Tras el aterrizaje en Orly, todo se había acelerado. Tan pronto como supo las últimas novedades, Martin Leclerc puso sobre aviso a la unidad de la policía judicial de Grenoble. Sin pasar por el 36, Sharko fue a buscar su coche al aparcamiento del aeropuerto y, con el equipaje en el maletero, enfiló hacia el sur en compañía de Lucie.
Enfilaba la recta final… Como una última raya de coca, euforizante y destructiva… Ya faltaba poco. A las seis de la mañana, los equipos de Grenoble irrumpirían en el domicilio de Coline Quinat, de sesenta y dos años, que residía en la calle Corato, frente al Isère.
Por lo que respecta a Sharko y Lucie, estarían a la cabeza del cortejo.
Los paisajes desfilaban, los suaves valles sucedían a los campos, las montañas cobraban vigor y resquebrajaban las tierras secas. Lucie, sucesivamente, se hundía en el sueño y luego se despertaba, con la ropa arrugada, el cabello despeinado y sin haberse lavado. Poco importaba. Había que ir hasta el final. Así, de sopetón, sin detenerse, sin respirar, sin darle más vueltas. Había que reventar el absceso lo antes posible. Acabar de una vez por todas, acabar, acabar…
Grenoble era una ciudad de connotaciones ásperas para el comisario. Recordaba las tinieblas que le arrojaron al abismo, sólo unos años antes. En aquella época, Eugénie estaba junto a él, en la parte de atrás de su vehículo, y dormía tranquilamente, acurrucada en el asiento posterior. Sharko no se atrevía a pensar que ahora todo iba mejor, que el fantasma había desaparecido definitivamente de su cabeza desde la noche en que se acostó con Lucie. ¿Había logrado por fin cerrar la puerta tanto tiempo abierta a los rostros de Éloïse y de Suzanne? ¿Había conseguido eliminar de sus labios la miel de su duelo inacabado? Por primera vez en muchos años, así lo esperaba.
Volverse por fin como los demás. Bueno, casi.
Se encontraron con los colegas de Grenoble hacia las cuatro de la madrugada. Las presentaciones formales, los cafés y las explicaciones se sucedieron.
A las cinco y media, una decena de hombres se puso en camino hacia el domicilio de Coline Quinat. Un sol rojo como la sangre luchaba por desprenderse del horizonte. El Isère se cubría lentamente de reflejos plateados. Lucie comenzaba a olerse que la persecución llegaba a su fin. El mejor momento para un policía, la última recompensa. Por fin acabaría todo.
Llegaron a su destino. La fachada de la vivienda era inmensa e imponente. A los policías les sorprendió descubrir que, entre los huecos de las persianas del piso, podía verse luz: Quinat no dormía. Con prudencia, los equipos ocuparon sus posiciones. Músculos tensos, miradas sagaces, picores en el pecho. A las seis en punto, cinco mazazos de la policía nacional hicieron saltar la cerradura de la pesada puerta cochera.
En un instante, los hombres se diseminaron por el interior, como abejorros. Rápidamente, Lucie y Sharko siguieron los pasos de los que ascendían hacia la primera planta. Los haces de las linternas bailoteaban en los peldaños, percutían unos contra otros, y las pesadas botas zapateaban marcando el ritmo.
No hubo lucha, ni explosiones, ni disparos. Nada a la altura del increíble estallido de horrores y de violencia de los últimos días. Simplemente la impresión de indecencia al violar la intimidad de una mujer sola.
Coline Quinat acababa de ponerse en pie frente a su mesa de despacho, con el rostro sereno, ni siquiera sorprendida. Depositó lentamente su estilográfica frente a ella y miró a Lucie mientras los agentes la esposaban. Durante la lectura de sus derechos, no protestó ni se resistió, como si todo fuera consecuencia de una lógica implacable.
Lucie se acercó a ella, casi hipnotizada, extasiada al ver finalmente la materialización de un personaje en blanco y negro perdido en un film de cincuenta años atrás. Quinat le sacaba una cabeza. Vestía una bata de seda azul. Sus cabellos cortos, rubios y grises, enmarcaban un rostro duro, perfectamente conservado, de mandíbulas prominentes. La mirada… Lucie se perdió en aquella mirada negra, que había atravesado los años sin perder su severidad, con su terrible vacío. Aquella mirada de niña enferma que tanto la había conmocionado. Los labios de la sexagenaria se abrieron y de su boca salieron unas palabras:
– Sabía que vendrían, tarde o temprano. Tras la muerte de Manœuvre y el suicidio de Chastel, las fichas de dominó empezaron a caer, una tras otra.
Inclinó la cabeza, como si tratara de adentrarse en el pensamiento de Lucie.
– No me juzgue con tanta severidad, jovencita, como si fuera una criminal horrible. Sólo espero que haya comprendido qué tratábamos de conseguir mi padre y yo.
A sus espaldas, Sharko le habló a la oreja al comandante de la operación. En los segundos siguientes, él y sus hombres abandonaron la habitación y le dejaron solo con Quinat y Lucie. Cerró la puerta y se aproximó. Lucie no logró contener su rabia.
– ¿Conseguir? ¡Ha matado vilmente a un viejo indefenso, le colgó… y lo destripó! ¡Acuchilló sin piedad y con ensañamiento a una chica y a su novio que no tenían ni siquiera treinta años! ¡Es usted la más horrible de las criminales!
Coline Quinat se sentó sobre la cama, resignada.
– ¿Y qué esperaba? Soy una paciente cero, y lo seré durante mi vida entera. El síndrome E surgió de mi cráneo, un día del verano de 1954, y modificó de manera irreversible la estructura de una ínfima parte de mi cerebro. La violencia habita en mí, y sus modos de expresión no son siempre los más… racionales. Créanme, si hubiera podido disecar mi propio cerebro, lo hubiera hecho. Les juro que lo hubiera hecho.
– Está usted… loca.
Quinat sacudió la cabeza, mordiéndose los labios.
– Nada de todo esto hubiera tenido que suceder. Sólo queríamos recuperar las copias de los films que Jacques Lacombe había diseminado. Y lo habíamos conseguido, con la mayoría… Hasta fuimos a Estados Unidos. Pero… apareció esa maldita bobina, que viajó de Canadá hasta Bélgica. Ese Szpilman… tuvo que meter las narices en nuestros asuntos. Hay gente como él, paranoicos de la teoría de la conspiración y de los servicios secretos, y son los que más miedo nos dan, porque reaccionan de inmediato ante cualquier disfunción, tienen un sexto sentido. Probablemente había visto los films de la CIA, que se hicieron públicos tras los artículos del New York Times. Cuando compró, vayan a saber por qué casualidad, la bobina y la visionó, por fuerza se fijó en el círculo blanco en la parte superior derecha. La firma de Lacombe… Supo entonces que el film que tenía en sus manos era tal vez uno de los films de la CIA que no habían llegado a la comisión de investigación, y así fue como comenzó a seguir la pista… A analizar los fotogramas. Hasta descubrir… mi rostro de niña.
Sharko estaba junto a Lucie.
– Ha hablado en plural. Ha dicho «lo habíamos conseguido», «queríamos recuperar las copias»… ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Los servicios secretos franceses? ¿El ejército?
Ella dudó y acabó por asentir.
– Gente. Un montón de personas que trabajan a diario para proteger nuestro país. No nos confundan con la chusma que puebla las calles. Somos científicos, pensadores, gentes con capacidad de decidir, personas que hacemos que el mundo avance. Y todo avance exige sacrificios de todo tipo. Siempre ha sido así, ¿por qué debería cambiar?
Lucie no podía soportarlo más. Aquel discurso sereno, demasiado tranquilo, salido de la boca de una loca, le hacía hervir la sangre.
– ¿Sacrificios como los de las pobres muchachas egipcias? ¡Si no eran más que unas niñas! ¿Por qué?
Coline Quinat apretó las mandíbulas, no quería hablar pero la necesidad de justificarse fue más fuerte.
– Mi padre murió dos años antes del genocidio de Birmania. Pasó su vida entera en busca de manifestaciones del síndrome E, de la prueba de su existencia. Nunca se aventuró sobre el terreno, porque sabía a ciencia cierta que podía crearse y estudiarse en un laboratorio. Me utilizó y luego me arrastró tras de sí, me formó y casi me condicionó para que prosiguiera su labor. Estudios científicos, facultad de medicina, especialización en neurobiología… No podía decir ni media palabra, me había… embarcado. Crecí junto a militares, hombres de rostros oscuros en edificios sin ventanas. Y yo también me puse a buscar ese famoso síndrome, pero sobre el terreno.
– ¿La enviaban allí? ¿A los lugares donde se producían genocidios?
– Sí, con legionarios, ayuda humanitaria o médicos de la Cruz Roja. Recogíamos los cadáveres, los apilábamos a decenas antes de que comenzaran a pudrirse. Y yo, provista de las debidas acreditaciones oficiales, aprovechaba para estudiar los cerebros.
– Y en Egipto, ¿también tenía credenciales oficiales?
– Los fenómenos histéricos de masas con manifestaciones violentas son tan raros y aleatorios que casi es imposible hacer estudios serios. Así, cuando supe que en Egipto se había producido una ola de histeria y que había chicas que habían conservado comportamientos violentos, no lo dudé. Fui a El Cairo, durante el congreso SIGN. Y di con esas muchachas.
– Y las mató, las mutiló. Esa vez actuó sola, sin órdenes de fuera. Y sin credenciales.
Replicó con frialdad, sin compasión.
– Sólo había una manera de confirmar que se trataba del síndrome E, y era abrir los cráneos, rebuscar en el fondo del cerebro en la región de la amígdala para constatar su atrofia. En aquella época no había escáneres que ofrecieran los resultados que ofrecen los de hoy. Traje las partes de cerebro que me interesaban en la maleta, en pequeños botes con un poco de formol, y no me registraron. Y aunque me hubieran registrado era una científica, participaba en un congreso, formaba parte de una delegación… Y en cuanto a las mutilaciones… -apretó los dientes-, así fue. Pueden llamarlo pulsiones o sadismo, y tendrán razón. Nuestra mente aún está muy lejos de revelar todos sus misterios. Su anciano historiador pagó los platos rotos. Quería hacerles ver que no se las veían… con esos criminales de poca monta que son su pan de cada día. El caso iba más allá, y me parece que el truco causó su efecto.
Se produjo un momento de pesado silencio, y ella prosiguió.
– Mi manera de proceder en El Cairo no gustó mucho «a los de arriba», por decirlo amablemente. En cuanto llegó a sus oídos el telegrama enviado por un poli egipcio, no tuvieron otra elección: tenían que cubrirme y cubrirse también ellos. Así que decidieron ordenar que al poli egipcio se lo cargara su propio hermano corrupto. Porque no tenían otra elección. Había que seguir preservando el secreto del síndrome E. El resto no eran más que daños colaterales.
Lucie no daba crédito a lo que oía. Las altas instancias y los servicios secretos habían reclutado a una mujer peligrosa, a una asesina dispuesta a cualquier cosa para lograr un avance de la ciencia.
– Una vez de regreso en Francia, estudié detalladamente aquellos cerebros y constaté que la atrofia de la amígdala estaba presente en las muchachas egipcias. ¿Se dan cuenta? Ahí no era un caso de genocidio. El fenómeno no tenía ningún origen conocido, nació sin explicación plausible y, en algunos casos, era capaz de propagar la violencia, de encasquetarla definitivamente en el cerebro humano. Tenía la prueba concreta, definitiva, de la existencia del síndrome E y de que éste podía afectar a cualquiera. ¡A cualquiera! Ustedes, yo, a cualquier persona. Atravesaba los años, los pueblos y las religiones. Lo verifiqué de nuevo, en julio de aquel año, en Ruanda. Un año fructífero… me atrevería a aventurar. Fui a las fosas comunes, pasé por encima de cadáveres y, de nuevo, abrí cráneos. Pero esta vez los cráneos de los verdugos. Los cráneos de aquellos que habían matado a mujeres y niños con sus machetes. Allí también pude observar la atrofia de la amígdala, casi en todas las ocasiones. Imagínense mi estupefacción. La violencia de uno que se propagaba al cerebro de otro, atrofiándole la amígdala cerebral y volviéndolo violento a su vez. Y así uno tras otro… Un verdadero virus de la violencia. Se trataba de un descubrimiento excepcional, que cuestionaba muchos conceptos fundamentales sobre las causas de las masacres…
– Una comprensión que usted y sus colaboradores se guardaron para ustedes, evidentemente.
– Había tantos intereses geopolíticos, militares y financieros en juego… Secretos que guardar. Desde entonces, mi obsesión ha sido comprender la aparición del síndrome E y dominar cómo desencadenarlo. La última manifestación aleatoria hasta la fecha se produjo en la Legión Extranjera. Durante años investigué en todos los sentidos, pero la «creación» de un paciente cero era casi imposible. La espera era demasiado larga, se requerían muchas observaciones y también se necesitaban conejillos de Indias humanos. Hace años, en 1954, los científicos tenían más libertad, podían aprovechar la deriva de las grandes potencias y de sus servicios secretos. Disponían de «materia prima», como la del hospital del Mont-Providence. Y yo era aquella materia prima.
Era monstruoso. Aquella mujer se había convertido en un pedazo de carne fría, sin sentimientos, sin resentimiento. El modelo más puro y más elaborado del científico empecinado.
Quinat suspiró.
– Hoy, sin embargo, mientras les hablo, existe una solución mucho más rápida que mi padre ya había indicado. Una solución que por fin la técnica y el progreso nos aportan. La estimulación cerebral profunda… es un medio excelente para crear al paciente cero, el que desencadena la contaminación mental. Unos electrodos que se implantan en la región amigdalina y que provocan una agresividad extrema simplemente pulsando un botón de un mando a distancia. Luego el fenómeno se propaga a los vecinos, a los que se ha puesto en una situación de miedo y de estrés, y a los que previamente se ha formateado con obediencia a la autoridad para que el síndrome E penetre en ellos con mayor facilidad.
Proseguía, imperturbable, con una evidente necesidad de justificarse, mientras desgranaba horrores.
– Imagínense unos soldados que ya no tuvieran miedo, que mataran sin remordimientos, sin titubeos, como un único brazo vigoroso. Imagínense otra forma de contaminación mental controlada, que incidiera en otras zonas del cerebro, como las zonas motrices o la memoria. Se podría dejar fuera de combate a un ejército entero sin siquiera necesidad de utilizar armas. Evidentemente, hay un montón de parámetros que aún desconocemos, en particular acerca de las condiciones más favorables para la propagación a partir del paciente cero. ¿Hasta qué punto hay que forzar el estrés de los vecinos? ¿Cómo hacerlo? Pero todo ello acabará por ser controlado, dominado y fijado en protocolos. Conmigo o sin mí.
Sharko ya no lo soportaba más, pero no le quitaba ojo a Quinat. Sus puños se cerraban compulsivamente.
– Hallamos una cánula de electrodo en el cuello de Mohamed Abane. ¿Qué le hizo?
– Abane sobrevivió a la «chapuza» de Chastel, y era un paciente cero. Antes de estudiar su cerebro, practiqué en él algunos experimentos de estimulación cerebral profunda. Estimulamos en particular las zonas del dolor, con el objeto de poder dibujar las curvas y rellenar los cuadros estadísticos. En cualquier caso, teníamos que eliminarlo, así que digamos que lo utilizamos hasta el final.
Sharko hizo una mueca de asco. Aquellos experimentos explicaban por qué habían hallado las uñas de las manos de Abane clavadas en su propia carne. Le habían hecho padecer un calvario. Quinat proseguía su sórdida explicación.
– Cuando finalmente murió, Manœuvre se ocupó de hacer de él un cadáver anónimo. Ese legionario no era precisamente fino, lo hizo a lo bruto, con hacha y alicates. Lugo enterró los cadáveres en Gravenchon, en medio de ninguna parte, allí donde nadie iría y donde jamás se podría establecer relación alguna con la Legión.
– Y Chastel, ¿qué pintaba en todo ello?
Ella se encogió de hombros.
– A pesar de las apariencias, no controlaba gran cosa. Además de sus funciones oficiales, sólo debía vigilar eventuales manifestaciones del síndrome E entre sus tropas. Él y yo nunca nos entendimos demasiado bien. Como otros muchos, no apreciaba mis «métodos», sobre todo los de Egipto. En cuanto al legionario Manœuvre, su misión era recuperar el film, estaba a mis órdenes. Cuando logró descubrir la pista de la bobina, con Szpilman y el viejo restaurador, le acompañé. Quería desembarazarme de los «testigos» personalmente.
Lucie presentía que Sharko estaba a punto de estallar.
– ¿Y para qué robar los ojos? -preguntó Lucie con voz dura.
Coline Quinat se puso en pie.
– Acompáñenme…
Presa de los nervios, Sharko se abrió camino entre la masa de policías. Quinat les condujo a un sótano amplio y limpio. Señaló con un gesto de cabeza una vieja alfombra gris. Lucie comprendió. Enrolló la alfombra, descubrió una trampilla y la abrió. Arrugó la nariz: allá abajo era el horror.
En un minúsculo reducto reposaban decenas de botes en los que flotaban pares de globos oculares. Iris azules, negros, verdes, flotando en formol… Con asco, le tendió uno de los recipientes al comisario. Coline Quinat miró el bote con atención. Algo maléfico brillaba también en sus pupilas.
– Los ojos… La luz, luego la imagen, luego el ojo, luego el cerebro, luego el síndrome E… Todo está ligado, ¿me comprende ahora? Uno no puede existir sin el otro. Esos ojos que tiene en las manos son, en su mayoría, aquellos a través de los cuales se propagó el síndrome E. Siempre me han fascinado, como fascinaron a Jacques Lacombe y a mi padre. Son unos órganos tan perfectos y preciosos. Los que sostiene pertenecían a Mohamed Abane, a quien esos estúpidos legionarios confundieron con su hermano Akim Abane. Tiene entre sus manos los ojos de un paciente cero, señorita. Unos ojos que absorbieron ese síndrome de forma espontánea y lo guiaron hasta el cerebro para modificar su estructura de una manera que tal vez jamás consigamos explicar. ¿Acaso esos ojos no se merecían ser conservados preciosamente?
Las pupilas de Coline desprendían ahora una forma de locura que Lucie no conseguía definir. Una locura nacida del encarnizamiento de seres humanos dispuestos a cualquier cosa para llevar hasta el final sus convicciones. Lucie se volvió hacia Sharko, oculto en la sombra, al fondo, y luego asió a Coline Quinat del codo y la dirigió hacia los hombres que esperaban en la planta baja. Antes de entregarla a las fuerzas del orden, le preguntó:
– Pasará el resto de su vida en la cárcel. ¿Todo esto merecía la pena?
– ¡Por supuesto, claro que merecía la pena!
Y le sonrió. Lucie comprendió, en aquel momento, que ninguna reja podría encarcelar aquella sonrisa.
– Las imágenes, jovencita… Hay imágenes cada vez más violentas por todas partes. Piense en sus propios hijos, embrutecidos frente a sus ordenadores y a sus videojuegos. Piense en esos cerebros maleables, que el reinado de la imagen altera desde su más tierna infancia. Eso, hace veinte años, no existía. Si tiene oportunidad, consulte los resultados de las autopsias de los cadáveres de Éric Harris, Dylan Klebold o Joseph Whitman, esos adolescentes que entran en un instituto con un fusil y disparan a tontas y a locas. Mire sus amígdalas cerebrales y verá cómo están atrofiadas. Entenderá así que es el planeta entero el que corre hacia su propio genocidio.
Cerró los labios y los abrió de nuevo.
– A cualquiera. El síndrome E puede afectar a cualquiera, en cualquier hogar. Mañana puede ser usted o sus hijos, quién sabe.
No dijo nada más. Los policías se la llevaron.
Helada, Lucie volvió a descender sola, sin hacer ruido, como privada de sus fuerzas, agotada, con un solo deseo: volver a su casa, acurrucarse entre los brazos de sus hijas y acostarse. Sharko estaba sentado frente a las decenas de ojos que le observaban y gritaban aún sus últimos sufrimientos.
– ¿Subes? -le dijo a la oreja-. Larguémonos de aquí. No puedo más.
Ella miró un buen rato sin responder, y se puso en pie a la vez que exhalaba un profundo suspiro.
Habían ido hasta el final. Al fondo del horror, en un viaje sin retorno que había desvelado todas las locuras imaginables. Las de los hombres, los países y el mundo. Un mundo que vivía en el caos, sometido al imperio de la imagen violenta.
Sharko apagó el interruptor, en lo alto de la escalera. Los iris de Mohamed Abane brillaron una fracción de segundo, antes de apagarse para siempre en la oscuridad del sótano.
Se había acabado…