Acariciado por el crepúsculo, Sharko llegó por fin a su edificio de apartamentos en L'Hay-les-Roses. Comparados con la capital egipcia, París y su periferia, con sus líneas depuradas, el sosiego de los rostros inmersos en la lectura de un libro o contemplando el paisaje por la ventana, casi se habían vuelto tranquilizadoras. Una vez su equipaje estuvo guardado, el policía puso en marcha su circuito de trenes y se dejó llevar por el dulce susurro de las bielas y las ruedecillas y el soplido del vapor. Los sonidos, los olores y las pequeñas costumbres relacionadas con éstos le dieron cierto consuelo.
Pero el hechizo de El Cairo seguía dentro de su estómago.
Igual que el delicado mordisco de las pinzas de cocodrilo clavadas en su piel.
Con un suspiro, Sharko fue al salón. Dejó sobre la mesa el bote de salsa de cóctel, las castañas confitadas y los regalos, comprados en el duty free antes de embarcar: la botella de whisky y el cartón de Marlboro para Martin Leclerc, y el pebetero para su esposa Kathia.
A pesar de que ya era tarde, del cansancio y del dolor de sus articulaciones a causa del viaje, Sharko fue hasta el parque de la Roseraie, justo enfrente de su domicilio. Una tradición, una costumbre y una necesidad. Marc, el guarda, estaba mirando, como siempre, una de sus innumerables series de policías. Le abrió la verja con esa amistosa sonrisa que se dirige a quienes se tiene la costumbre de ver sin conocerles realmente.
En un extremo del parque le esperaba su banco, aquel viejo semicilindro tallado en un tronco que languidecía bajo el roble en el que Suzanne y él habían grabado sus iniciales hacía ya mucho tiempo. «F & S». Frente al árbol, con la mirada perdida, se frotó el pecho con los dedos. Aún vio la llama del encendedor oscilar ante la boca torcida del árabe y le vino a la memoria el olor particular de la piel al chamuscarse. Con las mandíbulas apretadas, provisto de una navaja, grabó en la corteza un palo vertical junto a los otros siete.
Ocho cabrones que ya no le harían daño a nadie.
Guardó la hoja de la navaja y se sentó en su banco, ligeramente inclinado hacia delante, con las manos juntas entre sus piernas separadas. Al verse así, se dijo que realmente había envejecido de forma prematura. No físicamente, sino moralmente. El aire caliente circulaba por su nuca, como la caricia de un niño. Las sombras se abatían sobre la capital, una gata grande adormecida que se percibía debajo de ellas. Y con las sombras, la nauseabunda nube de crímenes y agresiones.
Miró con tristeza un parterre de hierba. Allí precisamente conoció a Eugénie, la primera vez. En aquellos tiempos, sentada con un traje de chaqueta, leía Las hazañas de Fantomette, la historia preferida de su hija, y ella le sonrió. Una sonrisa envenenada, el primer signo de la esquizofrenia paranoica. El inicio del calvario, como si la muerte de Suzanne y Éloïse no hubiera sido suficiente.
Incluso en los peores momentos de la enfermedad, Sharko siempre había contado con el apoyo de Kathia y de su marido, Martin Leclerc, el hombre que, a pesar de todas las trabas administrativas y humanas, había sabido mantenerle a flote. En 2006, Leclerc fue asignado al frente de un nuevo servicio, el OCRVP, y le propuso un puesto de analista del comportamiento, un oficio relativamente reciente en la policía que consistía en llevar los casos no resueltos de crímenes violentos, teóricamente sin abandonar el despacho. Análisis de la información, enfoque psicológico de la investigación, utilización de instrumentos informáticos y de informes confidenciales -sistema de análisis de los vínculos de la violencia asociados a los crímenes, Interpol, sistema de tratamiento de infracciones constatadas- con el objetivo de desvelar los motivos de los asesinos. Armado de su licenciatura en psicocriminología y de la experiencia de veinte años sobre el terreno, Sharko, policía esquizofrénico paranoico, había llevado a cabo otro tipo de investigaciones sin pisar la calle.
Suspiró cuando sintió que el móvil vibraba en su bolsillo. La pantalla mostraba «Lucie Henebelle». Era casi medianoche. Sharko descolgó con una sonrisa contenida. Aquella mujer debería estar durmiendo, como todo el mundo. Pero no, allí estaba, pegada al móvil.
– Es un poco tarde para llamar por teléfono, teniente Henebelle.
– Pero nunca es tarde para responder… Sabía que su avión aterrizaba en Orly a las nueve y media y me he dicho que seguro que aún no estaba durmiendo.
– Vaya don de adivinación. ¿Sabe también el menú que han servido a bordo?
Lucie había salido a tomar el aire frente al ala de pediatría del hospital.
– Ayer le dejé un mensaje en el contestador y no me ha devuelto la llamada.
– Lo siento, pero en aquel momento me estaban sirviendo pescado a la plancha sobre el pecho.
Un silencio. Lucie volvió a tomar las riendas de la conversación:
– Tengo noticias para usted. Han…
– Estoy al corriente, he llamado a mi superior al llegar. El asesinato del hijo de Szpilman y de su novia, el robo de la bobina y el film oculto, que usted ha descubierto dentro del original. Aún no lo he descargado del servidor. En estos momentos, tengo cosas más importantes que hacer.
– ¿Cuáles?
– Sentarme en un banco del parque. Acabo de cascarme varios miles de kilómetros, tengo el cuerpo como un colador por los mosquitos e intento no pensar en el caso durante unos minutos, si me lo permite.
Sharko sostuvo el móvil entre la oreja y el hombro, y se limpió la punta de los zapatos con un pañuelo de papel. Miró las suelas y descubrió que aún había granos de arena entre los surcos. Los extrajo con los dedos y los observó atentamente.
– ¿Por qué me ha llamado?
– Ya se lo he dicho, yo…
– ¿Usted qué? ¿Tiene necesidad de hablar de cadáveres incluso de noche? ¿Quiere saber qué he descubierto allí para alimentar sus propias obsesiones? ¿Ésa es la gasolina que utiliza, su razón para levantarse de la cama cada día? Siento curiosidad por saber qué sueña, Henebelle.
Lucie se había detenido en mitad del pasaje reservado a las ambulancias. Destellos blancos y azules danzaban en el cielo bajo del Norte.
– No se meta en mis sueños, comisario, por favor, y guárdese para usted su psicoanálisis de andar por casa. Quería proponerle una rápida ida y vuelta a Marsella relacionada con el caso pero, al parecer, no le apetece. A fin de cuentas, yo no soy más que teniente y usted comisario.
– Lleva razón, no me apetece. Buenas noches, Henebelle.
Colgó bruscamente. Lucie se quedó mirando unos segundos el teléfono, ofendida. Aquel tipo era un cretino redomado. No volvería a llamarle nunca, ¡que se jodiera! Roja de rabia, se compró una tableta de chocolate en el expendedor automático, y se la comió de un bocado.
– ¡Gracias por las calorías, maldito imbécil!
Luego se encaminó a las escaleras. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro cuando su móvil dio señales de vida y leyó en la pantalla el nombre del cabronazo: «Sharko». Esperó a responder a la llamada hasta el último tono antes de que el contestador se activara.
– ¿Qué? ¿En el fondo sí quiere saberlo?
– ¿Qué pasa en Marsella, teniente Henebelle?
Lucie aguardó unos instantes antes de responderle.
– Hace una hora me ha llamado un especialista de las películas de los años cincuenta. Ha logrado identificar a la actriz del cortometraje. Se llama Judith Sagnol. Está viva, comisario.
Sharko se alzó del banco con muecas de dolor. Suspiró.
– De acuerdo… Voy a descargar el film original y el film oculto esta noche. Veremos de qué va, por fin. ¿A qué hora llega mañana a París?
– Llego a la estación del Norte a las 10:52. Salida de la estación de Lyon a las 11:36 y llegada a Marsella a las 14:57. Sagnol ya está al corriente y nos esperará en el hotel. Le he dicho que somos periodistas y que preparamos un reportaje sobre el cine porno de los años cincuenta.
– Gran tema. Pero adelante la hora de su salida. Lo arreglaré para que asista a la reunión de la mañana en Nanterre, con su jefe. Nos iremos juntos desde allí.
– Muy bien. Y ahora explíqueme qué ha descubierto en Egipto.
– Tres bellas pirámides que se llaman Keops, Kefrén y Micerinos. Hasta mañana, Henebelle.
Antes de marcharse de su parque, pasó una vez más los dedos por los ocho palitos verticales grabados en el tronco.
Y allí, solo en la oscuridad, apretó los dientes.