Cuando la puerta delantera del A320 se abrió sobre la pista del aeropuerto internacional de El Cairo, Sharko tuvo la sensación de que una vaharada de fuego le abofeteaba el rostro. Un aire sofocante, cargado de humo y de queroseno, que hacía arder la garganta. El auxiliar de vuelo había anunciado una temperatura exterior de 36 °C, lo que provocó un amplio clamor entre los pasajeros, en su mayoría turistas. Desde el mismo instante en que pisó suelo egipcio, el comisario supo que iba a detestar aquel país.
Como habían convenido, Mickaël Lebrun le esperaba al pie de la escalerilla.
El hombre tenía un aspecto imponente. Con pantalón beis claro y camisa de estilo colonial, el rostro cuadrado como la base de una pirámide, observaba detalladamente el flujo coloreado que se esparcía por los meandros del aeropuerto. Moreno, de tez bronceada y cabello corto, se le hubiera podido tomar fácilmente por un temible aduanero. Ambos intercambiaron un fuerte apretón de manos -pulgar por encima para Sharko-, y luego Lebrun se apartó ligeramente.
– Espero que haya tenido un buen viaje. Le presento a Nahed Sayed, una de las traductoras de la embajada. Ella le acompañará en sus visitas por la ciudad y estará a su disposición para las entrevistas con la policía.
Sharko la saludó. Sus manos eran suaves, delicadas y con las uñas cortas. Su largo cabello negro, fino y flotante, enmarcaba unos ojos cautivadores. Debía de tener treinta y pocos y no se parecía en absoluto a la imagen que Sharko tenía de las mujeres egipcias, con velo, sumisas, viviendo a la sombra de su marido.
En los interminables pasillos climatizados hablaron sobre todo de papeleo. Lebrun le aconsejó que se procurara libras egipcias en los cajeros del aeropuerto, ya que, en la ciudad, era difícil obtener billetes pequeños, a causa del turismo. Tras intercambiar algunas banalidades -entre ellas, el interrogatorio por parte de un aduanero acerca de la presencia de una locomotora en miniatura y de un bote de salsa de cóctel en su equipaje-, el comisario finalmente pudo recuperar sus pertenencias. A lo largo de su conversación, Sharko comprendió mejor el papel de Mickaël Lebrun en aquel país. Mano derecha del embajador de Francia en los asuntos de seguridad en Egipto, ejercía también como asesor técnico del director de la policía de El Cairo, un general. Su especialidad eran, principalmente, los casos de terrorismo internacional. Nahed escuchaba, algo retirada, casi diluida su presencia.
La explosión de ruidos, el ajetreo de la masa y el calor estuvieron a punto de hacer tambalearse al policía francés. Rezó por que Eugénie se quedara en su cubil, lejos, en lo más profundo de su cabeza. A la vista de las circunstancias, sin embargo, y de su falta de interés por la arquitectura egipcia, parecía evidente que no tardaría en asomar la cabeza y acosarle.
Embarcaron en un Mercedes Phantom, el modelo más grande del país. A pesar de la insistencia del comisario Sharko, Nahed prefirió sentarse atrás. El potente automóvil dejó atrás Heliópolis y se metió en la autopista Salah Salem, que les conduciría hasta las entrañas de El Cairo. Justo frente a ellos, la masa negra de la ciudad vibraba bajo un cielo de color cobre.
Por el camino, Lebrun le ofreció una botella de agua a Sharko, que trataba de reponerse absorbiendo a pleno pulmón el oxígeno reciclado del aire acondicionado.
– Su jefe, Martin Leclerc, no quiere que pierda mucho tiempo, puesto que su regreso está previsto para mañana por la tarde. Ha sugerido que vaya hoy mismo a comisaría. Personalmente, hubiera preferido esperar un poco, por lo menos para que tuviera tiempo de descansar y visitar la ciudad, pero…
– Martin Leclerc desconoce el significado de la palabra descanso. ¿Cuál es el plan?
– Le dejaré en el hotel, en la calle Mohamed Farid, no muy lejos de la comisaría. Nahed le aguardará en el vestíbulo. Ella le acompañará allá donde usted desee. Aproveche para refrescarse un poco y luego diríjase a comisaría, supongo que será a eso de las cuatro de la tarde. El inspector principal Hasán Nuredín, jefe de la brigada, le recibirá.
– Una vez allí, ¿tendré acceso a toda la información?
Mickaël Lebrun adoptó un semblante afectado. Alrededor, el tráfico se hacía cada vez más y más denso. Autobuses y taxis repletos adelantaban por doquier en una algarabía ensordecedora.
– En estos momentos estamos en un momento delicado por culpa del sacrificio de cerdos. A la vista de la propagación de la gripe A, numerosos diputados de la Asamblea del Pueblo han conseguido que se apruebe la erradicación de esos animales. Desde finales de abril se han producido diversos enfrentamientos entre ganaderos y las fuerzas de seguridad. No llega usted en el mejor momento y, por desgracia, mi relación con el inspector principal no es nada del otro mundo. Tiene autoridad absoluta sobre la gobernación de Kasr El Nil, que lleva con mano firme. Pero, créame, Nahed le será de gran ayuda, Nuredín la conoce muy bien.
Sharko dirigió la mirada al retrovisor interior. Nahed permanecía erguida como una esfinge entre los reposacabezas de cuero. Cuando sus miradas se cruzaron, volvió los ojos hacia la ventanilla. A Sharko le pareció entender, en un segundo, qué quería decir Lebrun con aquello de «la conoce muy bien».
Por fin El Cairo mostraba su corazón ardiente, ese músculo batiente que a Suzanne tanto le hubiera gustado palpar con sus manos. Sharko observó con mirada triste los minaretes de trabajada arquitectura que bordeaban las universidades, las mezquitas de tejados de oro resplandeciente entre el polvo levantado por el rugido de las calles, los terrenos reservados a los clubes de fútbol, ocultos tras los puestos de mercado de frutas desmesuradas. Reinaba allí un bullicioso caos urbano que hacía de París un pueblecillo. Veinte millones de habitantes que daban la impresión de caber en un pañuelo. Vendedores de recambios para automóviles se lanzaban por entre las calles abarrotadas, la gente cruzaba por cualquier sitio, a veces ayudados por «pasadores de calles». Allí era un buen oficio. Había quienes empujaban carros cargados de ladrillos, y asnos fatigados tiraban de montañas de telas junto a los viejos taxis negros Nasr 1300. Por las peligrosas aceras corrían criaturas cubiertas por el velo que al mismo tiempo hablaban por teléfono, con el móvil calado entre la mejilla y su hiyab ya no muy blanco.
– Como podrá observar, el peatón es el rey -dijo Nahed, que había recuperado su sonrisa-. El peatón que va en coche, naturalmente. Sin claxon es imposible circular por El Cairo. Y sin buen oído es imposible cruzar las calles.
Era la primera vez que Sharko escuchaba verdaderamente su voz, una hermosa mezcla de francés y de sabores orientales.
– ¿Y cómo se puede vivir cada día en un entorno así?
– ¡Oh, El Cairo tiene muchos otros rostros! Podrá escuchar cómo bate su corazón en sus arterias más profundas.
– ¿Esas mismas arterias donde encontraron a las tres muchachas asesinadas hace dieciséis años?
Sharko siempre había tenido el don de poder enfriar una conversación, la diplomacia no era su fuerte. Señaló a Lebrun con un gesto de cabeza.
– ¿Me puede hablar de esa historia, ya que al fin y al cabo estoy aquí por ese motivo?
– Mi misión en Egipto comenzó hace cuatro años. Nuestros destinos nos exigen viajar a menudo. Y, si le digo la verdad, aún no he visto el dossier.
Sharko comprendió de inmediato que su interlocutor no quería mojarse. Un diplomático…
– Ese tal Nuredín, ¿me llevará al lugar del crimen si fuera necesario? -preguntó.
– Debe saber una cosa, comisario. El país avanza, y los gobernantes egipcios detestan volver al pasado. ¿Qué espera, además, después de tanto tiempo?
– ¿Me acompañaría usted, si fuera necesario?
El comisario Lebrun hizo sonar el claxon sin razón aparente. Un tipo estresado, pero ¿cómo no estar estresado en medio de aquel tornado de acero y ruido?
– No podemos hacer nada sin el consentimiento de Nuredín. Por un lado, en la embajada no nos gustan ese tipo de derivas, ya que la organización y los asuntos de la policía de Egipto son información clasificada. Por otra parte, no tendrá usted tiempo.
En el rostro de Sharko apareció una sonrisa pretenciosa.
– Sin duda ése es el motivo de que mi viaje dure sólo dos días… Y supongo que Nahed no está a mi lado simplemente para traducir -se volvió hacia ella-. ¿No es cierto, Nahed?
– Tiene usted una imaginación muy fértil, comisario -replicó Lebrun en tono seco.
– No se imagina usted hasta qué punto.
Calle Mohamed Farid. El Mercedes se detuvo frente al hotel Happy City, un tres estrellas de fachada rosa y negra.
– Limpio y con encanto -dijo Lebrun-, y la mayoría de los otros hoteles de la capital están completos. En El Cairo, julio no es precisamente el período de menos turismo.
– Mientras haya bañera…
El comisario de la embajada le ofreció su tarjeta.
– Le espero esta tarde en el restaurante Maxim, al otro lado de la plaza Talaat Harb, no muy lejos de aquí, a las siete y media. Cantan canciones de Piaf y se bebe vino francés. Así podrá usted informarme acerca de su encuentro con Nuredín.
Habían decidido no dejar nada al azar. Una vez fuera, Sharko fue avasallado por la canícula e instantáneamente quedó cubierto de sudor. El ronroneo de los motores, el chillido estridente de los cláxones y el olor de los tubos de escape eran insoportables. Rápidamente, extrajo su maleta del portaequipajes. Al volverse, Eugénie estaba frente al hotel, con los brazos cruzados, vestida como siempre. Ponía mala cara y observaba cómo los coches se debatían a lo largo de la elegante avenida de los Campos Elíseos.
– ¿… misario?
Lebrun aguardaba, con la mano tendida al frente. Sharko volvió hacia él y se la estrechó nerviosamente. El agregado de la embajada lanzó una mirada rápida en la dirección en que el policía francés miraba fijamente unos segundos antes. No había nadie.
– Un último consejo. Nuredín no se anda por las ramas. Es el tipo de individuo que cree que uno traiciona a Egipto en cuanto se opone a él, usted ya me entiende. Así que no le incomode y sea discreto.
– No será muy difícil ser discreto en el país de los jeroglíficos…