varios vasos de agua y comió unas rodajas de salchichón antes de recobrar parte de su lucidez. Rotenberg se había abierto una cerveza. La miraba atentamente, rodeando la botella con las manos.
– En primer lugar, tiene que saber quién soy. Durante mucho tiempo trabajé en un ilustre bufete de defensa de los derechos civiles, en Washington, con Joseph Rauth, un gran, gran abogado. ¿Le suena el nombre?
Washington… Allí donde había residido el cineasta Jacques Lacombe.
– Para nada.
– Entonces sabe menos de lo que creía.
– Estoy en Canadá para obtener respuestas. Para tratar de… descubrir por qué se mata para recuperar un film de hace cincuenta años.
Él respiró profundamente.
– ¿Quiere saber por qué? Porque todo está en ese film, Lucie Henebelle. Porque en su interior se oculta la prueba de la existencia de un proyecto secreto de la CIA que utilizó a desgraciados conejillos de Indias para realizar experimentos. Ese proyecto fantasma, cuya existencia todo el mundo ignora, se desarrolló paralelamente al proyecto Mkultra.
Lucie se mesó los cabellos y se los alisó hacia atrás. Mkultra… Le había parecido ver ese término en la biblioteca de Szpilman, entre los libros de espionaje.
– Lo siento… pero no sé de qué me habla.
– En ese caso, tendré que explicarle muchas cosas.
Philip Rotenberg se dirigió hacia la estufa y la alimentó con unos troncos.
– En los bosques boreales, las noches son frescas incluso en julio.
Partió unas astillas, añadió una pastilla de combustible y la encendió con una cerilla. Durante unos segundos observó cómo prendía el fuego. Lucie tenía frío y se frotaba los brazos.
– En 1977, yo apenas tenía veinticinco años… Bufete Rauth, Washington. Dos personas, un padre y un hijo, se presentaron en el despacho de Joseph. El hijo, David Lavoix, llevaba un artículo del New York Times, y el padre parecía… perturbado. David Lavoix extendió la página que hablaba del proyecto Mkultra. Para su información, el New York Times fue el primero que, dos años antes, en 1975, había levantado la liebre al revelar que la CIA había llevado a cabo, entre los años cincuenta y sesenta, experimentos de control mental con ciudadanos norteamericanos, la mayoría a espaldas de éstos. Se crearon comisiones de investigación y se reveló oficialmente al pueblo norteamericano la existencia de aquel proyecto top secret.
Señaló con la cabeza hacia una gran estantería.
– Todo está ahí. Miles y miles de páginas de los archivos, accesibles para cualquier ciudadano. El conjunto es público y puede consultarse libremente desde hace tiempo, no hay nada secreto en lo que le explico.
Philip Rotenberg rebuscó entre sus documentos. Extrajo rápidamente el New York Times de la época y se lo tendió a Lucie.
– Mire la primera página…
Lucie abrió el periódico. En portada, un largo artículo. Y unas palabras subrayadas con rotulador: Dr. D. Ewen Sanders… Society for the Investigation of Human Ecology… Mkultra Project…
– Aquel día, Joseph Rauth le preguntó al humilde señor Lavoix en qué podía ayudarle su bufete de abogados. Y el hijo de Lavoix respondió, con naturalidad, que quería denunciar a la CIA. ¡Nada menos! «¿Por qué?», preguntó Joseph. Lavoix señaló a su padre y anunció fríamente: «Por destrucción mental y lavado de cerebro del centenar de pacientes adultos del Allan Memorial Institute de la Universidad Barley, en Montréal, en los años cincuenta…».
Detrás de Rotenberg, el fuego crecía y las astillas crujían ruidosamente. En medio de ninguna parte, en el corazón de aquel Quebec salvaje e ignoto, Lude se sentía incómoda. Finalmente, cogió una cerveza y la abrió. Necesitaba imperiosamente que se deshiciera el nudo que se le había formado en el estómago.
– Siempre Montréal, para variar… -dijo ella.
– Sí, Montréal… Y, sin embargo, ese artículo del Times no habla de Montréal ni de Canadá. Simplemente explica que en los años cincuenta la CIA fundó numerosas organizaciones que le servían de tapadera para desarrollar sus investigaciones acerca del lavado de cerebro, entre otras la SIHE, la Society for the Investigation of Human Ecology. Nada extraordinario hasta ahí, simplemente una revelación más acerca del proyecto Mkultra, como otras a las que el New York Times ya nos había acostumbrado a lo largo de los últimos meses. Pero mire ahí, ese nombre subrayado…
– Doctor Ewen Sanders. Director de investigación de la SIHE.
– Ewen Sanders, correcto. Pues, según el señor Lavoix, un tal Ewen Sanders había sido, unos años antes, el psiquiatra responsable del Memorial Institute de Montréal. El lugar donde el padre de David Lavoix, el ser amorfo que teníamos delante de nosotros en el despacho, fue ingresado para ser tratado de una simple depresión y de donde, años después, fue dado de alta con el cerebro hecho papilla. Recordaré hasta el fin de mis días la frase que aquel día logró pronunciar: «Sanders killed us inside».
«Sanders nos mató por dentro.» Lucie dejó el periódico sobre la mesa. Recordaba lo que le había dicho la archivera: experimentos llevados a cabo con seres humanos en institutos psiquiátricos canadienses.
– ¿Así que el proyecto Mkultra tenía ramificaciones secretas en Canadá?
– Exactamente. A pesar de las investigaciones de 1975, nadie sabía que la invasión estadounidense del territorio de la mente había llegado hasta Quebec. Con su artículo del Times, y por una enorme casualidad, David Lavoix había puesto el dedo en la llaga de un asunto mayor que incriminaba a la CIA al más alto nivel.
– ¿Y lo hicieron? ¿Denunciaron a la CIA?
Rotenberg, con un gesto, invitó a Lucie a que se reuniera con él frente al ordenador, dispuesto sobre una mesa de despacho junto a la estantería. Recorrió una lista de carpetas informáticas. Una de ellas llevaba el nombre de «Szpilman's discovery». Clicó sobre otra carpeta titulada «Barley Brain Washing» y dirigió el ratón a un archivo de Powerpoint. Debajo figuraba un archivo AVI, un vídeo, titulado «Brainwash01.avi»: «lavadodecerebro01.avi».
– Después de Lavoix denunciaron otros nueve pacientes de Sanders, apoyados por sus familias. Los demás pacientes de Barley habían fallecido o estaban traumatizados o eran incapaces de recordar los tratamientos a que fueron sometidos. Y ahora escuche bien lo que voy a decirle, es primordial para lo que viene a continuación. En 1973, la CIA, informada de que había periodistas metiendo las narices en sus asuntos, hizo desaparecer todos los archivos relacionados con el proyecto Mkultra. Pero la CIA es, ante todo, una enorme administración con sede en Washington. Joseph Rauth estaba convencido de que debían de quedar trazas de un proyecto tan importante desarrollado a lo largo de más de veinticinco años y en el que habían participado decenas de dirigentes y miles de empleados. Bajo los auspicios de la comisión Rockefeller, fuimos autorizados a acceder a los documentos o a cualquier otro material relativo a los experimentos sobre el control de la mente. Contratamos como freelance a Franck Macley, un antiguo agente de la CIA, para que se encargara de la investigación. Tras varias semanas, nos confirmó que la mayor parte de los archivos habían sido destruidos por dos dirigentes: Samuel Neels, director de la CIA, y Michael Brown, acólito de Neels. Pero gracias a su empecinamiento, Macley halló en el RRC, el Retired Record Center de la agencia, sus archivos, para entendernos, siete grandes cajas de carpetas relativas a Mkultra. Cajas perdidas en el laberinto administrativo. Más de dieciséis mil páginas de documentos en las cuales los nombres habían sido tachados, pero que contaban detalladamente cómo Mkultra había gastado diez millones de dólares a través de ciento cuarenta y cuatro universidades de Estados Unidos y Canadá, doce hospitales, quince empresas privadas, entre ellas la de Sanders, y tres instituciones penitenciarias.
Clicó sobre el archivo de Powerpoint.
– En esos archivos hallamos fotografías y también un film, que digitalicé y están aquí… Veamos algunas de esas fotos tomadas por Sanders en persona durante sus experimentos en el instituto Barley, me imagino.
Se sucedieron las imágenes. En ellas se veía a pacientes en pijama, atados en camillas, alineados unos detrás de otros en interminables pasillos; a los mismos pacientes, con auriculares encadenados a sus cabezas, sentados a unas mesas delante de grandes magnetófonos. Los rostros amorfos denotaban estremecimiento y bajo sus ojos de mirada perdida se dibujaban unas bolsas negras. A Lucie no le costó imaginar la atmósfera de terror que debía de reinar en el hospital psiquiátrico Barley de Montréal.
– Ésas son las desventuradas víctimas de Sanders. Este psiquiatra, muy brillante, siempre tuvo la voluntad de sanar las enfermedades psíquicas, sin lograrlo jamás. Eso le volvía loco. Fue totalmente por azar que un día se dio cuenta de que la repetición continua de una cinta grabada que confrontaba a los pacientes con sus propias sesiones de terapia parecía tener un efecto beneficioso en su estado. A partir de entonces, comenzó la escalada del horror. Al principio, Sanders obligó a los pacientes a ponerse unos cascos con auriculares durante tres o cuatro horas seguidas, cada día de la semana. Frente a la rebelión y la exasperación, sin embargo, fabricó unos cascos de contención, que era imposible quitarse. Entonces, los pacientes rompieron los magnetófonos, pero halló la solución colocando los aparatos detrás de rejas. Los pacientes arrancaron los cables y aparecieron entonces las cinchas para inmovilizarlos. Sanders acabó drogándolos con LSD, una nueva y devastadora droga cuya existencia se ignoraba unos años antes. Para el psiquiatra, el LSD era un milagro: no sólo los pacientes se quedaban tranquilos, sino que, sobre todo, su conciencia dejaba de ser un obstáculo, ya que las palabras, la repetición difundida a través de los altavoces del casco iba a alojarse directamente en sus cerebros.
El LSD… Judith Sagnol… La presencia de un médico en las fábricas abandonadas… ¿Podía ser que se tratara de Sanders? ¿Ese médico había conocido a Lacombe? ¿Habían trabajado ambos para Mkultra? Las preguntas acudían a la mente de Lucie una tras otra. Y las respuestas llegarían en boca de Rotenberg, estaba segura.
Sobre la pantalla, las imágenes se sucedían lentamente. Los cascos sobre las orejas de los pacientes se perfeccionaban, las colas de espera sobre las camillas se alargaban, los rostros desmejoraban.
– Como puede ver, el psiquiatra Sanders equipó las habitaciones con altavoces que difundían sin cesar las mismas frases. A esas salas las llamaba «habitaciones durmientes». Esas filas de camillas son las colas para la sala de electrochoques. Los pacientes eran sometidos a ellos tres veces al día, a lo largo de programas de entre siete y ocho semanas. Tres veces al día, señorita. Miles de voltios en el organismo. ¡Figúrese los daños que eso puede llegar a causar en los nervios, el corazón o el cerebro!
– Puedo imaginarlo, sí.
– Sanders pretendía, literalmente, lavar el cerebro para limpiarlo de la enfermedad. Ninguno de los miembros de su fiel personal osó desobedecer sus órdenes, por miedo a perder el trabajo. Sanders era frío, autoritario, carente de compasión.
– ¿Me está diciendo que nunca nadie de su entorno llegó a hablar? ¿Acaso le dejaban hacer?
– No sólo le dejaban hacer, sino que además colaboraban. Sencillamente cumplían órdenes.
Lucie no daba crédito a lo que oía, era alucinante, y además había existido. Decenas de médicos, enfermeras, psiquiatras que habían obedecido a ciegas las órdenes de un loco, incluso renegando de sus juramentos y convicciones. El miedo, la presión y las infames órdenes de una autoridad superior con bata blanca les amordazaron. Lucie no pudo por menos de compararlo con el famoso experimento de Milgram, del que un día había visto un vídeo en Internet. La sumisión a la autoridad absoluta que lleva al ser humano a abandonarse a sus más bajos instintos.
– … Sanders creía verdaderamente en esas técnicas bárbaras. Dio conferencias, incluso escribió un libro titulado Psychic driving, que aún se encuentra hoy en día. Los médicos más ilustres fueron a escucharle hablar. Y fue en ese momento, a principios de los años cuarenta, cuando la CIA se puso en contacto con él. A la CIA le interesaban mucho sus técnicas y sus escritos. La agencia americana le integró entonces en secreto en el proyecto Mkultra, y le financió durante años para que prosiguiera sus trabajos sobre el lavado de cerebro en el hospital. Así fue como Mkultra penetró en territorio canadiense.
– ¿Sanders aún vive?
– Falleció de un paro cardiaco en 1967…
– ¿Y el proceso?
– A pesar de los innumerables recursos de apelación de la CIA, a pesar de las amenazas, el tráfico de influencias y la protección de datos clasificados argüida constantemente, lo conseguimos. La CIA reconoció su implicación en los experimentos llevados a cabo en el Allan Memorial Institute y en territorio canadiense. Las víctimas recibieron una compensación económica pero, sobre todo, obtuvieron justicia y reconocimiento, y eso era lo más importante. Tanto para Joseph Rauth como para mí, el caso estaba cerrado. Por fin habíamos desenmascarado el proyecto Mkultra y la CIA había reconocido su culpabilidad. Caso cerrado. Y menudo caso…
Rotenberg se quedó inmóvil mirando al suelo. En la pantalla del ordenador seguían desfilando las viejas fotos en blanco y negro. Las habitaciones del hospital Barley ya estaban equipadas con televisores suspendidos a tres metros de las inexpresivas miradas de los pacientes. El veterano abogado le dio al botón de pausa.
– Tuve una carrera brillante junto a Joseph, que murió a finales de los noventa. Llevé algunos casos interesantes, pero nunca de esa dimensión.
– Discúlpeme, pero sigo sin ver la relación con la maldita bobina, ni con Lacombe o los huérfanos de Duplessis.
Rotenberg suspiró.
– A eso iba, precisamente. Treinta años después del caso Sanders, recibí una llamada desde Bélgica. Fue hace un par de años.
– ¿Wlad Szpilman?
– Sí. Ese hombre conocía mi trayectoria profesional y todo lo relacionado con la agencia de inteligencia norteamericana y los asuntos gubernamentales. Era un apasionado de la historia y de la geopolítica. Aseguraba que disponía de revelaciones que quería hacerme llegar acerca de los experimentos llevados a cabo en Canadá con niños en los años cincuenta. Orgulloso de su conocimiento literario de Mkultra, creía que había una implicación de la CIA… Al principio no le creí, pensaba que me las veía con un bromista o un pirado de la teoría de la conspiración, como tantos otros que me acosaron durante toda mi vida tras el caso de T977. Para deshacerme de él, le dije que estaba equivocado, que todas las malas acciones de la agencia de inteligencia habían visto la luz y que nunca, en ningún caso, ningún niño participó en el proyecto de lavado de cerebro. Entonces me envió una foto en blanco y negro, por correo electrónico, extraída de un film y me dijo que le llamara en caso de que estuviera interesado.
Lucie apretó los puños.
– La foto de las niñas y los conejos, ¿verdad? ¿«El origen de todo», como me dijo misteriosamente por teléfono?
– Exactamente. Aún puedo ver esa sala manchada de sangre, esas niñas en pijama de hospital, como pasmarotes, en medio de la carnicería. Una foto estremecedora. Así que le llamé, movido por la curiosidad. No quería enviarme la bobina, y me pidió que fuera a su casa, para ver allí el film. Sabía que me las veía con un hombre absolutamente desconfiado, paranoico e increíblemente inteligente. Dos días más tarde estaba en su casa, en Lieja. Me condujo a su sala de proyección privada y allí fue donde vi el film. El original, y el oculto en su interior, que el viejo pudo reconstruir gracias a un contacto en una unidad de neuromarketing…
Lucie le escuchaba con atención. Aquel contacto debía de ser el director de Georges Beckers, aquel pequeño belga mofletudo que convenció a Kashmareck para que viera el film dentro de un escáner.
– … Desde la primera imagen supe que todo era verdad, y para mí se trataba de una evidencia.
– ¿Por qué una evidencia?
Señaló la pantalla del ordenador con un gesto de cabeza.
– Está todo ahí, delante de usted. La relación entre el film de Szpilman y lo que sucedía en las habitaciones del hospital Barley. El vínculo innegable, la conexión entre los huérfanos de Duplessis y la CIA.
Cerró el Powerpoint y dirigió el cursor al archivo AVI.
– En unos segundos le mostraré el tipo de vídeo fabricado por la CIA que Sanders mostraba en bucle a sus pacientes para lavarles el cerebro. Pero antes debo acabar de explicarle lo sucedido en casa de Szpilman, en Bélgica. Tras aquella escalofriante proyección, comenzó a hablarme de fenómenos de histeria colectiva…
Lucie sentía una opresión en el pecho. Absorbía las palabras del veterano abogado.
– … Aquel tipo era una auténtica enciclopedia viviente. Creía haber hallado una relación entre… diversos grandes acontecimientos sanguinarios que marcaron el siglo pasado. Según él, el médico creador del experimento de los conejos no era Sanders, y el proyecto no era el Mkultra, sino un proyecto paralelo, más discreto, aún más secreto, y cuyo objetivo no tenía nada que ver con el lavado de cerebro.
– ¿De qué trataba ese proyecto?
– Espere, aún no le he contado lo mejor. Wlad corrió a su biblioteca y empezó a mostrarme fotos originales del genocidio de Ruanda. Las había conseguido directamente de un fotógrafo de guerra, con quien había logrado ponerse en contacto. Y fue entonces cuando me habló de una cosa completamente alucinante. La contaminación mental.
– ¿La contaminación mental?
– Sí, eso es. Algo que penetra a través del ojo y que, por su violencia, modifica la estructura cerebral.
Lucie reaccionó de inmediato.
– Un amigo, Ludovic Sénéchal, perdió completamente la vista tras ver el film. Se llama ceguera histérica. Las imágenes trastocaron su cerebro. ¿Está hablando de ese tipo de cosas?
– Mucho peor, puesto que la ceguera histérica es un fenómeno puramente psíquico. En el caso de la contaminación mental, no sólo se ve modificada la estructura del cerebro, físicamente me refiero, sino que se propaga una reacción en cadena de individuo en individuo, como un virus. Ahora lo entenderá. Dos segundos.
Se interrumpió repentinamente y miró hacia el ventanal.
– ¿Ha oído eso?
– ¿Qué?
Se precipitó hacia la mesa y empuñó su arma.
– Un crujido.
Lucie permaneció serena. Los tragos de cerveza la habían calmado.
– Será el fuego…
– No, no. Eso venía del exterior…
Apagó la luz y se acercó al ventanal. La estufa le iluminó el rostro con reflejos rojos. Lucie se aproximó. Tendió la mano en dirección a ella.
– ¡Apártese de la ventana!
Lucie se quedó inmóvil. En el exterior, todo estaba quieto. Los troncos negros se alzaban como tótems malignos.
– ¿A quién le tiene tanto miedo? -preguntó Lucie-. Ya ve que no hay nada. Y nadie nos ha seguido. Nunca había visto carreteras tan rectas y tan largas en mi vida. Y tan desiertas.
– Hace unos meses vivía en el centro de Montréal e intentaron matarme.
Se apartó y se arremangó el bajo de la camisa. Lucie pudo ver unas grandes cicatrices.
– Cuchilladas. Cinco milímetros más, y no lo cuento.
– ¿La CIA?
Se mordió el labio mientras sacudía la cabeza.
– No son sus métodos. El reciente descubrimiento de esos cuerpos en su país, en Normandía, hace que piense que quizá me las tuve con un francés.
– ¿Los servicios secretos?
– Tal vez.
– ¿Y si le dijera que podría tratarse de la Legión?
– No lo sé. Recuerdo vagamente al tipo… Rostro cuadrado, robusto, con pinta de militar.
«El tipo de las botas militares», pensó Lucie.
– Lo que es seguro es que ese atentado contra mi persona estaba evidentemente relacionado con el film de Szpilman y nuestros descubrimientos. Y, sin embargo, tanto él como yo trabajábamos de incógnito, tratábamos de seguir una pista, de reunir pruebas, como también hace usted ahora. Él fue mucho más prudente que yo. Aún no sé cómo esos hombres que me perseguían podían estar al corriente. El chivatazo pudo llegarles de muchas partes ya que a lo largo de mi investigación hice muchas, muchísimas llamadas y me vi con mucha gente. En las instituciones psiquiátricas y religiosas o en archivos. Esos… asesinos… deben de tener contactos, algo así como centinelas. Desde entonces vivo escondido aquí, protegido por personas de confianza, en medio de ninguna parte.
En cuclillas, empuñando el arma, se atrevió a echar otro vistazo a través del ventanal. Suspiró largamente y, tras más de treinta segundos, se puso en pie.
– Tal vez fuera un animal. Por aquí rondan alces y castores.
Se calmó. Aquel tipo que, en su juventud, debía de haberse enfrentado a un montón de tipos peligrosos e influyentes, que se las había visto con las tinieblas y había sabido mantenerse a flote, acababa su vida en plena psicosis.
– Supongo que en los archivos no habrá hallado nada. Yo también los consulté, hará cosa de un año. Es evidente que las identidades correspondientes a esos rostros de niñas de los que disponemos, usted y yo, se hallan entre los expedientes de las comunidades religiosas. Pero, como habrá podido comprobar, esos archivos lamentablemente no son accesibles. Es lo único que me falta. Nombres… Necesito los nombres de esas pequeñas pacientes para llegar hasta el hospital psiquiátrico de la niñas y los conejos, a esas chiquillas, y así obtener testimonios, pruebas vivientes que…
– Tengo esos nombres.
– ¿Cómo es posible?
– Cada vez son más las comunidades religiosas que están cerrando, por falta de dinero. Sus archivos se trasladan sistemáticamente al Centro de Montréal. ¿No lo sabía?
Negó con un gesto de cabeza.
– Desde que me escondí, me es más difícil estar al corriente.
– La chiquilla del columpio se llama Alice Tonquin.
– Alice… -suspiró Rotenberg, como si hubiera tenido ese nombre en la punta de la lengua durante años.
– La Sûreté ha perdido su rastro administrativo, pero la última institución conocida donde estuvo fue la de las monjas grises. Sé cuál fue la monja que se ocupó de ella. La hermana María del Calvario. Ahí es donde me dirigía cuando usted me… secuestró.
– ¿Cómo lo ha conseguido?
– Hemos analizado a fondo el film.
Sonrió imperceptiblemente.
– Creo que ha llegado el momento de que le revele el resto de los descubrimientos de Wlad y míos, y que podamos avanzar gracias a sus informaciones. Vamos al ordenador…
Cuando fue hacia la mesa, su mirada se clavó en el móvil de Lucie. Lo tomó.
– Su teléfono…
– ¿Qué le pasa a mi teléfono?
– Me dijo que no funcionaba. ¿Desde cuándo?
– Ehh… Quise utilizarlo al llegar a Canadá y…
Lucie no acabó su frase, como si acabara de comprender. Rotenberg le dio la vuelta al aparato y abrió la tapa posterior, con manos temblorosas. Arrancó de su emplazamiento lo que parecía un pequeño circuito electrónico.
– Probablemente sea un localizador.
Sus ojos azules se llenaron de pánico. Lucie se llevó las manos a la cabeza.
– Mi vecino en el avión… Dormí durante todo el viaje.
– Drogada, probablemente. Deben de vigilarla desde hace tiempo. Y la han utilizado a usted para llegar hasta mí. Ellos… Ellos están aquí…
Lucie pensó en los micrófonos en su apartamento y en el de Sharko. Para los asesinos era fácil seguirla. Inmediatamente, Rotenberg sacó su móvil, lo encendió y marcó el 911.
– Soy Philip Rotenberg. Envíen urgentemente a alguien a Matawinie, cerca del lago donde desemboca el río Matawin. Le doy las coordenadas GPS exactas, ¡anótelas rápido, por favor!
– ¿Cuál es el motivo de la llamada?
– Tratan de matarme.
Dio las coordenadas que se sabía de memoria y colgó, tras suplicar que se dieran prisa. Luego, agachándose, se dirigió hacia la estufa. Lucie le imitó. El fuego iluminaba peligrosamente el interior de la casa y había ventanas por todas partes. En el momento en que él se aproximaba a la estufa de leña, la cristalera del ventanal se hizo añicos.
Philip Rotenberg fue proyectado hacia atrás y su cuerpo cayó pesadamente al suelo. Una flor roja apareció y creció sobre su camisa blanca. Su pecho aún se movía. De repente aparecieron llamaradas desde el exterior, unas grandes cortinas móviles pegadas a la madera, por delante y por detrás. Una danza roja y violenta rodeó súbitamente las paredes exteriores del chalet.
El fuego, que le había costado la vida a Lacombe tantos años antes, quería cobrarse nuevas víctimas…
Lucie se lanzó sobre Rotenberg, cuya garganta emitía un silbido. Apoyó las palmas de ambas manos sobre el agujero y sus dedos se tiñeron de púrpura inmediatamente.
– ¡No se rinda, Philip!
El hombre asió con fuerza las muñecas de Lucie. Sus pupilas llamaban a la muerte. Una espesa humareda negra se colaba por debajo de la puerta.
– En el cuello… La llave… Arránquela…
Lucie dudó medio segundo e hizo lo que le pedía. Tiró de la cadenilla de cuyo extremo colgaba el trocito de metal. Rotenberg escupía sangre por la boca.
– ¿Qué abre esta llave?
El abogado murmuró unas palabras ininteligibles.
Una lágrima y nada más.
Lucie se guardó la llave en el bolsillo y se alzó ligeramente, presa del pánico. Recuperó el arma y observó a su alrededor. Sólo había un sitio al que aún no había llegado el fuego: el ventanal que se había hecho añicos.
Lucie trató de reflexionar lo más rápido posible. El francotirador la hubiera podido eliminar a la vez que a Rotenberg y, sin embargo, no lo había hecho. Quería hacerla salir como a un conejo de su madriguera.
Lucie no tuvo duda alguna: el asesino la quería viva.
Si ponía un pie fuera, estaba jodida.
Comenzó a toser. La temperatura aumentaba y la madera crujía. Tenía que resistir.
A sus espaldas, en el exterior, las llamas se encabritaban altas y voraces. No tardarían en invadirlo todo. Escondida detrás de la estufa, Lucie se arrastró hasta la mesa baja, se quitó el jersey, hizo con él una bola y lo humedeció con agua. Se lo colocó sobre la nariz.
Esperar, esperar… El otro seguramente se estaría haciendo preguntas, dudaría, se preguntaría si ella había huido. Se hundiría.
Detrás de ella, un cristal saltó en pedazos. Lucie creyó que iba a morir de miedo antes de hora.
La invasión del fuego empezaba, las llamas avanzaban por el interior, violentas, y la madera cedía. La mente de la policía comenzaba a enturbiarse, le escocían los ojos y el calor se intensificaba. Se clavó la uñas en los muslos. Tenía que resistir.
Un minuto… Dos minutos…
De repente, junto al ventanal, apareció una silueta envuelta en humo. La sombra entró con prudencia, apuntándola con un revólver. Una cabeza gris recorrió la estancia con la mirada. Lucie se puso en pie con un grito y vació su cargador disparando a ciegas.
La masa se hundió.
Lucie contuvo la respiración y atravesó corriendo la habitación llena de humo. En el momento de saltar por encima del cuerpo tendido, reconoció el rostro de su vecino del avión. Calzaba unas botas militares. Se lanzó al exterior, corrió una decena de metros y cayó al suelo.
Tosió un buen rato y por fin pudo respirar una gran bocanada de aire.
Cuando se volvió, la casa no era más que una gran bola de fuego.
Lucie se había convertido en una persona anónima sin mochila, sin documentos, sin identidad.
Y había matado a un hombre en un país que no era el suyo.