Unas horas más tarde, a doscientos kilómetros de Lille, Martin Leclerc, jefe de la OCRVP, la Oficina Central para la Represión de la Violencia contra las Personas, observaba la representación en tres dimensiones de una facies humana en la pantalla de un Macintosh. Podían verse claramente el cerebro y diversas zonas relevantes del rostro: la punta de la nariz, la cara externa del ojo derecho, el trago izquierdo… Luego apareció una zona verde, situada en la circunvolución temporal superior izquierda.
– ¿Eso de ahí se ilumina cada vez que te hablo?
Recostado en un sillón hidráulico, con un gorro con ciento veintiocho electrodos encasquetado en el cráneo, el comisario Franck Sharko observaba el techo sin moverse.
– Es el área de Wernicke, asociada al hecho de oír las palabras. Tanto en tu caso como en el mío, la sangre afluye ahí en cuanto oímos una voz y por eso adquiere esa coloración.
– Impresionante.
– No tan impresionante como tu presencia a mi lado. Ignoro si lo recuerdas, Martin, pero te invité a tomar una copa en mi casa, porque aquí, aparte de un café nauseabundo, no obtendrás nada más.
– Tu psiquiatra no tiene inconveniente en que asista a una sesión y además me lo propusiste. ¿Acaso también has perdido la memoria?
Sharko aplastó sus manos grandes contra los reposabrazos y su alianza chasqueó contra el metal. Hacía ya semanas que acudía a aquellas sesiones de «entrevista», y aún no conseguía relajarse.
– ¿Qué quieres?
El jefe de la OCRVP, con aspecto fatigado, se masajeó las sienes. Andaban metidos en el mismo fregado desde hacía ya veinte años y a menudo ambos habían coincidido en sus días más negros. Escenarios de crímenes que les llevaban al límite, golpes duros para sus familias y graves problemas de salud.
– Sucedió hace un par de días, en un pueblucho, entre Le Havre y Rouen: Notre-Dame-de-Gravenchon. Con ese nombre ya te lo podrás imaginar… Seguro que oíste hablar de ello en la tele, unos cadáveres exhumados a orillas del Sena.
– ¿Esa historia de las obras del gasoducto?
– Sí. Los medios de comunicación se han regodeado con la noticia, ya estaban allí porque las obras habían armado mucho jaleo. Se han descubierto cinco fiambres con el cráneo serrado. El SRPJ [1] de Rouen está trabajando en ello, en coordinación con la gendarmería local. El fiscal de allí incluso quería enviar a los tipos del GAC, [2] pero finalmente nos ha caído el marrón a nosotros. No te ocultaré que me molesta sobremanera. Algo así, a principios de verano, es asqueroso.
– ¿Y Devoise?
– Lleva un caso delicado, no puedo apartarlo de él. Y Bertholet está de vacaciones.
– Y yo, ¿acaso no estoy de vacaciones?
Leclerc ajustó el nudo de su estrecha corbata rayada. Parecía una verdadera eminencia de la policía judicial en todo su esplendor: la cincuentena ya sobrepasada, traje de tergal negro, zapatos relucientes, rostro enjuto y terso. Tenía la frente perlada de gotillas de sudor y se las enjugó con un pañuelo.
– Eres el único que nos queda sobre el terreno. Los demás están con sus mujeres y sus chavales… Joder, ya sabes cómo son estas cosas.
El silencio los abatió. Mujer, hijos… Las pelotas en la playa, las risas perdidas entre las olas. En aquel momento, a Sharko todo le parecía muy lejano y borroso. Volvió la cabeza hacia la animación en tiempo real de la actividad de su cerebro, un viejo órgano cincuentenario invadido por las tinieblas. Inclinó el mentón, como si invitara a Leclerc a seguir la dirección de su mirada. Aunque nadie pronunciara palabra alguna, la zona verde, en la parte superior de la circunvolución, se iluminaba.
– Si se ilumina es porque ella me habla, en este preciso instante…
– ¿Eugénie?
Sharko asintió. Leclerc sintió un escalofrío. Ni siquiera se oía volar una mosca, pero las meninges del comisario reaccionaban de aquella manera ante la palabra y daba la impresión de que en la habitación hubiera un fantasma.
– ¿Y qué te dice?
– Quiere que compre un litro de salsa de cóctel y castañas confitadas la próxima vez que vaya de compras. Discúlpame un par de segundos…
Sharko cerró los ojos y apretó los labios. Veía y oía a Eugénie por todas partes. En el asiento delantero de su viejo Renault 21. De noche, al acostarse. Sentada, con un traje chaqueta, mientras observaba los trenes en miniatura dar vueltas sobre los raíles. Dos años antes, a Eugénie la acompañaba a menudo un negro, Willy, que fumaba constantemente Camel y marihuana. Aquel tipo era un sinvergüenza, mucho más insoportable que la chiquilla, porque hablaba a voz en grito y gesticulaba mucho. Gracias al tratamiento, el rastafari había desaparecido definitivamente, pero la otra, la chiquilla, reaparecía a menudo, resistente como un virus.
La zona verde siguió brillando durante unos segundos en la pantalla del Mac antes de extinguirse gradualmente. Sharko abrió los ojos de nuevo y contempló a su jefe con una mirada cansada.
– Si sigues observando cómo se me va la olla, acabarás por darle una patada en el culo a tu comisario.
– Eso no te impide hacer tu curro correctamente y resolver casos. Hasta diría que a veces te ayuda.
– ¡Anda ya, ve con ésas a Josselin! No deja de tocarme los cojones y me temo que quiere mandarme a tomar por culo.
– Siempre pasa lo mismo con los nuevos jefes. Lo único que les importa es hacer limpieza.
El profesor Bertowski, del servicio de psiquiatría de la Salpêtrière, llegó por fin, acompañado de su neuroanatomista.
– ¿Vamos, señor Sharko?
«Señor Sharko» le sonaba extraño desde que «Sharko» se había convertido en el nombre de una forma avanzada de atrofia muscular: el mal de Charcot. [3] Como si todos los males del mundo fueran culpa suya.
– Vamos…
Bertowski hojeaba el contenido de una carpeta de la que nunca se separaba.
– Por lo que he podido leer, los episodios paranoicos de persecución son ya muy raros. Excelente, sólo persisten algunas trazas de desconfianza. ¿Y sus visiones?
– Vuelven a menudo y no sé si es porque estoy, encerrado en mi apartamento. No hay día en que Eugénie no me visite. La mayoría de las veces sólo hace de okupa dos o tres minutos, pero es bastante desagradable. No sé cuántos kilos de castañas confitadas me ha hecho comprar desde la última vez.
Leclerc se retiró al fondo de la habitación mientras le quitaban el gorro a Sharko.
– ¿Ha tenido mucho estrés últimamente? -preguntó el médico.
– El calor, sobre todo.
– Su profesión no facilita las cosas. Vamos a espaciar más las sesiones de entrevista. Una vez cada tres semanas me parece suficiente.
Tras inmovilizarle la cabeza con dos correas blancas, el neuroanatomista acercó a su cráneo un instrumento en forma de ocho, una bobina capaz de descargar impulsos magnéticos en un lugar preciso del encéfalo para que las neuronas sobre las que se deseaba actuar, como si se tratara de microimanes, reaccionaran y se reorganizaran de manera diferente. La estimulación magnética transcraneal permite atenuar considerablemente las alucinaciones ligadas a la esquizofrenia, e incluso erradicarlas. La principal dificultad, evidentemente, estriba en acertar en el lugar preciso, dado que la zona en cuestión no mide más que unos centímetros y un error de simplemente un milímetro haría maullar al paciente o recitar el alfabeto al revés ad vitam aeternam.
Sharko permaneció inmóvil, con los ojos tapados y con una única orden: no moverse. En aquellos instantes, sólo las pequeñas pulsaciones magnéticas propulsadas con la frecuencia de un hercio crepitaban en la habitación. Sharko no sentía dolor alguno, ni molestia, sólo la profunda angustia de saber que, diez años antes, hubieran tratado de sanarlo con electrochoques.
La sesión transcurrió sin problemas. Mil doscientas pulsaciones más tarde -o sea, alrededor de veinte minutos después- el poli se puso en pie, con los músculos algo entumecidos. Se ajustó su impecable camisa y se acicaló los cabellos negros cortados a cepillo. Transpiraba. El bochorno reinante en el hospital y su ligero sobrepeso debido a los comprimidos de Zyprexa no eran ajenos a ello. En aquellos primeros días de julio, incluso el aire acondicionado tenía problemas para regular las infernales temperaturas del exterior.
Tomó nota de la siguiente cita, le dio las gracias a su psiquiatra y abandonó la sala.
Se encontró con Leclerc frente a la máquina de café al final del pasillo. El jefe de la OCRVP tenía ganas de fumarse un cigarrillo. Aquellos minutos de observación le habían afectado sobremanera.
– Me pone de los nervios. Verles jugar con tu cerebro de esa manera…
– La rutina. Es igual que estar bajo el casco del secador en la peluquería para hacerse una permanente.
Sharko sonrió y se llevó el vaso a la boca.
– Anda, háblame del caso.
Ambos comenzaron a avanzar lentamente.
– Cinco cuerpos, más que desagradables a la vista, enterrados dos metros bajo tierra. Tras los primeros exámenes, se ha averiguado que a cuatro de ellos se los habían comido los gusanos y el quinto se hallaba en un relativo buen estado. Y a todos les faltaba la parte superior del cráneo, como si se la hubieran serrado.
– ¿Y qué piensan acerca de lo ocurrido los que se ocuparon de ello?
– ¿Tú qué crees? Estamos en una pequeña ciudad de provincias donde el delito más grave debe de ser el de no reciclar la basura doméstica. Esos cadáveres llevan allí semanas, incluso meses. No olisquean más que el aceite por reciclar, así que la investigación se les antoja complicada. Un punto de vista psicológico podría ayudarles. Haz como de costumbre, ni más ni menos. Recoges la información, te ves con quien haga falta y luego se lo pasamos a los de Nanterre. Es cuestión de dos o tres días. Luego podrás dedicarte a tus trenes en miniatura o a tus ocupaciones. Y yo haré lo mismo. No tengo ningunas ganas de que esto se alargue. Ahora mismo, lo único que deseo es largarme.
– ¿Kathia y tú os vais de vacaciones?
Leclerc apretó los labios.
– Aún no lo sé. Depende.
– ¿De qué?
– De una serie de parámetros que sólo me conciernen a mí.
Sharko no le dio mayor importancia. Al franquear las puertas del hospital, los abatió una ola de fuego. Con las manos en los bolsillos de su pantalón de lino, el comisario volvió la vista hacia el largo edificio de piedra blanca, con su cúpula centelleando bajo el sol implacable. Aquel establecimiento, en los últimos años, se había convertido en su segundo hogar después de la oficina.
– Me da miedo volver a trabajar sobre el terreno… Eso ya queda muy lejos.
– Uno se acostumbra enseguida.
Sharko permaneció un momento en silencio, como si sopesara los pros y los contras, y luego se encogió de hombros.
– Pues habrá que joderse. A fuerza de permanecer sentado con el culo pegado a la silla, estoy empezando a adquirir forma de sillón. Diles que me pasaré por allí a media tarde.