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Cuando llegó Lucie, los coches de la policía y la camioneta de la científica aún estaban aparcados a lo largo de la calle Gambetta. Esperó a que llegara su madre, a las nueve, y durante una hora pudo charlar con Juliette para explicarle que pronto se irían a la Vendée, las tres, que construirían cientos de castillos de arena frente al océano y comerían helados.

Pero, de momento, ni castillos de arena ni helados. Había que dar paso a algo pegajoso y malsano: la pestilencia del escenario de un crimen.

Kashmareck ya estaba de vuelta. En el hospital, Lucie le explicó todo acerca del film, como había hecho con el comisario Sharko. Sin embargo, su encuentro con el comisario parisino, el día antes, así como su llamada a la OCRVP sin informar a sus jefes habían puesto al comandante de un humor de perros. Más adelante ajustarían cuentas.

Lucie se adentró en el salón de Claude Poignet, el restaurador de films, con un nudo en la garganta. La estancia no tenía vida, iluminada profusamente mediante los halógenos de la policía científica para no dejar escapar ningún indicio. El hombre o los hombres que primero se presentaron en casa de Ludovic y luego en la de Szpilman se habían hecho finalmente con el film. Según los colegas que registraban el piso superior, no quedaba ni rastro de la misteriosa bobina. Lucie sacudió la cabeza, mordiéndose los labios.

– Ha muerto por mi culpa. Yo le metí en la boca del lobo. Vivía aquí tan tranquilo y hoy…

Se agachó y acarició al gato, que se frotó contra sus piernas.

– ¿Quién se ocupará ahora de ti?

Kashmareck le plantó unas fotografías ante las narices.

– Lo hecho, hecho está. No estamos aquí para compadecernos.

Apenada, Lucie no protestó y se interesó por las fotos del escenario del crimen. Decenas de rectángulos mórbidos, nauseabundos. Kashmareck le hablaba mientras le mostraba las fotos.

– Le ataron y amordazaron y le colgaron allí, del gancho de la lámpara, con película. Veo difícil que alguien pueda hacer eso solo. Creo, a la vista de la altura del techo, que por lo menos eran dos. Uno para levantarlo y otro para colgarlo.

– El comisario Sharko tiene la hipótesis de que en Gravenchon hubo dos asesinos. Eso podría confirmar que nos las vemos con los mismos individuos.

El comandante señaló el sillón con el índice.

– Sobre los cojines hemos encontrado una lata de película vacía. El film con el que le colgaron era El árbol del ahorcado, una vieja película del Oeste. La víctima guardaba un centenar de películas del Oeste en los armarios del piso de arriba. El árbol del ahorcado, ¿te das cuenta? Hay que reconocer que estos asesinos tienen un humor negro muy jodido.

Lucie sólo había tomado un café y se sentía mareada. Le volvió a la cabeza una frase que pronunció la víctima: «Le aseguro que me iré de este mundo con celuloide entre los dedos». No sabía cuánta razón llevaba. Y, además, sus problemas personales con su madre y su hija no facilitaban las cosas. Por fortuna, ya habían levantado el cadáver y eso hacía que la escena del crimen fuera más impersonal, menos difícil de soportar.

La científica había dividido en zonas los espacios afectados. Se podía circular por la casa, pero únicamente siguiendo los caminos señalizados. En el suelo, bajo la lámpara, se extendía un charco de sangre. Por doquier había salpicaduras de sangre, como si hubiera llovido: en las baldosas, los zócalos y las patas de la mesa.

– Una vez colgado, lo destriparon como a un pescado. Luego le rellenaron el interior de película, en lugar de los intestinos. El forense está convencido de que, en ese momento, la víctima ya había fallecido. Muerte por asfixia, y aún se desconoce si fue por el ahorcamiento.

El gato se dirigió a la puerta de entrada y maulló para salir. Lucie le abrió la puerta y luego observó una de las fotos. El viejo, abierto del cuello al pubis. Las tripas esparcidas por el suelo, tras caer desde un metro de altura. Le faltaban los ojos. En ese caso había también enucleación. En el lugar de los ojos, dos pequeños trozos de celuloide hundidos en las órbitas, que daban la sensación de que llevara gafas ahumadas.

– Sus ojos…

– Han desaparecido…

Lucie se percató del nuevo punto en común con el caso de Sharko y los cadáveres de Gravenchon. La importancia del ojo, como en el film… Era cada vez más probable que los que habían enterrado a los cinco tipos en la Alta Normandía fueran los asesinos de Poignet. Kashmareck se mesó los cabellos cortos y suspiró. Cogió una bolsa sellada y se la tendió a Lucie, que se estaba poniendo unos guantes de látex. En el interior de la bolsa transparente había dos imágenes casi idénticas, cortadas de una película. Lucie frunció el ceño y miró los fotogramas al trasluz.

– No se ve gran cosa. Parece… un plano general a ras de suelo. ¿Se ha podido identificar de qué film proceden?

– Aún no, se las daremos a los informáticos, y si hace falta recurriremos a especialistas en cine. Debe de tener un significado.

Lucie miró de nuevo los rectángulos perforados.

– Dieciséis milímetros, como el film robado.

Con el índice, el comandante señaló la boca del cadáver.

– Que tuviera tu tarjeta de visita en la boca me inquieta. Quizás deberíamos hacer vigilar tu edificio durante unos días por un equipo.

Lucie sacudió la cabeza.

– No es necesario. Parecen una manada de lobos. Nos descubrieron a Ludovic y a mí, y han seguido nuestro rastro… Ayer, mi cerradura parecía forzada. Probablemente entraron en mi casa, como en casa de Ludovic o aquí.

Ese pensamiento la hizo estremecer. ¿Qué hubiera sucedido si en aquel momento se hubiera hallado en casa?

– Y, finalmente, se han salido con la suya y se han hecho con el film, así que han querido que lo supiéramos. Han marcado su territorio. Ahora que tienen lo que querían probablemente desaparecerán y caerán en el olvido.

Miró a los técnicos de la científica que trabajaban con sus polvos y sus pinceles.

– ¿Han descubierto rastros o huellas?

– Probablemente las de la víctima. Nada interesante de momento. Y poco podemos esperar del vecindario, la calle es comercial y vive muy poca gente. Por la noche casi no pasa nadie.

– ¿Hora del fallecimiento?

– Entre medianoche y las tres de la madrugada, según las primeras estimaciones. La cerradura prácticamente no fue forzada. A priori, la víctima aún no dormía, puesto que su cama no estaba deshecha.

En el salón todo estaba ordenado, no había señales de lucha. Lucie podía imaginar perfectamente a dos tipos corpulentos enfrentándose a aquel anciano indefenso. Hubieran podido coger el film y marcharse, pero habían querido «limpiarlo» todo, no dejar rastro alguno, ningún testigo. Y regalarse un extra, con su puesta en escena digna de una película de David Fincher. Asesinar a sangre fría no es un acto fácil. Hay que controlar las propias pulsiones, luchar contra lo que prohíben la sociedad, la religión y la conciencia. Deshacerse de los propios pilares del espíritu humano. Pero aquellos habían liquidado, enucleado y eviscerado a un hombre e incluso se habían tomado su tiempo rebuscando entre las películas del Oeste para crear su efecto. ¿Qué tipo de locos se ocultaba tras ese crimen? ¿Qué móvil les había llevado a transgredir los límites de aquella manera?

Lucie subió al primer piso. En la escalera, los cuadros seguían allí. La policía evitó la mirada de aquella mujer en las fotos. Marilyn…

Unos colegas registraban las habitaciones. Lucie echó un vistazo al laboratorio. Encima de una tablilla había cámaras antiguas, bobinas y productos de revelado. Entró a continuación en el taller de restauración, acompañada por el comandante. La silla, frente a la moviola, estaba caída en el suelo.

– A las tres de la madrugada, me ha dicho… ¿Qué había descubierto Poignet para trabajar hasta tan tarde?

Se situó junto al aparato, procurando no entrar en la zona delimitada por las cintas amarillas y negras de la policía. Un técnico disponía papeles numerados frente a los objetos y los fotografiaba.

– Los indicadores temporales de la moviola están a cero, así que debieron de rebobinar la película para llevársela. Poignet debía de estar estudiándola con detenimiento.

Lucie se volvió hacia el fondo del taller. Cables arrancados y el escáner destrozado.

– ¡Mierda!

– ¿Qué sucede?

– Claude Poignet tenía que digitalizarme el film, yo lo esperaba. Pero el ordenador portátil ha desaparecido.

Chasqueó los dedos.

– Quizá tuvo tiempo de enviarme el archivo o un enlace para descargármelo. Tengo que consultar mi correo electrónico. ¿Tiene conexión a Internet en su móvil?

– Es un iPhone de última generación.

Le tendió su aparato. Lucie rezó por que Poignet le hubiera enviado el film. Quería proseguir el viaje con la mujer mutilada, la chiquilla en el columpio, quería ir más allá de lo que las imágenes habían mostrado. Sumergirse en la mente del cineasta, comprender su locura artística y tal vez también real. Se conectó a su correo. Algunos mensajes de Meetic, pero nada más. La impotencia la abatió.

– Nada…

Suspiró y con voz queda, dijo:

– Hay que ponerse en contacto con los belgas. Hay que interrogar al hijo, conseguir retratos robot, registrar la casa de Szpilman de cabo a rabo y saber dónde pudo conseguir el film. Remontarnos al origen. De momento, es la única manera de seguir la pista de esa maldita bobina.

– Nos ocuparemos de ello.

Su mirada recorrió la moviola, los enrolladores ahora vacíos, la cesta con las tarjetas de visita que los equipos no tardarían en llevarse.

– A menos que…

Se volvió hacia el teléfono, al fondo.

– Sé qué estás pensando -dijo Kashmareck-. Ya tenemos la lista de las llamadas recibidas y efectuadas por la víctima. Seguimos el procedimiento. Nos pondremos a trabajar en ello y nos pondremos en contacto con esas personas, pero cada cosa en su momento.

– Muy bien. Entre ellos, hay un historiador del cine. Aún tendríamos alguna oportunidad si hubiera podido reconocer a la actriz a la que le cortan el ojo. Y también… -sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió al comandante- este tipo, Beckers. Es un especialista en el impacto de la imagen en el cerebro con el que Poignet tenía que ponerse en contacto.

Kashmareck se guardó la tarjeta en el bolsillo.

– Nos ocuparemos de ello.

– Esa maldita película deja fuera de combate a todos los que se acercan a ella. Wlad Szpilman, Ludovic Sénéchal y ahora Claude Poignet. Tenemos que hacernos con ella.

– ¿Y tus vacaciones?

– Se han acabado. Voy a casa a cambiarme e iré a comunicar a Ludovic Sénéchal que su amigo ha muerto. Luego, regresaré de inmediato con ustedes. Quiero dar con los cerdos que le han hecho esto.

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