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– Sabía que le encontraría aquí…

Sharko se dejó cautivar por la voz femenina que cantaba detrás de él. Instalado en un sillón del bar del hotel, saboreaba tranquilamente un whisky en la penumbra, mientras repasaba el listado de participantes en el SIGN. El local era elegante, pero sin excesos. Moqueta clara, grandes cojines sobre los sofás rojos, paredes tapizadas de terciopelo negro. Al llegar, Lude vio sobre la mesa un vaso de Diabolo de menta.

– Oh, ¿espera a alguien?

– No, a nadie. El vaso ya estaba ahí.

No añadió nada más. Lucie se quedó de pie e hizo un gesto de resignación con los brazos.

– Lamento mi apariencia. Los vaqueros no son muy elegantes, pero no tenía previsto salir de noche.

El policía le dirigió una sonrisa cansada.

– Pensaba que dormías.

– Yo también lo creía.

Lucie se dirigió a uno de los dos sillones libres, frente a él, y se dispuso a sentarse.

– ¡No, ahí no!

Ella se incorporó, sorprendida.

– Miente y está esperando a alguien. Siento molestarle.

– Deja de decir chorradas. Ese sillón está cojo. ¿Qué quieres tomar?

– Un vodka con naranja. Mucho vodka y poca naranja. Necesito un poco de descompresión.

Sharko apuró su copa y se dirigió a la barra. Lucie miró cómo se alejaba. Se había cambiado, se había puesto un poco de gel en sus cabellos canosos y muy cortos y se había perfumado. Caminaba con elegancia. Lucie consultó las hojas que había dejado sobre su asiento. Nombres, apellidos, fechas de nacimiento y cargos. Algunas identidades estaban tachadas. A pesar de su apariencia de hombre tranquilo, de la impresión de despreocupación que transmitía, no se detenía nunca. Un verdadero motor de explosión.

El comisario regresó con dos copas y ofreció una a Lucie, que había aproximado su sillón al de él. Señaló los papeles con un gesto de cabeza.

– Es la lista de los científicos presentes en El Cairo cuando se cometieron los crímenes, ¿verdad?

– Doscientos diecisiete, para ser exactos, que en aquella época tenían entre veintidós y setenta y tres años. Si los asesinos de El Cairo fueron los mismos que los de Gravenchon, hay que sumarles dieciséis años. Eso elimina a algunos.

Apiló sus papeles, los dobló y se los guardó en el bolsillo.

– Tengo noticias frescas, pero malas… Aunque de hecho son buenas. ¿Vamos a por ellas de inmediato?

– De inmediato. Usted mismo me ha dicho que hay un momento para cada cosa. Y ahora mismo tengo ganas, muchas ganas de relajarme.

– Pues vamos: el coronel Bertrand Chastel ha sido hallado hoy en su domicilio. Se ha suicidado limpiamente con su arma de servicio, de madrugada.

Lucie se tomó un tiempo para encajar la noticia.

– ¿Están seguros de que se trata de un suicidio?

– Tanto el forense como los investigadores son rotundos en sus conclusiones. Te ahorraré los detalles. Y otra noticia: según los datos proporcionados por el aeropuerto, el tipo sentado a tu lado en el avión y que ha muerto carbonizado en el chalet se llama Julien Manœuvre. Militar de carrera destinado a la unidad DCILE, la División de Comunicación e Información de la Legión Extranjera. Allí es donde se realizan los films para el ejército.

– Nuestro famoso asesino cineasta… El hombre de las botas militares…

– En efecto. Casualmente, Manœuvre estaba de permiso cuando comenzó el caso. Un permiso firmado por Chastel de su puño y letra. Luego, cuando Chastel ha visto que las cosas se ponían feas, sobre todo tras mi visita a su despacho y a la vista de lo sucedido aquí, se ha suicidado. No cabe duda de que habrá tomado precauciones y se habrá deshecho de los elementos comprometedores.

– Así que estaba implicado al más alto nivel y estaba al corriente de los asesinatos.

– Es muy probable. Y aún tengo otra cosa, agárrate.

– Lo intento.

– El registro en el domicilio de Manœuvre ha demostrado que tenía diversos listados relativos al tránsito de films entre los grandes archivos cinematográficos mundiales. ¿Recuerdas el famoso sitio Internet de la FIAF del que habló tu comandante? Fue así como hace dos años Manœuvre pudo descubrir dónde estaba la bobina. Debió de plantarse de inmediato en la FIAF y reclamar los films de 1955. Sólo que alguien había robado ya la película tras la cual andaba. Un coleccionista a quien conocemos bien.

– Szpilman.

– Sí, Szpilman. Justo cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo, Manœuvre perdió la pista del film, pero no abandonó su búsqueda. Debió de seguir investigando, vigilando las ferias de films y los anuncios clasificados, en particular aquellos procedentes de Bélgica. Fue así como llegó a casa del hijo de Szpilman tras la muerte del viejo.

– Ese empecinamiento en conseguir una bobina es cosa de locos.

– Mientras hubiera copias circulando por ahí, Chastel y los que están detrás de este asunto se sentían en peligro. Manœuvre no era más que un peón, un ejecutor. Igual que debía de serlo Chastel, a un nivel más elevado.

– Dígame que ahora sí se podrá investigar oficialmente a la Legión.

– Sí, esperemos que se suelten algunas lenguas y que las diversas pesquisas den resultados. No olvidemos que, a priori, hay dos asesinos. Uno de ellos era Manœuvre, nuestro «cineasta», pero el otro, el que extrae los cerebros, probablemente está en esta lista. Y probablemente actuó solo en Egipto, ya que Manœuvre era demasiado joven.

Tras aquellas últimas palabras del comisario, Lucie sorbió su copa, con los ojos brillantes debido al cansancio. Con la luz tamizada, los rasgos de Sharko se suavizaban. Una música lejana, sobria, se perdía en la nada. Todo, en aquel lugar, invitaba a la calma y a la seducción. Lucie sacó una foto de su cartera y la puso sobre la mesa.

– Aún no le he presentado a mis pequeños tesoros. A los que tanto echo en falta. Hoy más que nunca me he dado cuenta de que no estoy hecha para alejarme de ellas.

Sharko tomó la fotografía con una ternura que Lucie aún no le conocía.

– ¿Juliette es la de la derecha y Clara la de la izquierda?

– Al revés. Si mira atentamente verá que Clara tiene un minúsculo defecto en el iris, una mancha negra que parece un jarrón diminuto.

El comisario le devolvió la foto.

– ¿Y su padre?

– Se largó hace mucho tiempo.

Lucie suspiró y asió la copa con ambas manos.

– Este caso me hace daño, comisario, porque al mirar esta foto ya no veo a Clara y a Juliette sino a Alice Tonquin, Lydia Hocquart y todas las demás niñas aterrorizadas. Me acompañan a todas partes, de noche y de día. Puedo distinguir sus rostros, su miedo, oigo sus gritos cuando se lanzan sobre esos pobres animales.

– Todos tenemos nuestros fantasmas y ellas desaparecerán cuando hayamos resuelto el caso. Cuando todas las puertas se cierren te dejarán por fin en paz.

Un silencio. Lucie asintió, con la mirada perdida.

– ¿Y usted, comisario, ha dejado puertas abiertas a lo largo de su vida?

Sharko manoseaba su alianza.

– Sí… Hay una grande, una puerta muy grande que me gustaría poder cerrar. Pero no lo consigo, y tal vez sea así porque en el fondo de mí mismo no tengo ganas de cerrarla.

Sharko no habló de inmediato. A una parte de él le hubiera gustado dar marcha atrás, ponerse en pie, desaparecer, pero la otra luchaba para que se quedara allí.

– ¿Lo crees de verdad?

Se inclinó más y le besó en los labios. Sharko había cerrado los párpados, sus sentidos se volvían más pesados, como durante una apnea demasiado larga que pusiera los órganos en peligro.

Abrió de nuevo los ojos.

– ¿Sabes que lo que pueda ocurrir probablemente no tenga futuro?

– Pues, al contrario, creo que sí tendrá futuro pero, de momento, démosle por lo menos una oportunidad al presente.


No había visto a una mujer desnuda desde la muerte de Suzanne. Casi sintió vergüenza. El cuerpo esbelto y perfumado se deslizó a través de la penumbra y se abrazó al suyo. Las manos golosas y delicadas acabaron de desabotonarle la camisa, mientras en lo hondo de su vientre crecía el fuego. Se dejaba hacer, pero Lucie percibió su tensión, una huella impalpable que impedía al macho abandonarse completamente frente a ella.

– ¿Hay algo que te molesta? -le murmuró ella a la oreja.

– Es que…

Sharko se escapó y se dirigió ágilmente al centro de la habitación. Le dio la vuelta a la silla que había junto a la cama y guardó la locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para la leña y el carbón, en el cajón de la cómoda. Hizo desaparecer igualmente la caja de castañas confitadas. Luego regresó junto a su pareja y la besó fogosamente. Con un gesto un poco demasiado firme, la hizo caer sobre la cama. Lucie rió.

– Esa locomotora me divertía. Decididamente, eres un tipo singular…

Sus labios se encontraron de nuevo, sus pieles tibias se rozaron. Sharko apagó la luz con un movimiento ágil mientras sus caderas rodaban sobre las sábanas. A pesar de que las cortinas estaban corridas, la luz del exterior se derramaba sobre la cama y sugería aquellas formas que cabalgaban a lomos del placer. Un paisaje de carne, de hondonadas y de pequeños valles que parecía a punto de desaparecer tras la cólera de un seísmo. Lucie mordió la almohada sacudida por un orgasmo, y Sharko hizo que se diera la vuelta, con la dulce violencia de una loba al alzar a sus cachorros, y se sumergió en ella jadeando. Los llantos, los gritos, los rostros de los muertos, Lydia y Alice desaparecieron de súbito vencidos por la voluptuosidad. Los segundos transcurrían, cada uno de ellos como una descarga eléctrica en la piel. Con la rigidez de sus músculos ardientes, Sharko se puso tenso y los nervios del cuello le sobresalieron. Y, mientras apretaba los dientes con fuerza y sus gestos se volvían aún más ardientes, miró al centro de la habitación.

Aún estaba allí de pie, con los pies juntos y las manos a lo largo de los muslos.

Y, por primera vez en su vida, Sharko vio llorar a Eugénie.

El instante pareció una eternidad. Los ojos del comisario se nublaron a su vez, mientras la mujer debajo de él gemía.

Y en plena magia del éxtasis de los sentidos, la chiquilla le sonrió.

Alzó su manita y le hizo un gesto amistoso.

Al borde de las lágrimas, Sharko le respondió con el mismo gesto.

Un instante después, Eugénie salió de la habitación sin volver la vista atrás y la puerta se cerró en silencio.

Y Sharko se abandonó por fin al placer.

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