Los dos franceses se sentaron en un banco, en medio de la universidad desierta. En aquel espacio muerto reinaba la calma. Sharko sacó de su bolsillo la lista de las doscientas diecisiete personas y con su bolígrafo punteaba cada identidad aún sin tachar.
– ¿Has entendido lo mismo que yo, Lucie?
– No buscamos sólo a un individuo con conocimientos médicos, sino a alguien capaz de llevar a cabo una operación tan compleja como una estimulación cerebral profunda, un científico especializado en la estructura del cerebro… Supongo que James Peterson no figura en la lista. ¿Qué edad tendría hoy?
– Demasiado viejo… Incluso si hubiera cambiado de identidad, en este listado sólo figura una persona nacida el mismo año que él, en 1923. Y se trata de una mujer.
– No olvides que sólo dispones de la lista de franceses.
Sharko tachaba, uno tras otro, los nombres.
– Lo sé, lo sé… Pero el legionario Manœuvre era francés, y me temo que el ladrón de cerebros también lo sea.
– ¿Quizás el doctor Peterson tenía hijos? ¿Un hijo, que habría proseguido su trabajo?
– Monette nos llamará en unos instantes. No tardaremos en saberlo.
Lucie se había inclinado hacia delante, con las manos juntas entre las piernas.
– Casi lo hemos conseguido -suspiró-. El asesino seguro que se esconde ahí, ante nuestras narices, y creo que… creo que hemos llegado al final de lo que vinimos a buscar aquí. ¿Te das cuenta del alcance de nuestros descubrimientos? Si realmente existe el síndrome E, hay que poner en tela de juicio muchas cosas acerca de la libertad del individuo, de la capacidad de decidir, de ser responsable de los propios actos… No creo que todo lo que nos rige sea sólo puramente químico o eléctrico. ¿Qué pintaría Dios, entonces? Los sentimientos, el alma… no son artificiales.
La cantidad de sospechosos en el listado disminuía, pero aún era considerable. Una cuarentena de personas, a ojo de buen cubero.
– Y, sin embargo… Pongamos, por ejemplo, a un esquizofrénico. Puede ver a una persona exactamente como tú ves a aquel investigador con bata blanca, allá abajo, bajo las arcadas. Y esto simplemente porque unos pocos milímetros de su cerebro funcionan mal. Eso nada tiene que ver con Dios o con la brujería. Química pura. Sólo una putada química.
Sonó su móvil. Miró el número.
– Pierre Monette…
Pulsó la tecla del altavoz y descolgó.
– Tengo algunas informaciones acerca de Peter Jameson -dijo el gendarme.
Peter Jameson… Así que James Peterson llegó a Canadá con una falsa identidad. Y, a la vez, no se devanó los sesos para inventarse un nuevo nombre.
– Se instaló en Montréal en 1953 y trabajó en el Mont-Providence como médico e investigador en el ala de los retrasados mentales profundos. En 1955 contrajo matrimonio con una mujer llamada Hélène Riffaux, canadiense de nacimiento y profesora de matemáticas. Ambos adoptaron a una niña y Jameson desapareció de la circulación al cabo de unas semanas, llevándose a su hija y abandonando a su esposa. A primera vista no dejó ni una nueva dirección ni rastro alguno. Nadie ha vuelto a verle. El matrimonio fue un puro pretexto para poder adoptar, pues de lo contrario no hubiera tenido derecho a hacerlo. Es algo escueto pero, grosso modo, es cuanto podemos saber. ¡Ah! Una última cosa que para ustedes será importante, creo. La niña era una de las huérfanas del Mont-Providence.
Aquellas palabras provocaron un verdadero seísmo interior en Lucie y Sharko, que se miraron, estupefactos, y parecieron comprender al mismo instante.
– ¡La niña! ¡Díganos su nombre!
– Coline Quinat.
El índice de Sharko recorrió el listado. Había visto una Coline. Letra Q. Quinat. Ahí estaba. Sharko dijo «gracias» con voz apagada y colgó. Lucie se había pegado a él, con los ojos clavados en la línea impresa.
«Coline Quinat – 15/10/1948 – Investigadora en neurobiología del Centro de investigación del servicio de sanidad de los ejércitos, Grenoble.»
– El servicio de sanidad de los ejércitos -murmuró Sharko.
– Dios mío… Nacida en 1948, como Alice. Coline Quinat, Alice Tonquin. Un anagrama perfecto. Ahí lo teníamos, ante nuestras narices.
Lucie se cubrió el rostro con las manos.
– Ella no… Alice no…
Sharko suspiró, impresionado por la revelación.
– Investigadora en neurobiología… Seguramente un empleo utilizado como tapadera para disimular sus verdaderas actividades en el seno del ejército. Ahora todo cuadra perfectamente. La niña martirizada que se convierte a su vez en verdugo. La ladrona de cerebros es ella. Es ella quien está detrás de todos estos horrores. Fue ella quien asesinó y mutiló a las jóvenes egipcias. Fue ella también quien estuvo en Ruanda, y allí donde hubiera masacres…
El silencio los aplastó durante unos segundos. Lucie estaba en estado de choque. Aquella a quien quería hacer justicia desde el principio era precisamente a la que perseguía, era la que asesinaba, la que robaba los ojos y los cerebros. La gran organizadora. La enferma, la asesina.
Sharko estaba agitado, como un león enjaulado.
– Imagina lo siguiente: a base de experimentos, investigación y empecinamiento, Peterson y Lacombe filman juntos un descubrimiento monumental, el de la existencia de la contaminación mental en la que el científico Peterson creía y por la cual recibía financiación de la CIA. Pero tras su extraordinario descubrimiento en la sala de los conejos, el investigador convence a Lacombe de no revelar nada a la CIA. Sabe de la magnitud de su descubrimiento. Y tal vez tenga en mente vender su hallazgo, sus conocimientos, a otros contactos dispuestos a pagar una fortuna. Los servicios secretos franceses, en particular, los de su país de origen…
Lucie asintió y completó las palabras de Sharko.
– Lacombe se deja seducir por Peterson y acepta. Para proteger su secreto de la CIA, ocultan el film de los conejos en otro cortometraje extravagante del que Lacombe conoce el secreto. Incluso si la CIA llegó a ver el film, puesto que cabe suponer que controlaba las bobinas, el revelado y la película, no debió de percatarse de nada. Como mucho debió de descubrir algunas imágenes subliminales de Judith Sagnol. Lacombe, con su genio y su locura latente, engañó a la inteligencia americana con sus propias cartas.
– Exacto. Por su parte, Peterson ya tenía la idea de desaparecer, de huir de Canadá, y quería llevarse a Alice, aquella con quien había logrado provocar el síndrome E. ¿Se convirtió para él en objeto de estudio? ¿Sentía algún tipo de apego por ella? ¿La consideraba la prueba viviente de su éxito? ¿Un trofeo? ¿Una curiosidad? Poco importa. La cuestión es que se casa, adopta a Alice y asesina a Lacombe en un incendio provocado. Luego, probablemente con la ayuda y el apoyo de los servicios secretos franceses, desaparece en su país de origen, Francia, con Alice y el film original fabricado por Lacombe.
– Salvo que Lacombe, por su cuenta, había tomado precauciones, copiado el film y ocultado en varios lugares. Ambos individuos debían de vivir con miedo y paranoia, no sólo con respecto a la CIA, sino también con respecto el uno del otro.
– Exactamente, pero esas precauciones no le evitaron a Lacombe acabar asesinado. Protegido y oculto, Peterson se instaló en Francia y sin duda prosiguió sus trabajos. Los descubrimientos acerca del síndrome E pasaron a manos de los franceses ante las narices de la CIA. Alice fue víctima del fanatismo de Peterson, de su locura. No olvidemos su calvario en el Mont-Providence y, sobre todo, el desencadenamiento en la sala del experimento. Fue ella quien se puso a masacrar conejos en primer lugar. Ella es el paciente cero del síndrome E, ella fue el origen de la ola de locura que se cebó en todas las niñas. Aquel experimento le tuvo que dejar por fuerza graves secuelas psicológicas. Una violencia y una agresividad profundamente enraizadas en ella, en la propia estructura de su cerebro. Pero eso no quiere decir que no fuera brillante y que no tomara, sin duda, el relevo de su padre, por decirlo así.
– Recuerdo perfectamente los cuerpos de Luc Szpilman y de su novia… Todas aquellas cuchilladas. Hubo ensañamiento, una agresividad sorda, incomprensible.
– Como con las muchachas egipcias… Y con el restaurador de films. Como con los conejos. Hoy, Alice tiene sesenta y dos años, y eso no le impide seguir matando. La locura y la violencia la dominan como dominaron a todos los implicados en esta historia.
Lucie apretó los puños, sacudiendo la cabeza, con la mirada clavada en el suelo.
– Hay algo que sigo sin entender. ¿Por qué aplicarle electrodos y estimulación cerebral profunda a Mohamed Abane?
– Es sencillo. Hubo una manifestación natural, instantánea y descontrolada del síndrome E en la Legión, que llevó a un tiroteo y a la masacre de cinco jóvenes legionarios. Salvo que Abane, herido en el hombro, seguía vivo. Por un lado, no cabía la posibilidad de dejarlo vivir debido a la chapuza que habían hecho, pero por otra parte Abane era, como Alice, un paciente cero. Creo que antes de matarle, Alice Tonquin, conocida como Coline Quinat, quiso llevar a cabo algunos experimentos. Tenía allí a un conejillo de Indias humano vivo, cosa que no debe de sucederle a menudo. Tenía a alguien que, en el fondo, se le parecía y debió de retrotraerla a su período más doloroso. Sólo Dios sabe el martirio al que debió de someterlo.
El rostro de Lucie se ensombreció.
– No sólo lo sabe Dios. Pronto también lo sabremos nosotros.
Se puso en pie y miró un avión que surcaba el cielo. Luego se volvió hacia Sharko, que manipulaba el móvil nerviosamente.
– Te mueres de ganas de llamar a tu jefe, ¿verdad?
– Sí, es lo que debería hacer.
Ella le cogió de las muñecas.
– Lo único que pido es ver a Alice cara a cara. Necesito hablar con ella, enfrentarme a su rostro, para poder exorcizarla. No quiero seguir considerándola una pobre niña, sino convencerme de que es una terrible asesina.
Sharko recordó su propio cara a cara con el cadáver clavado de un hierro de Atef Abdelaal, la mórbida sensación de placer experimentada cuando le dio a la piedra del encendedor y vio cómo su rostro se inflamaba. Se acercó a Lucie y le dijo a la oreja:
– Esta historia ya hace más de medio siglo que dura, no viene de unas horas más. Llamaré antes de que despeguemos. Yo también quiero estar en primera fila y no perderme nada. ¿Qué pensabas?