Pulir la estrategia. Sorprender al otro antes de que tuviera tiempo de colgar.
Lucie dejó transcurrir más de un cuarto de hora, y luego volvió a marcar el número desde el teléfono con la batería poco cargada de Wlad Szpilman. Con un poco de suerte, su interlocutor reconocería a su contacto por el número y no le colgaría. Por lo menos, no de inmediato.
Iba y venía, angustiada, frente a la casa del belga. A pesar de que hasta el momento se había mostrado cooperativo e incluso amable, no quería que Luc pudiera escuchar la conversación, si ésta llegaba a producirse.
Descolgaron tras dos señales de llamada.
– ¿Wlad? -dijo la voz con acento quebequés.
– Wlad ha muerto. Lucie Henebelle al teléfono, teniente de la policía judicial. Policía francesa.
Lo soltó todo, de golpe. Era el momento decisivo. Un interminable silencio se alargó, pero no le colgaron.
– ¿Cómo ha muerto?
Lucie apretó los puños. El pez había mordido el anzuelo. Ahora había que tirar del hilo con suavidad, sin tirones.
– Le responderé, pero antes dígame quién es usted.
– ¿Cómo ha muerto?
– Un accidente de lo más tonto, se cayó de una escalera y se partió la crisma.
Pasaron unos cuantos segundos. En los labios de Lucie ardían unas cuantas preguntas, pero temía que le cortaran la comunicación. Fue su interlocutor quien rompió el hielo.
– ¿Por qué me ha llamado?
Lucie apostó por hablar con franqueza. Percibía que su interlocutor, ya de por sí desconfiado, notaría a la primera que le estaban mintiendo.
– Tras llamarle el lunes, Wlad Szpilman subió de inmediato al desván de su casa a buscar un film. Un film anónimo de 1955, realizado en Canadá, que tengo en mis manos. Quiero saber el porqué.
A todas luces le había dejado sin aliento. Podía oír cómo su respiración se hacía más y más pesada, segundo tras segundo.
– Usted no es policía, me está mintiendo.
– Llame a mis jefes, si lo desea. Policía judicial de Lille, dígales que…
– Hábleme del caso.
Lucie trataba de pensar a cien por hora. ¿De qué le estaba hablando?
– Lo siento, pero…
– No es policía.
– ¡Claro que soy policía! ¡Teniente de la policía de Lille, por Dios!
– Si es así, hábleme de los cinco cadáveres descubiertos cerca de las fábricas. ¿En qué punto se hallan las investigaciones? Deme detalles técnicos.
Lucie vio la luz: los cadáveres del gasoducto. Así que era eso lo que provocó la llamada de Wlad Szpilman. Hablaron de ello en las noticias de la televisión.
– Lo lamento, pero funcionamos por regiones y yo trabajo en el Norte. Nosotros no nos ocupamos de ese caso, tendría que hablar con…
– Me da igual. Hable con los que se ocupan del caso. Si de verdad es policía, podrá obtener la información. Y, simplemente por si desea identificarme, puedo decirle que mi teléfono es un móvil registrado con un nombre falso y una dirección igualmente falsa. Su llamada me obliga a destruirlo.
Se disponía a colgar. Lucie se la jugó.
– ¿Hay alguna relación entre ese caso y la película?
– Ya lo sabe. Hasta…
– ¡No cuelgue! ¿Cómo podré ponerme en contacto con usted?
– Su número me aparece en pantalla. Luego la llamaré… -permaneció un momento en silencio-. La llamaré a las 20 horas, hora francesa. Y consiga la información, o no volverá a oír hablar de mí.
Punto final. Un pitido. Lucie se quedó boquiabierta. Era, sin duda alguna, la llamada telefónica más densa e intrigante de su vida.
Tras agradecer a Luc que le prestara el teléfono móvil, se hundió en el asiento de su coche, con las manos en la frente. Pensaba en aquella voz separada de ella por más de seis mil kilómetros. Estaba claro que su interlocutor tenía auténtico pavor a que le descubrieran, pues se ocultaba tras números falsos y ponía límites de tiempo a cualquier conversación. ¿Por qué se ocultaba? ¿Y de quién? ¿Cómo se había puesto en contacto con Wlad Szpilman? Y, sin embargo, la pregunta que más la torturaba era qué vínculo invisible podía existir entre la película anónima y los cadáveres descubiertos en Normandía.
De hecho, tal vez aquella bobina maléfica era el árbol que ocultaba el bosque.
Herida en su amor propio, Lucie supo desde aquel instante que ya no tenía elección. Su conciencia le impedía echarse atrás, soltar la presa. Ella siempre había llegado hasta el final de sus casos de aquella manera, por arrebatos. Era la misma tozudez que la llevó a lucir la placa y, a veces, también a ir más allá de los límites establecidos.
Desde aquel momento, se iniciaba la cuenta atrás. Tenía hasta las ocho de la tarde para dar con el contacto adecuado en París y hacerse con la información que le pedían.