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El halo azulado de los girofaros de la policía se entremezclaba con el de los camiones de bomberos estacionados frente al chalet. Los bomberos habían llegado a una velocidad alucinante y con sus potentes mangueras consiguieron dominar el incendio antes de que éste se propagara al bosque. Pero de la vivienda de Philip Rotenberg sólo quedaba humo y un montón de cenizas.

Las siluetas tersas de los hombres de la Gendarmería Real de Canadá se movían con precaución alrededor de los dos cuerpos calcinados, tomaban fotos y recogían pruebas. Había allí una gran variedad de uniformes. Chaqueta roja, pantalón negro y amarillo, sombrero de fieltro y botas Strathcona para los gendarmes, mono blanco para los equipos de la científica, chaquetón negro y pantalones de faena para los bomberos. Los hombres se entendían a la perfección y daban la impresión de un ballet sincronizado.

Lucie estaba esposada. Sin violencia ni animosidad, simple respeto a los procedimientos. Su documentación, sus notas y su mochila habían ardido en el incendio, y había matado a un hombre de varios disparos. El revólver hallado a sus pies ya se lo habían llevado para el análisis de huellas dactilares y de balística, envuelto en una bolsa transparente.

Lucie fue detenida a las 23:05, hora canadiense, por un inspector llamado Pierre Monette, que la condujo al destacamento de Trois-Rivières.

En el edificio ultramoderno de la unidad de gendarmería, le vaciaron los bolsillos -la llave confiada por Rotenberg acabó en el fondo de una bolsa, y dos hombres, que no eran precisamente unos angelitos, la interrogaron sin darle tiempo ni a respirar. Lucie explicó la situación lo mejor que pudo. Habló de los asesinatos en Francia, de los experimentos de los años cincuenta, de su investigación en los archivos y del simulacro de secuestro perpetrado por Philip Rotenberg. Con tono sereno, segura de sí misma, invitó a sus interlocutores a que se pusieran en contacto con la Sûreté de Quebec y la policía francesa para obtener toda la información acerca del caso. Dio con precisión todos los contactos y los números de teléfono que recordaba.

Sin duda, su comisión rogatoria la sacaría del apuro, aunque, en ese tipo de situación, los policías franceses no deben intervenir personalmente y, en particular, no deben utilizar armas de fuego.

Su buena conducta y sus claras explicaciones no evitaron que tuviera que pasar la noche en una celda. De nuevo, Lucie no rechistó. Conocía el funcionamiento de una investigación y la complejidad del panorama al que se enfrentaban los gendarmes. Dos cadáveres hallados calcinados en lo más profundo de un bosque, una mujer francesa indocumentada, historias de la CIA y los servicios secretos: no era ninguna tontería. Por fuerza, las verificaciones llevarían algún tiempo.

Lo más importante era que estaba viva.

Sola en la pequeña estancia rectangular, se dejó caer en el banco, con los nervios destrozados. Aquella noche había matado a un hombre, el segundo en su carrera. Arrebatar una vida, sea ésta cual sea, deja siempre un profundo surco negro en el alma. Algo indeleble que le ronda a uno durante mucho tiempo.

Pensó en Rotenberg, que iba a contárselo todo. Como había sucedido con el restaurador de films. Se lo había entregado en bandeja al asesino. Aquel hombre que vivía agazapado en un bosque había pagado los platos rotos de su negligencia.

Aquellos cabrones la habían utilizado de nuevo. Lucie se sentía mal por ello.

El inspector Pierre Monette acudía regularmente a preguntarle cómo estaba, y le llevó agua y café, e incluso la invitó a un cigarrillo que ella rechazó. Avanzada ya la noche, le anunció que todo iba por buen camino y que probablemente por la mañana estaría en la calle.

Las horas que siguieron se hicieron interminables. Sin visitas, sin nadie con quien hablar. Sólo el sol pesado al asalto del cielo boreal, a través de los cristales de Plexiglás de una estancia gris y siniestra. Lucie pensaba en sus hijas en todo momento. Aquella noche había estado a punto de morir. ¿Qué hubiera sido de sus hijas sin ella? Dos huérfanas, sin padre ni madre. Lucie suspiró profundamente. En cuanto aquella historia acabara se iba a dar un tiempo para pensar en serio en su futuro. En el futuro de ellas, de las tres…

A las diez y diez, una sombra se dibujó en el marco de la puerta de la celda.

Lucie hubiera reconocido aquella silueta entre un millón.

Franck Sharko.

Cuando Monette abrió la puerta, Lucie se abalanzó y, sin pensar, se hundió en el hombro del robusto policía. El comisario dudó una fracción de segundo y apoyó sus grandes manos en su espalda.

– Si sigues así, acabarás por provocarme un infarto. ¿Siempre es así contigo?

Los ojos de Lucie se humedecieron. Se apartó, con una sonrisa triste.

– Digamos que en estos momentos es una situación un poco especial. ¿No se ha dado cuenta?

Lucie olvidó durante unos segundos las horas sombrías que acababa de vivir. Aquella presencia fuerte la tranquilizaba enormemente. Sharko señaló la reja con una inclinación de cabeza, con una sonrisa que le sentaba bien.

– Vuelvo enseguida. Hay que resolver el papeleo. ¿Puedes esperar aún un poco?

– Quisiera hacer una llamada antes. Quiero llamar a mis hijas. Quiero escuchar su voz.

– A su debido momento, Henebelle. A su debido momento.

Lucie volvió a sentarse en el banco.

Una vez a solas, exhaló un profundo suspiro y se llevó una mano al pecho.

Allí dentro, el corazón latía con toda su terrible fuerza.

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