El apartamento de un esquizofrénico suele estar desordenado. El desorden interior de la personalidad -la fractura mental- a menudo se manifiesta con un desorden exterior, por lo que algunos de ellos acaban por pagar los servicios de una asistenta. Por el contrario, el apartamento de un analista del comportamiento reclama cierto rigor, espejo de una mente rectilínea, habituada a ordenar en cajones la información como se ordenan los zapatos en sus cajas. Por ello, el apartamento de Sharko navegaba entre dos aguas. Si en el fregadero se apilaban tazas de café, o los trajes y corbatas sin planchar se amontonaban en un rincón del baño, las diversas habitaciones, muy limpias, daban la impresión de que allí vivía una familia apacible. Muchas fotos enmarcadas, una pequeña planta, una habitación de niña con sus viejos peluches y un empapelado amarillo ornado con un friso de delfines.
En el suelo de esta última habitación, un magnífico circuito ferroviario en miniatura desplegaba sus raíles y sus viejas locomotoras, bordeado por un decorado de espuma, corcho y resina. Lo primero que hizo Sharko a su regreso de Rouen, dos horas antes, fue dar vida de nuevo a ese mundo en miniatura, que había requerido cientos, miles de horas de montaje, pintura y encolado. Las locomotoras silbaban alegremente y desprendían su buen olor de vapor, entremezclado con el perfume de su mujer Suzanne, que Sharko introducía en el depósito. Como de costumbre, Eugénie estaba sentada en medio del circuito y sonreía, y en esos instantes el policía era feliz al sentirla a su lado.
Cuando ella decidió marcharse, Sharko se puso en pie y, de debajo de un armario, sacó una maleta polvorienta. Una vez abierta, resurgieron los olores del pasado, cargados de nostalgia. El gran corazón de Sharko se encogió.
El viaje a El Cairo estaba previsto para la mañana siguiente, desde el aeropuerto de Orly, con la compañía Egyptair. En turista, qué cerdos. Se había acordado de que el comisario de policía destinado en la embajada francesa le esperaría al llegar a su destino. Sharko había consultado en Internet las temperaturas locales: las llamas del cielo hacían arder el país, una verdadera sauna que no le ayudaría en sus asuntos. Llenó su maleta con camisas, dos trajes de baño -¿quién sabía si se presentaría la ocasión?-, dos pantalones de franela y bermudas. No olvidó su magnetófono, la salsa de cóctel, las castañas confitadas y su locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para el carbón y la leña.
Cuando cerraba la maleta, sólo medio llena para dejar espacio para regalos, sonó su teléfono. Era Leclerc. Sharko descolgó con una sonrisa:
– Cartones de cigarrillos, un whisky egipcio de cuyo nombre ya no me acuerdo, un pebetero para Kathia… ¿Qué más me vas a pedir? ¿Una pirámide de cartón?
– ¿Tienes tiempo de llegarte a la estación del Norte?
Sharko consultó su reloj. Las seis y media. Habitualmente cenaba media hora más tarde leyendo el periódico o haciendo un crucigrama, y detestaba alterar sus costumbres.
– Depende.
– Una colega de la PJ de Lille desea verte. Ya está en camino a bordo del TGV.
– ¿Es una broma?
– En principio, parece que tiene relación con nuestro caso.
Silencio.
– ¿Qué tipo de relación?
– Del tipo peregrino e inesperado. Me llamó a mi teléfono directo. Vete a saber si es un marrón. Pero tenéis algo en común: en principio, ambos estáis de vacaciones.
– ¿A eso le llamas algo en común?
– Su tren llega a las 19:31. Es rubia, treinta y siete años, lleva una túnica azul y un pantalón pirata beis. De todas formas, te reconocerá, porque te ha visto en la tele. Ahora eres una estrella.
Sharko se frotó las sienes.
– No es lo que más me apetece. Háblame de ella.
– Te envío algunos elementos. Imprímelos y ponte en marcha.
Sharko tenía los billetes de avión electrónicos a la vista.
– De acuerdo, jefe, a sus órdenes, jefe. Dime, sólo un par de días en El Cairo es poco tiempo, ¿no crees?
– Los locales no quieren que nos quedemos más tiempo. Hay que respetar los procedimientos.
– ¿Por qué me envías allí? Ya sabes que los procedimientos no son mi fuerte. Además, si se me va… ¿Recuerdas la lucecilla verde en mi cerebro?
– Y precisamente cuando se enciende esa lucecilla es cuando eres el mejor. Tu enfermedad hace cosas extrañas en tu cabeza, una especie de bullabesa que te permite captar cosas que nadie más puede sentir.
– Si pudieras decirle eso a nuestro gran jefe, tal vez tendría algo más de consideración conmigo.
– Cuanto menos tengamos que decirle, mejor irán las cosas. De hecho, Auld Stag…
– ¿Qué?
– El whisky egipcio se llama Auld Stag. Apúntatelo en algún sitio, mierda. Y para Kathia, compra el pebetero más caro. Quiero hacerle un buen regalo.
– ¿Cómo está? Hace mucho que no he ido a verla. Espero que no me guarde rencor y que…
– Y no te olvides de coger un antimosquitos o se te comerán vivo.
Colgó bruscamente, como si quisiera poner fin a la conversación.
Un cuarto de hora más tarde, Sharko se instalaba en el RER en Bourg-la-Reine, con la hoja impresa sobre las rodillas. Se enfrascó en el breve informe que su jefe le había proporcionado. Lucie Henebelle… soltera, dos hijas, padre fallecido de cáncer de pulmón cuando ella tenía diez años, madre de profesión sus labores. Brigada en Dunkerque a principios de los años 2000. Destinada al papeleo, consiguió trabajar en un caso sórdido, el de la «cámara de los muertos», que sacudió la región del Norte. Sharko conocía la barrera que existía en aquellos años entre el grado de brigada y el de OPJ. ¿Cómo una simple chupatintas consiguió encabezar una investigación como aquélla, en la que había psicópatas y rituales? ¿Qué fuerzas internas habían empujado a aquella madre de familia a pasar «al otro lado»?
Luego, fue trasladada al SRPJ de Lille y ascendida a teniente. Buen ascenso. Buscaba una gran ciudad, donde hay más posibilidades de dar con lo peor. Hasta ahí, una carrera impecable. Una mujer tozuda, puntillosa, según sus superiores, pero que cada vez con más frecuencia tenía tendencia a salirse del camino establecido. Intervenciones sin pedir refuerzos, enfrentamientos regulares con la jerarquía y una molesta tendencia a no dedicarse más que a los casos con connotaciones violentas, en particular asesinatos. Kashmareck, su comandante de policía, la describía como «enciclopédica, con talento, fina psicóloga sobre el terreno. Pero a menudo difícil de controlar». Sharko se sumergió aún más en la lectura del informe. Tenía la sensación de estar leyendo su propia historia. En 2006 se había pegado un batacazo, al parecer. Una intensa persecución hasta la Bretaña profunda que, al final, le costó una baja por enfermedad de tres semanas. El término oficial era «agotamiento». Entre los policías, eso significaba depresión.
Depresión… Y, sin embargo, sobre el papel, aquella mujer parecía sólida. ¿Por qué ese descenso al fondo del pozo? La depresión se te viene encima cuando una investigación te pega una patada en los morros, cuando de repente la desgracia de los demás se convierte en propia. ¿Qué le había ocurrido que la afectara tanto en lo personal?
Sharko alzó la vista, sosteniendo el mentón con una mano. Aún era treintañera y el lado oscuro la atraía ya hasta el punto de controlar su vida. Y él, ¿a qué edad había comenzado a inclinarse hacia el lado oscuro? Tal vez incluso antes de esa edad. Y el resultado lo tenía ante sí. Cualquier observador hubiera comprendido su situación en un abrir y cerrar de ojos: un tipo atiborrado de medicamentos que envejecería solo, marcado por el sello de una vida fragmentada, incrustada en sus arrugas como un río de dolor.
Llegó a la estación del Norte a las 19:20, menos sudado que de costumbre. En julio, los trabajadores eran sustituidos por turistas, más disciplinados y menos pesados. El pulso de París batía al ralentí.
Andén número 9. Sharko esperaba entre las palomas, en una corriente de aire desapacible, brazos cruzados, con sus bermudas beis bajo una camisa amarilla, zapatos náuticos. Detestaba los andenes de estación, los aeropuertos, todo cuanto pudiera recordarle que, cada día, había gente que se despedía. A sus espaldas, había padres que acompañaban a sus hijos a los trenes, repletos en aquel inicio de vacaciones. Aquella separación era buena, pues amplificaba la alegría del reencuentro, pero en el caso de Sharko el reencuentro ya nunca tendría lugar…
Suzanne… Éloïse…
La masa de viajeros surgió torrencialmente del TG V procedente de Lille. Colores, una tempestad de voces y el ruido del rodar de las maletas arrastradas. Sharko estiró el cuello entre los taxistas que alzaban cartelas con nombres escritos y descubrió de inmediato a la persona que esperaba. Ella se aproximó, sonriente. Bajita, delgada, con los cabellos que le caían hasta los hombros, le pareció frágil y, sin la sonrisa torcida y esa fatiga que se percibe en ciertos policías, la habría tomado tal vez por una chavala que iba a París en busca de un empleo de temporada.
– ¿Comisario Sharko? Lucie Henebelle, SRPJ de Lille.
Sus dedos se rozaron. Sharko observó que ella pasaba el pulgar por encima, en su apretón de manos. Quería controlar el terreno o expresar una forma de dominación espontánea. El comisario le sonrió a su vez.
– ¿Aún existe el Némo, en la calle Solitaires del Vieux-Lille?
– Creo que está en venta. ¿Es usted del Norte?
– ¿En venta? Vaya… Todo lo bueno acaba por desaparecer. Sí, soy del Norte, pero hay que remontarse a mucho tiempo atrás. Vayamos al Terminus Nord, no tiene mucho glamour pero está aquí enfrente.
Salieron de la estación y encontraron una mesa a la sombra en la terraza del café-restaurante. Frente a ellos, los taxis se alineaban en una interminable cola coloreada. La estación daba la impresión de vomitar a la totalidad del mundo. Blancos, árabes, negros y asiáticos se desplazaban de un lado a otro en un enjambre indigesto. Lucie se deshizo de su mochila y pidió una Perrier, y Sharko una cerveza de trigo con una rodaja de limón. La joven policía estaba impresionada por el tipo, por su estatura principalmente: corte de cabello a cepillo, mirada de soldado veterano, corpulento. De él se desprendía la ambigüedad de un material heterogéneo, imposible de definir. Y, sin embargo, ella trató de no dejar entrever nada de ello.
– Me han dicho que es usted experto en comportamientos criminales. Debe de ser un oficio apasionante.
– Vayamos al grano, teniente, se hace tarde. ¿Qué tiene para mí?
El tipo era directo como el puñetazo de un boxeador. Lucie ignoraba a quién se dirigía ella, pero sabía que el otro no le daría nada sin recibir algo a cambio. En aquella profesión todo el mundo funcionaba igual. Toma y daca. Así que retomó su historia, desde el principio. La muerte del coleccionista belga, el descubrimiento de la película, las imágenes pornográficas y violentas ocultas en ella, el tipo al volante de un Fiat que parecía buscar esa película en concreto. Sharko no mostraba emoción alguna. El tipo de individuo que debía de haberlo visto todo a lo largo de su carrera, oculto tras un caparazón. Lucie no olvidó hablarle de la misteriosa llamada a Canadá efectuada a primera hora de la tarde. Señaló la mesa con el índice cuando el camarero les llevó las bebidas.
– He visto en Internet todos los informativos de las televisiones de la semana. El lunes por la mañana, los operarios descubrieron los cadáveres y por la noche el suceso ya era noticia de portada en todos los informativos. Se habló del descubrimiento de varios cadáveres enterrados con el cráneo abierto.
Sacó un cuaderno de su mochila. Sharko observó su minuciosidad, y la peligrosa pasión que en ella anidaba. Los ojos de un policía nunca deberían brillar, y los suyos irradiaban exageradamente al rememorar el caso.
– Apunté que ese lunes por la noche el reportaje sobre los cadáveres con el cráneo cortado comenzó a las 20:03 Y terminó a las 20:05. A las 20:08 el viejo Szpilman llamó a Canadá. En su móvil pude comprobar la duración de la llamada, once minutos, así que colgó a las 20:19. Hacia las 20:25 se mató al tratar de recuperar ese film.
– ¿Ha podido comprobar las otras llamadas de Szpilman?
– Aún no he puesto a mi brigada a trabajar en el caso. Me hubiera llevado una eternidad explicarles todo. La prioridad era encontrarle a usted lo antes posible.
– ¿Por qué?
– Porque el interlocutor misterioso llamará dentro de menos de un cuarto de hora y si no tengo nada sabroso que ofrecerle se habrá acabado.
– Hubiera podido pedir información a la brigada por teléfono. ¿Quería ver a uno de verdad?
– ¿Uno de verdad?
– Un verdadero analista. Un tipo que sabe de qué habla.
Lucie se encogió de hombros.
– Me gustaría poder darle coba, comisario, pero no tiene nada que ver. Ya le he explicado todo. Ahora es su turno.
Era directa, desprovista de artificios. A Sharko le gustaba el combate sordo que le proponía. Y, sin embargo, quiso vacilarla un poco.
– No, ahora basta de cachondeo… ¿De verdad cree usted que voy a darle informaciones confidenciales a un desconocido procedente del país de los caribús? ¿Quiere también que pongamos carteles en las marquesinas de las paradas de autobús?
Lucie, nerviosa, se sirvió la Perrier en un vaso. «Una angustias», pensó Sharko.
– Escúcheme, comisario. He estado de viaje todo el día y me he gastado casi cien euros en billetes de tren para venir a beberme una Perrier. Uno de mis amigos está tirado en un hospital psiquiátrico a causa de esta historia. Tengo calor, estoy hecha cisco, estoy de vacaciones y, sobre todo, mi hija está enferma.
Así que, y con el debido respeto, puede ahorrarse sus bromas de dudoso gusto.
Sharko mordió su rodaja de limón y se relamió los dedos.
– Todos tenemos nuestros pequeños problemas personales. Hace algún tiempo, estuve en un hotel sin bañera. El año pasado, creo… Sí, fue el año pasado. Eso sí que es un verdadero problema.
A Lucie le pareció estar alucinando. Un viaje de ida y vuelta entre Lille y París para oír semejantes sandeces.
– ¿Y qué hago, entonces? ¿Me levanto y me marcho?
– ¿Sus jefes estarán al corriente de esta historia, por lo menos?
– Acabo de decirle que no.
Ella era igual que él, por Dios. Sharko intentó ponerla en su sitio.
– Está usted aquí porque su propia vida se le está escapando de las manos. En su cabeza hay fotos de cadáveres que reemplazan a las de sus hijas, ¿no es cierto? Dé media vuelta, de lo contrario acabará como yo. Solo en medio del populacho que muere a fuego lento.
¿Qué dramas se habían abatido sobre él para que conjurara tantas tinieblas? Lucie recordó las imágenes del informativo de la televisión en las que le vio, en las obras de un gasoducto. Y la horrible impresión que había causado en ella: la de un hombre al borde del abismo.
– Me gustaría compadecerle, pero no puedo. No tengo por costumbre apiadarme de los demás.
– Su tono me parece demasiado directo, teniente. ¿Sabe usted que se está dirigiendo a un comisario?
– Siento…
No tuvo tiempo de terminar la frase. Su teléfono sonaba. Lucie miró su reloj, el hombre se había adelantado un poco. Tomó el móvil con aprensión. Un número, con el prefijo +1 514. Miró a Sharko con expresión sombría.
– Es él. ¿Qué hago?
Sharko le tendió la mano. Lucie apretó las mandíbulas y le puso el móvil en la palma de la mano. Se inclinó hacia él para poder escuchar la conversación. El comisario descolgó sin hablar. La voz, al otro lado de la línea, preguntó con brutalidad:
– ¿Tiene las informaciones?
– Soy el experto que tal vez haya visto en televisión. El tipo con una camisa que debía ser verde y que estaba harto de los periodistas y del calor. Así que sí, tengo la información.
Lucie y Sharko intercambiaron una mirada tensa.
– Pruébelo.
– ¿Y cómo quiere que lo haga? ¿Me hago una foto y se la envío por correo? Dejemos ya de jugar al escondite. La mujer policía que le llamó por teléfono está a mi lado. Esta infeliz se ha gastado cien euros en billetes de tren por su culpa. Así que díganos cuanto sabe.
– Usted primero. Es su última oportunidad. Le juro que colgaré.
Lucie palmeó el hombro de Sharko, invitándole a aceptar y a moderar sus palabras. El comisario obedeció, cuidando de no ir demasiado lejos en sus revelaciones.
– Hemos descubierto cinco cadáveres de individuos de sexo masculino. Adultos jóvenes.
– Lo he visto en Internet. No me está descubriendo nada.
– Entre ellos hay un asiático.
– ¿Cuándo murieron?
– Hará entre seis meses y un año. Su turno. ¿Por qué le interesa este caso?
La tensión se podía palpar en el crepitar de las voces que transitaban de una oreja a otra.
– Porque llevo dos años investigándolo.
Dos años… ¿Quién era? ¿Un policía? ¿Detective privado? ¿Y qué investigaba?
– ¿Dos años? Los cadáveres fueron desenterrados hace sólo tres días y, como mucho, hace un año que murieron. ¿Cómo puede llevar dos años investigando?
– Hábleme de los cadáveres. De los cráneos, por ejemplo.
Lucie no perdía palabra. Sharko decidió soltar algo de lastre, toda negociación exige a menudo concesiones.
– Los cráneos fueron serrados, de manera limpia, con un instrumento quirúrgico. Les habían extirpado los ojos y también…
– El cerebro…
Lo sabía. Un tipo, a seis mil kilómetros de distancia, estaba al corriente de los hechos. Lucie, por su cuenta, ató cabos con la película: por un lado los ojos arrancados, por otro las escarificaciones en forma de iris. Le murmuró algo a Sharko. Él asintió y habló a su interlocutor:
– ¿Qué relación hay entre los cadáveres de Normandía y el film de Szpilman?
– Las niñas y los conejos.
Lucie trató de recordar. Sacudió negativamente la cabeza.
– ¿Qué niñas y qué conejos? -preguntó Sharko-. ¿Qué significan?
– Son la clave, el origen de todo. Y lo sabe.
– ¡No, no lo sé! ¿El origen de qué, joder?
– ¿Qué más sobre los cadáveres? ¿Hay manera de identificarlos?
– No. El asesino ha eliminado cualquier posibilidad de identificación. Manos cortadas, dientes arrancados… Uno de los cadáveres, el mejor conservado, tenía numerosas zonas de piel cortadas en los brazos y los muslos, que él mismo se había arrancado.
– ¿Tienen alguna pista en su investigación?
Sharko optó por ser sutil.
– Tendrá que preguntárselo a mis colegas. Oficialmente, estoy de vacaciones y me marcho diez días a Egipto, a El Cairo.
Lucie alzó los brazos, furiosa. Sharko le dirigió un guiño.
– El Cairo… Entonces ustedes… No, no ha podido ir todo tan deprisa. Ustedes… ¡Ustedes son ellos!
Colgó. Sharko aplastó la boca sobre el móvil.
– ¿Oiga? ¿Oiga?
Un silencio atroz. Lucie estaba literalmente pegada a su hombro. Sharko sentía su perfume, su sudor, y no tuvo coraje de rechazarla.
Se había acabado. Sharko depositó el móvil sobre la mesa. Lucie se incorporó, furiosa.
– ¡No puede ser! ¡Joder, comisario! ¡Unas vacaciones en El Cairo! Y ahora, ¿qué hacemos?
El comisario anotó el número desde el que habían llamado en la esquina de una servilleta y se la guardó en el bolsillo.
– ¿«Hacemos»?
– Usted, yo. ¿Vamos cada uno por su cuenta o comemos en el mismo plato?
– Un comisario no come en el plato de una teniente.
– Por favor, comisario…
Sharko mojó sus labios en la cerveza. Un poco de frescor para tener la mente clara. Aquel día había estado particularmente colmado de emociones.
– De acuerdo. Usted se olvida del restaurador de películas y entrega la bobina a la científica. Ponga a su brigada a trabajar en el caso, y que diseccionen el film. Pídales también que me den una copia. Y que se pongan en contacto con los belgas, para registrar la casa de Szpilman. Tenemos que descubrir imperativamente quién es el canadiense que me acaba de colgar en mis propias narices.
Lucie asintió, con la sensación de desmoronarse bajo el peso de las cosas pendientes de hacer.
– ¿Y usted?
Sharko, tras dudar un instante, se puso a hablarle del telegrama enviado por un policía llamado Mahmud Abdelaal. Le explicó qué había sucedido con las tres muchachas, los cráneos serrados como allí, en Francia, las mutilaciones. Lucie estaba absorta en sus palabras, el caso se apoderaba cada vez más de ella.
– Ha dicho «Ustedes son ellos» -añadió Sharko-. Eso confirma el hecho de que el asesino tras el que ando no está solo. Hay uno que corta limpiamente los cráneos y otro, el tarado, que corta con un hacha.
Sharko siguió reflexionando unos segundos y le tendió su tarjeta de visita. Lucie hizo lo mismo. Él se la guardó en el bolsillo, acabó su cerveza y se puso en pie.
– Voy a tratar de encontrar antimosquitos antes de acostarme. Decirle que detesto los mosquitos sería una litotes. Los odio más que cualquier otra cosa.
Lucie miró la tarjeta de Sharko, le dio la vuelta. Estaba completamente en blanco.
– Pero…
– Cuando uno encuentra a otro una vez, lo encuentra siempre. Manténgame al corriente.
Dejó el importe exacto de las bebidas sobre la mesa y le tendió la mano. En el momento en que Lucie se la estrechó, él le bloqueó el pulgar y pasó el suyo por encima. Lucie hizo rechinar los dientes.
– Buena jugada, comisario. Uno a cero.
– Todo el mundo me llama Shark, no comisario.
– Discúlpeme, pero…
– No podrá, ya lo sé. En ese caso… dejémoslo en comisario. De momento.
Le sonrió, pero Lucie percibió algo profundamente triste en sus pupilas oscuras. Luego se volvió y se encaminó al bulevar Magenta.
– ¿Comisario Shark?
– ¿Qué?
– En Egipto, sea prudente…
Él asintió, cruzó la calle, entró en la estación del Norte y desapareció.
Solo… Era la única palabra que Lucie retenía de su entrevista.
Un hombre solo, terriblemente solo. Y herido. Como ella.
Miró la tarjeta en blanco, que sostenía entre sus dedos, sonrió y anotó, en diagonal, en una de las caras: «Franck Sharko, alias Shark». Sus dedos se unieron durante unos segundos a las letras de esa identidad de resonancias duras, germánicas. Un tipo curioso. Lentamente pronunció, silabeando, «Franck Sharko». Shark… El Tiburón…
Acto seguido guardó la tarjeta en su cartera y se levantó a su vez. El sol rojo y ardiente caía sobre la capital, dispuesto a incendiarla.
Dirección al CHR de Lille, a doscientos cincuenta kilómetros de allí. La distancia, como siempre, separaba su trabajo y su familia.