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Lucie no había pegado ojo en toda la noche. ¿Cómo olvidar los horrores vistos en la unidad de neuroimagen? ¿Cómo dormir apaciblemente tras aquel aluvión de tinieblas? Acurrucada en un rincón de la habitación de hospital con su ordenador portátil, veía en bucle el film oculto que Beckers le había grabado en un DVD.

El film dentro del film, grabado con los parámetros correctos de contraste, velocidad y luminosidad.

El de los conejos y las niñas.

Unas criaturas, Dios mío…

Una vez más lo puso en marcha movida por la necesidad de comprender qué pudo suceder en aquellos lejanos años olvidados.

Las imágenes se sucedían al ritmo de cinco por segundo. Eso producía una proyección entrecortada, con falta de información entre plano y plano. Pero la sensación de movimiento, de continuidad, estaba casi lograda, aflorando en el límite de los sentidos. Con la repetición de los visionados, el ojo de Lucie había aprendido a focalizar la escena que le interesaba, y a hacer abstracción de la escena inicial, sobreexpuesta, parásita. Ahora ella ya veía un solo y único film: el film oculto.

Doce criaturas, niñas de corta edad, estaban de pie, pegadas las unas a las otras, con las manos contra el torso. Llevaban unos pijamas probablemente blancos, un poco demasiado holgados para sus escuchimizadas siluetas. Los ojos se les salían de las órbitas, en casi todos los rostros se dibujaban muecas de un miedo profundo, tenaz. Era como si una enorme tormenta negra, cargada de monstruos, retumbara sobre ellas.

Casi todos los rostros… Porque el de la chiquilla del columpio miraba con expresión fría, el mismo vacío en su mirada que frente al toro inmóvil. Se ponía al frente del grupo, la primera de la fila, y no se movía.

Treinta, cuarenta conejos, unos animalillos que aún no eran adultos, temblequeaban en un rincón. Orejas gachas, pelo erizado, bigotes agitados. El cineasta probablemente estaba situado en otra esquina, lo que le permitía abarcar en su tiro de cámara a las niñas y los animales, a cinco o seis metros.

La niña del columpio volvió de repente la mirada hacia la izquierda. Probablemente observaba a alguien invisible para el espectador. La misma presencia misteriosa que parecía estar en todas partes se ocultaba fuera de plano y parecía coordinar el conjunto.

«¿Quién eres? -pensó Lucie-. ¿Por qué te ocultas? ¿Acaso necesitas ver sin que te vean?»

De repente, los labios de la chiquilla se encogieron y sus rasgos se arrugaron. Lucie tuvo la impresión brutal de encararse con una encarnación del mal absoluto. Como un guerrero, la niña echó a correr hacia los conejos, que saltaron a un lado y a otro. Con gesto seguro, cogió a uno de los conejos por la piel de la espalda y, con una mueca que debió de ir acompañada de un grito, arrancó la cabeza del cuerpo.

La sangre le salpicó el rostro.

Abandonó a la bestia despedazada y se abalanzó sobre otro animal, sin dejar de gritar. Lucie apretó los puños. Aunque la película fuera muda, se podía adivinar la fuerza, la rudeza de los gritos de la criatura.

Entre todas las chiquillas cundió el terror, en una cacofonía que la policía pudo imaginar fácilmente. Se pegaban las unas contra las otras con más fuerza, mientras los conejos despavoridos se escurrían entre sus piernas. Sus rostros se volvieron hacia el rincón al que la chiquilla del columpio había mirado la primera vez. Lucie estaba segura de que allí había alguien y de que esa persona hablaba a las niñas. Alguien a quien el cámara no filmaba nunca. Sin duda, el organizador de aquellas abominaciones. El gurú. El monstruo.

Los rasgos de las niñas se crisparon aún más, sus hombros se encogían y el temor y el miedo estallaban. Una de las niñitas se separó del grupo gritando y se precipitó hacia el animal que daba brincos ante ella. Lo agarró de las orejas y lo lanzó contra la pared.

Las siguientes imágenes desafiaban todo cuanto una mente humana pudiera imaginar.

Carnicería, hecatombe o locura eran palabras que aquella horrenda secuencia hacía venir a la mente. Una tras otra, las niñas se pusieron a exterminar a los animales. Ráfagas de gritos mudos, chorros de sangre, cuerpos que voltean en el aire, se estrellan contra una pared y son pisoteados. Más allá de los límites del horror y de la barbarie. La imagen ondulaba, la cámara se mostraba dubitativa, sin saber adónde dirigir el objetivo. El cámara trataba de capturar los rostros, los gestos de las niñas, de recoger el vértigo de la escena con zooms y planos generales.

En menos de un minuto, la cuarentena de conejos había sido masacrada. Unas manchas oscuras salpicaban las ropas y los rostros de las niñas. Las niñas jadeaban, de pie, a cuatro patas, en cuclillas, completamente aisladas las unas de las otras. Sus rostros parecían azorados y sus ojos no apartaban la mirada de las tripas y la sangre.

El film acabó. Pantalla negra en el ordenador.

Lucie abatió la tapa de su portátil con un largo suspiro. Abrió las manos, con las palmas tendidas hacia su rostro: sus dedos seguían temblando. Unos temblores incontrolables que no cesaban desde el día anterior. Una vez más, tenía la necesidad física de sentir a su hija. En pijama, se precipitó hasta la cama de Juliette y sostuvo en sus brazos a la pequeña. Le acarició el cabello, con ternura, a punto de echarse a llorar. En los últimos años, rara vez lloraba. Uno llora tanto durante una fase de depresión que tiene la sensación de haber agotado las reservas de agua y sal para siempre. Pero en aquel momento, sentía que las compuertas podían abrirse de nuevo, que una lluvia de congoja podía hacerla naufragar. En el fondo, el equilibrio de los policías es muy frágil, como una cáscara de nuez que, lentamente, se resquebraja ante el embate de persecuciones y escenas de crimen.

Lucie se puso en pie bruscamente, presa de un deseo irreprimible, cogió su móvil y marcó el número de Sharko, que había conseguido a través de los servicios administrativos. Tenía que hablar del caso con alguien. Vomitarlo todo a una oreja comprensiva, capaz de escuchar, que vibrara al unísono con la suya. Al menos así lo esperaba. Para desesperación suya, la atendió el contestador. Tomó aire y soltó:

– Henebelle al habla. Tengo novedades acerca del film, quisiera hablar con usted. ¿Y la pista en Egipto, cómo va? Llámeme cuando desee.

Colgó, se tumbó y cerró los ojos. El film la obsesionaba, las imágenes ardían en su cabeza. Durante el viaje de regreso, a Kashmareck tampoco le llegaba la camisa al cuerpo. A pesar de que hubieran podido hablar ampliamente del caso, cada uno de ellos prefirió concentrarse en la cinta de asfalto y sumirse en sus propios pensamientos. El comandante sólo había dicho: «Mañana hablamos, Lucie. ¿De acuerdo?».

De acuerdo, mañana. Ya era mañana. Una noche en vela habitada por monstruosidades.

Juliette se movió de repente y se acurrucó contra el pecho de su madre.

– Mamá…

– Tranquila, cariño, tranquila. Duérmete, aún es muy temprano.

Una voz adormecida, tierna.

– ¿Te quedarás conmigo?

– Siempre estoy contigo. Siempre.

– Tengo hambre, mamá…

El rostro de Lucie resplandeció.

– ¿Tienes hambre? ¡Genial! ¿Quieres que…?

La niña había vuelto a dormirse. Lucie se abandonó con un suspiro de alivio. Tal vez el final del túnel… por lo menos por aquel lado del túnel.

Unas chiquillas, pensó, volviendo al caso. Apenas mayores que Juliette. ¿Qué monstruo había podido obligarlas a actuar de aquella manera? ¿Qué mecanismo había podido desencadenar en ellas aquella violencia? Lucie aún podía ver la habitación, las ropas, el entorno aséptico. ¿Un hospital de pediatría, como aquél? ¿Las niñas eran acaso pacientes que sufrían alguna enfermedad o un trastorno psicológico grave? ¿El hombre que siempre permanecía fuera de plano era tal vez un médico? ¿O un científico?

El médico, el cineasta. Una pareja infame que actuó cincuenta años atrás, y cuyos fantasmas tal vez habían regresado…

Aquellas preguntas sin respuesta daban vueltas y más vueltas en su cabeza. Ante sus ojos palpitaban destellos de luz mientras, progresivamente, el alba iba diseminando sus primeros colores sobre el acero y el hormigón del centro hospitalario.

¿Qué degenerado había creado aquel film y con qué objetivo?

¿Qué les habían hecho a aquellas pobres niñas, perdidas en el anonimato ingrato de las imágenes ocultas?

Si cerca de allí hubiera habido un sótano, Lucie se hubiera escondido en el rincón más oscuro, con las rodillas contra el pecho, para pensar, pensar y pensar. Hubiera tratado de hallar un rostro al asesino, de encarnarlo en una silueta. A ella le gustaba sentir al asesino al que perseguía, olisquear el olor que dejaba en su estela. Y en aquel juego era bastante buena, Kashmareck podía corroborarlo. Beckers a buen seguro podría ver en su cerebro, con sus escáneres, una zona que no se iluminaría en ninguna otra persona confrontada a una escena violenta: la del placer y la recompensa. No se trataba de que sintiera placer; al contrario, en cada nueva investigación tenía ganas de vomitar. Vomitar hasta morirse ante los horrores que los humanos son capaces de cometer. Sin embargo, un cebo invisible siempre la retenía. Un anzuelo que arrancaba la garganta y destruía el interior sin que uno pudiera desprenderse de él.

Y en aquella ocasión no era precisamente una pequeña caña de pesca para truchas la que la había rozado.

No, se trataba de un arte de mayor tamaño.

Ideal para la pesca del tiburón.

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