Tras aquella llamada desde la estación, Lucie esperaba encontrarse con la esposa del comisario en cuanto entraran en su apartamento. Durante el trayecto en el RER, trató de imaginar qué tipo de mujer podía encajar con un hombre de su envergadura. ¿Tenía ella el porte y el carácter del domador frente al león o, por el contrario, era dócil, dulce, dispuesta cada noche a soportar la tensión que los policías acumulan a lo largo de sus interminables jornadas?
Sin embargo, en cuanto el comisario hubo abierto la puerta, Lucie supo que nadie les aguardaba. Ni un alma viviente. Sharko se descalzó antes de entrar. Lucie se dispuso a imitarle.
– No, no, no te descalces. Sólo es una costumbre, tengo muchas costumbres de las que no consigo deshacerme y que me complican mucho la existencia. ¡Pero qué le vamos a hacer, es así!
Cerró la puerta y los cerrojos. A primera vista, Lucie observó que no se trataba exactamente del apartamento de un hombre solo: había varios toques femeninos, plantas cactáceas aquí y allá, unos zapatos de tacones altos bastante retros en un rincón. Pero sobre la mesa del salón sólo había un cubierto, dispuesto ya para una comida frente a la pared. Le vino entonces a la mente el film Léon de Luc Besson. En cierta medida, Sharko transmitía la misma tristeza que el asesino a sueldo, pero a la vez una incomprensible simpatía que daba ganas de profundizar más en el personaje.
Las fotografías de una mujer guapa, viejos clichés amarillentos en sus marcos, le confirmaron que probablemente el policía fuera viudo. ¿Qué divorciado conservaría su alianza? Más alejadas, contra la pared, se extendían otras fotos. Decenas de rectángulos de papel brillante se superponían los unos a los otros, entremezclados, fotografías de una niña desde su más tierna infancia hasta los cinco o seis años. En algunas de las instantáneas estaban los tres: él, la mujer y la niña. La madre sonreía pero, y aunque Lucie no supo explicar el porqué, en aquella mirada femenina se percibía una ausencia. En todas las fotos, Sharko abrazaba a la niña y a la mujer contra él, con tanta fuerza que sus mejillas se aplastaban unas contra otras. Lucie sintió entonces un escalofrío, como si, de manera brutal, hubiera adivinado: algo le había sucedido a la familia de Sharko. Un drama horrible, innombrable.
– Ponte cómoda, por favor… -dijo el comisario-. Me muero de sed… ¿Te apetece una cerveza muy fría?
Hablaba desde la cocina. Un poco perturbada, Lucie dejó su mochila sobre la alfombra y se adentró en la habitación. Un gran salón, bastante vacío. Vio un bote de salsa de cóctel y castañas confitadas sobre una mesa baja y, en un rincón, el ordenador.
– Cualquier cosa fría me va bien, gracias… ¿Tiene conexión a Internet? Quisiera hacer una búsqueda sobre Jacques Lacombe y el síndrome E.
Sharko regresó a su lado con dos latas de cerveza y le tendió una. Depositó la suya sobre la mesa baja y luego dirigió una mirada curiosa a un lado.
– Discúlpame.
Desapareció en el recibidor. Diez segundos más tarde, Lucie oyó silbidos y leves carraspeos idénticos a los que había escuchado a bordo del TGV durante tres horas y media. Trenes en miniatura, pondría su mano en el fuego… Sharko reapareció y se instaló en un sillón, y Lucie le imitó. Sharko se bebió la mitad de la lata de un trago, como si nada.
– Es más de medianoche. Mi jefe ya ha puesto a alguien a trabajar en el síndrome E. Esas búsquedas ya las harás mañana.
– ¿Por qué perder tiempo?
– No pierdes el tiempo, al contrario, lo ganas. Para dormir, pensar en los tuyos y decirte que la vida también existe fuera del trabajo. Parece sencillo, ¿verdad? Pero cuando te das cuenta de ello, ya sólo te quedan fotos viejas.
Lucie guardó silencio.
– Yo también hago muchas fotos, para conservar el paso del tiempo… Volvemos sobre la imagen, una y otra vez. La imagen como medio de transmitir las emociones, de penetrar en la intimidad de cada uno.
– Ella señaló el plafón de fotografías con un gesto de cabeza-. Ahora le entiendo mejor. Creo saber por qué es así.
Sharko remataba su cerveza. Le apetecía dejarse llevar, flotar y olvidar la dureza de aquellos últimos días. El rostro carbonizado de Atef Abdelaal, las chabolas de El Cairo, las abominables cicatrices en forma de ojo sobre la piel arrugada de Judith Sagnol… Muchas, demasiadas tinieblas.
– ¿«Así», cómo?
– Frío, distante de entrada. El tipo de individuo del que uno se dice que es mejor evitarlo. Sólo al hurgar un poco, uno se da cuenta de que tras la armadura hay un corazón.
Sharko apretó con fuerza su lata de cerveza vacía.
– Y las fotos, ¿qué dicen?
– Muchas cosas.
– ¿Qué, por ejemplo?
– ¿Está seguro de querer oírlo?
– Demuéstrame lo que vales, teniente Henebelle…
Lucie aceptó el desafío con la mirada. Alzó su lata de cerveza frente a ella y orientó el brazo hacia la puerta.
– Primero hay que valorar la posición. Tienen una presencia evidente en su salón, orientadas hacia la entrada. ¿Por qué no en el dormitorio o en un lugar más íntimo?
Señaló con la cabeza hacia el cubo de basura en la cocina, del que sobresalían dos embalajes de cartón y restos de pizza.
– Cuando un repartidor o un extraño llama a la puerta, usted la abre ligeramente, con el importe exacto en la mano. Jamás le deja atravesar el límite del descansillo. No hay alfombra para limpiarse los zapatos, ni dentro ni fuera. Las fotos se hallan situadas exactamente en el ángulo, el extraño puede verlas sin ver el resto. Usted, su familia, una impresión de felicidad y de normalidad. ¿También pone en marcha sus trenes en miniatura para que tenga la sensación de que en la casa hay un chiquillo que juega?
Sharko entrecerró los ojos.
– Lo que cuentas me interesa. Continúa…
– Usted no quiere hablar de su pasado fuera de su apartamento. Pero cuando uno está aquí, en este sillón, esas fotos dicen a voz en grito que a su familia le ocurrió algo dramático. No hay ninguna foto reciente ni de su esposa ni de su hija. Y usted tiene algunos años menos en las fotos, además de mejor aspecto. En esa época, su hija tenía cinco o seis años. Es un momento de cambios, de la primera ruptura. La escuela de los mayores, el comedor escolar, las niñas que se van por la mañana y a las que no se vuelve a ver hasta la tarde. Así que se trata de compensar y se hacen muchas fotos, muchísimas, para frenar su marcha, uno querría mantenerlas en casa y paliar las ausencias mediante artificios. Pero en su caso… Ni un recuerdo más, como si… la vida se hubiera detenido de repente. La de ellas y luego la suya. Por eso dejó usted la calle, para refugiarse en las oficinas. La calle le arrancó a su familia.
Sharko parecía hallarse en otro lugar. Sus ojos miraban al suelo, estaba inclinado hacia delante y las manos le colgaban entre las piernas.
– Sigue, Henebelle. Sigue, lanza la caballería.
– Pienso en un caso que se complicó, en el que su familia se vio involucrada y la obligó a enfrentarse a aquello de lo que usted siempre trató de protegerla… ¿Qué fue? ¿Un caso que se inmiscuyó en su vida privada? ¿Un sospechoso que se encarnizó con ellas?
Un silencio doloroso, mortificante. Sharko incitó a Lucie a proseguir.
– A través de esas fotos expone su interior al exterior. Aquí, en su apartamento, usted consigue abrirse, ser el hombre que fue, el padre y marido, pero en cuanto cruza la puerta, en cuanto la cierra, se encastilla. Tres cerrojos en la puerta… ¿No es ésa otra manera de blindarse? Creo que aquí entran pocas personas, comisario, y las que se quedan a dormir son aún menos. Hace un rato, hubiera podido indicarme un hotel y abandonarme bruscamente, como hizo la primera vez que nos encontramos en la estación del Norte. Y de ahí mi pregunta, ¿qué hago yo aquí?
Sharko alzó sus ojos de color ceniza. Se puso en pie, se sirvió un whisky y volvió a sentarse.
– Puedo hablar de mi pasado, contrariamente a lo que pareces creer. Si no hablo nunca del mismo es porque no tengo oídos que escuchen.
– Estoy aquí…
Él sonrió frente a su vaso.
– ¿Tú, la policía pardilla del Norte, a la que no conozco más que desde hace unos días?
– A veces le explicamos nuestra vida a un psiquiatra, a quien aún conocemos menos.
Sharko frunció el ceño y se puso en pie para guardar la botella de whisky. Aprovechó además para mirar si había por allí una caja de medicamentos. ¿Cómo había adivinado lo del psiquiatra? Volvió a sentarse y trató de mantenerse sereno.
– ¿Y por qué no te lo iba a contar, al fin y al cabo? Parece que lo necesitas.
– ¿Eso es lo que le dijo mi ficha en la DAPN?
Retaba a Sharko con la mirada. El policía aceptó el desafío.
– Las fotos te han hablado por sí mismas. Hace más de cinco años circulaba por una nacional, con Suzanne y Éloïse… Y uno de los neumáticos reventó en medio de una curva.
Miró al suelo un buen rato, haciendo girar el whisky dentro del vaso.
– Podría decirte el día, la hora exacta, y cómo era el cielo aquel día. Está grabado aquí, y para el resto de mis días… Volvíamos los tres juntos de un fin de semana en el Norte, hacía mucho tiempo que no nos habíamos escapado de aquella manera, lejos de esta ciudad de mierda. Pero justo después del reventón, tuve un momento de descuido. Olvidé cerrar las puertas del vehículo. Cuando estaba inclinado sobre la rueda, mi esposa cruzó la curva corriendo como una loca con mi hija. Llegó un coche y…
Encogió los dedos.
– Aún oigo el chirrido de los frenos. Una vez, y otra… Sólo el ruido de los trenes sobre los raíles logra acallarlo. Ese traqueteo incesante que oyes ahora mismo y que me acompaña de día y de noche…
Sorbo amargo de whisky. Lucie se encogió, en aquellos momentos no había otra reacción posible. El hombre, allí junto a ella, estaba más destrozado de lo que había imaginado. Sharko prosiguió:
– Tú has trabajado en un caso de secuestro de niños. Has perseguido a un psicópata que lucía la pura expresión del mal. Yo fui como tú, Henebelle. Mi mujer, mi propia mujer, fue secuestrada por el mismo tipo de asesino, seis meses antes de dar a luz a Éloïse. Le perseguí de día y de noche, a mi alrededor no existía nada más. En aquella investigación perdí a los amigos y vi cómo seres queridos desaparecían ante mis propias narices, arrastrados por la locura de un individuo.
Señaló con el mentón hacia la pared del apartamento.
– Mi vecina, una vieja de Guyana, la diñó por culpa mía. Cuando di con Suzanne, atada a una mesa, apenas pude reconocerla. Le habían hecho cosas que ni tú podrías imaginar. Cosas… que un ser humano jamás debería sufrir.
Lucie sentía que estaba andando por la cuerda floja, a punto de caer en cualquier instante. Pero él aguantaba el tipo. Estaba hecho de una fibra diferente, de un material que ningún proyectil podía perforar.
– Ya nunca más fue la misma, y el nacimiento de nuestra hija no cambió las cosas. Su mirada estaba en blanco la mayor parte del tiempo, a pesar de que, a veces, entre una y otra toma de la medicación, la chispa reaparecía.
Silencio de plomo. Lucie ya no alcanzaba a imaginar el dolor interior de aquel hombre. La soledad, la herida abierta de su alma, el desgarro de un drama que sangraba constantemente. Lucie se dijo que, tal vez por primera vez después de aquellos años, ya no tenía ganas de estar solo, aunque sólo fuera por una noche. Y a pesar de la negrura del mundo que le rodeaba, estaba contenta de poder compartir aquel momento con él.
Sharko se bebió el alcohol de un trago y se puso en pie.
– Soy la caricatura ambulante de lo peor que puede sufrir un policía, voy atiborrado de pastillas y de tormentos, he matado y me han hecho tanto daño como a uno le puedan hacer, pero aún me tengo en pie. Aquí, sobre mis dos piernas, frente a ti.
– Yo… Yo no sé qué decir. Lo siento.
– No lo sientas, ya basta de gente que lo siente.
Lucie le sonrió tímidamente.
– Intentaré no olvidar la lección.
– Bueno, creo que es hora de acostarse. Mañana nos espera un día duro.
– Ya es hora, sí…
Sharko hizo un amago de marcharse, y regresó junto a su colega.
– Tengo que pedirte un favor, Henebelle. Un favor que sólo le podría pedir a una mujer.
– Y luego tendré una última pregunta… Dígame.
– Mañana a las siete en punto, ¿podrás hacer que se oiga el ruido de la ducha en el baño? No estás obligada a ducharte. Por supuesto, si quieres puedes ducharte, pero quiero decir que basta con que oiga el ruido de la ducha.
Lucie dudó un instante antes de comprender. Su mirada se dirigió a una foto de Suzanne y asintió.
– Lo haré.
Sharko esbozó una fina sonrisa.
– Tu turno. Haz tu pregunta, ahora.
– ¿A quién ha llamado antes desde la estación? ¿Con quién ha «negociado» para que yo pudiera dormir en su apartamento?
Sharko tardó unos segundos en responder.
– Aquel ordenador, allí… Utilízalo para tus búsquedas. Sólo tienes que darle al botón. No hay contraseña. ¿Por qué debería tener una?