A poca distancia de allí, el teléfono de la lujosa suite del hotel Palace en la que estaba hospedada Sophie Luciani, la hija de Ronald Thomas, llevaba sonando desde hacía un minuto sin que nadie se dignara cogerlo. Por fin se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció una atractiva mujer, de unos treinta años de edad, con el pelo mojado y envuelta en una gran toalla con las iniciales del hotel, que descolgó el teléfono, embadurnando el auricular de espuma.
– ¿sí?
– ¿Dónde estabas? -dijo la princesa Bonaparte-. Llevo diez minutos llamándote.
– En la bañera. No oía el teléfono porque ya sabes que me meto con el Ipod.
– ¿Pero eso no es peligroso, querida? Al fin y al cabo es un aparato eléctrico. Si un día se cae al agua vas a darnos un disgusto, Sophie.
– En todo caso el disgusto me lo llevaría yo, ¿no crees? Pero no temáis ni Louis-Pierre ni tú, porque este aparato funciona con una batería ridícula. Si el Ipod se me cayera el único que saldría pasado por agua es Lucio Dalla, porque tengo casi todos sus discos metidos en él. ¿Ocurre algo?
– Louis-Pierre no se encuentra muy bien. ¿Te importa que no te acompañemos al concierto?
– En absoluto. Puedo llamar a Olivier y decirle que voy con él. ¿Qué le pasa a tu maridito?
– Él dice que es algo que comió anoche. Yo creo que lo que se le indigestó fue un señor que, al parecer, se puso a hacerle preguntas impertinentes después de la conferencia.
– ¿Quieres que me quede yo también?
– No, Sophie, qué tontería. Es el concierto de tu padre, le puede dar algo si no apareces. Ve tranquila, disfruta de Beethoven y mañana hablamos.
La mujer colgó el teléfono del hotel y al incorporarse para ir a coger su bolso, que había dejado sobre una mesita baja junto a la chimenea, pisó la toalla con la que estaba envuelta y esta cayó al suelo, dejándola completamente desnuda. Alarmada, echó un rápido vistazo a la ventana de la habitación, para comprobar si la observaban, pero al darse cuenta de que estaban los visillos corridos, se relajó y decidió no recoger la toalla del suelo. Hurgó en su bolso y de él sacó dos objetos: un teléfono móvil de última generación y una pequeña y extraña rueda de madera, compuesta por dos circunferencias concéntricas llenas de letras y números. Después de trastear durante unos segundos con las ruedas, que giraban una alrededor de la otra en las dos direcciones, envió un sms a uno de los nombres almacenados en la memoria del teléfono: