En cuanto Lucie dejó L'Hay-les-Roses, todo empezó a acelerarse. Sólo disponía de unas horas para resolver asuntos para los que una mujer normal hubiese tenido que hacer en dos días. Su avión despegaba a las 19:10 del aeropuerto de Lille-Lesquin. El servicio administrativo en el que trabajaba Sharko, encargado de las misiones en el extranjero, se había ocupado de todo como por arte de magia: documentación, orden de misión y justificación del desplazamiento ante la jerarquía, y envío de los billetes electrónicos a su dirección de correo electrónico. El Boeing aterrizaba a las 20:45, hora canadiense. Tenía reservada una habitación en el hotel Delta Montréal, un tres estrellas situado entre el Mont-Royal y el Vieux-Port, a dos pasos del centro de los archivos. Acababa de imprimir la comisión rogatoria internacional, que le había llegado unos instantes antes por correo. En el marco estricto de la investigación, le concedían cuatro días completos in situ. Cuatro días era mucho tiempo para investigar unos viejos documentos. Habían sido generosos.
Cuando Lucie iba camino de su domicilio, pensó en las últimas palabras de Sharko, en el andén del RER, en Bourg-la-Reine: «Cuídate, pequeña». Las palabras habían resonado en lo más hondo de su garganta como piedrecillas al entrechocar entre sí. Se dieron entonces la mano -el pulgar de él encima, mutuas sonrisas, empate a uno- y luego, como la primera vez, Sharko se marchó, con los hombros caídos, sin darse la vuelta. Con aprensión, Lucie contempló entonces durante un buen rato cómo su silueta desaparecía anónimamente en las escaleras.
Tras pasar por su cuarto de baño, Lucie terminó de preparar la maleta con lo estrictamente necesario, la metió en el portaequipajes de su coche, sacó la basura y se dirigió hacia el CHR Oscar Lambret. Estaba excitada como nunca. Canadá… Un caso internacional… para ella, la «pequeña policía» que, unos años antes, hacía de chupatintas encargada del papeleo en la comisaría de Dunkerque. Se sentía orgullosa de su ascenso.
Lucie entró en la habitación del hospital con dos cafés solos que se había servido en la máquina. Su madre seguía allí, al pie del cañón. Jugaba a la consola de videojuegos con Juliette. Sobre la cama había libros para colorear abiertos. La niña esbozó una sonrisa. Estaba radiante y su piel por fin había recuperado el color de la miel de las criaturas de su edad. El médico había anunciado oficialmente que a la mañana siguiente le darían el alta. Lucie abrazó a su hija.
– ¿Mañana por la mañana? ¡Eso es genial, cariño!
Tras una ola de besos, Juliette se enfrascó de nuevo en su partida, muy alegre. Lucie y Marie estaban a la puerta de la habitación, con el vaso en la mano. Lucie respiró profundamente y soltó:
– Mamá, tendrás que quedarte con Juliette por lo menos cuatro días más… En fin, cuatro días y cuatro noches, quiero decir. Lo siento mucho, es una investigación difícil y…
– ¿Adónde vas?
– A Montréal…
Marie Henebelle tenía el don de culpabilizarle a uno con la mirada.
– Ahora al extranjero. Espero que por lo menos no sea peligroso…
– No, qué va. Sólo voy a revolver papeles en unos viejos archivos. Nada apasionante, pero desgraciadamente alguien tiene que hacer el trabajo.
– Y por supuesto te ha caído a ti.
– Es una manera de decirlo.
Marie conocía demasiado bien a su hija y sabía que aunque se marchara a luchar contra el mismísimo diablo, aparentaría irse a buscar setas. Señaló con un gesto de cabeza un peluche gris, un hipopótamo.
– Ha venido tu ex.
– ¿Mi ex…? ¿Te refieres a Ludovic?
– ¿Ha habido otros?
Silencio de Lucie. Marie miró con tristeza a Juliette.
– Habrías tenido que ver cómo se han divertido, los dos. Ludovic se ha pasado aquí un par de horas con ella. Volvía a su casa, y ha dicho que si querías llamarle que le llamaras. Deberías hacerlo.
– Mamá…
Marie se apoderó de la mirada de su hija.
– Lucie, necesitas a un hombre. Alguien que te dé estabilidad, que sepa devolverte a la realidad cuando sea necesario. Ludovic es un buen chico.
– El único problema es que no le quiero.
– ¡No te has dado tiempo para quererle! Tus gemelas pasan más tiempo con su abuela que con su madre. Soy yo quien cuida de ellas y las educa. ¿Te parece normal?
En el fondo, Marie tenía toda la razón. Lucie pensó en la idea que Sharko tenía del oficio: un monstruo devorador que, a la larga, sólo regurgita familias destruidas o descompuestas.
– Después de este caso, mamá. Te prometo que me daré un descanso y pensaré.
– Pensarás, claro… Como en el caso anterior. Y también en el anterior, y también, y también…
Sus ojos contenían reproches pero también cierta forma de piedad.
– A estas alturas ya no podré cambiar a mi hija. Estás hecha de hormigón, querida, y habría que dar golpes con un pico para cambiar alguna cosa en tu maldito cerebro.
– Al menos, ya sé a quién he salido…
Lucie logró arrancarle un atisbo de sonrisa a su madre, que le acarició la barbilla.
– ¡Vamos, vete! Voy a casa y vuelvo. ¿A qué hora tienes que salir de aquí?
– A las cinco, como muy tarde. El tiempo de llegar al aeropuerto, y el embarque.
– Eso te deja tres horas para estar con tu hija. Dios mío, ni que estuviéramos en el locutorio de una cárcel…