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Siguiendo la recomendación de la juez instructora, Daniel solicitó una entrevista con la hija de Thomas, Sophie Luciani, para que esta le consiguiera una grabación del concierto o una copia de la partitura con la que había trabajado el musicólogo. Paniagua estaba convencido de que, gracias a sus profundos conocimientos sobre la técnica compositiva de Beethoven, un análisis reposado y exhaustivo del material de trabajo de Thomas le iba a permitir confirmar sus sospechas más allá de toda duda razonable.

Daniel llegó a su meeting point con Sophie Luciani, la cafetería del hotel Palace, con casi media hora de anticipación. Excepto por dos adolescentes anoréxicas que bebían sendas Coca-colas en la barra y que soltaban risitas estúpidas cada cinco segundos, la cafetería estaba completamente desierta. Daniel constató que habían limpiado el suelo hacía poco y que aún no se había disipado del todo el olor a lejía, lo cual le puso enfermo. Nunca había entendido que en hoteles de esa categoría no se cuidaran ese tipo de detalles. Se sentó a la mesa que tenía los butacones más cómodos y cuando se le acercó el camarero le pidió un gin-tonic.

– ¿Se lo cargo a la habitación, señor?

Estuvo a punto de decir que sí y de soltar a voleo el número de una habitación. ¿Qué podía perder? Si el camarero chequeaba el número siempre podía contestar que se le había ido el santo al cielo y pagar en metálico. Aun así, su proverbial miedo a ser cogido en falta hizo que dijera que no, de lo cual se arrepintió, pues le cobraron veinte euros por la bebida, que estaba, eso sí, cargada de ginebra hasta tal punto que el camarero tuvo que hacer ejercicios malabares para poder añadir a la copa un poco de tónica.

Al cabo de diez minutos empezó a escuchar a su espalda el sonido, inconfundible por lo empalagoso, de un piano de hotel. Los pianistas de hotel, pensó Daniel, deben de recibir la consigna por parte de sus empleadores, de hacer poco o ningún hincapié en el aspecto rítmico de sus interpretaciones, para no distraer demasiado la atención de los clientes, de manera que cada una de las melodías que tocan se acaban pareciendo entre sí. Todo lo contrario del estilo compositivo de Beethoven, que no solo debía de haberse ganado el sobrenombre de el español por tener la tez morena sino por el extraordinario vigor rítmico de muchas de sus obras, empezando por la Séptima Sinfonía, calificada por Richard Wagner como la Apoteosis de la Danza. El sordo de Bonn tal vez no tuviera el genio melódico de Tchaikovsky o de Mozart, pero siempre que se lo proponía lograba que empezaras a tamborilear con los dedos o con los pies al ritmo de sus energéticos compases. En cambio, las únicas propiedades que tenían las músicas de hotel eran las sedantes, de modo que Daniel cerró los ojos, apoyó la cabeza contra el respaldo de la butaca y se dejó mecer por aquellos acordes previsibles y dulzones; y como el gin-tonic ya le había empezado a hacer efecto, en cuestión de tres minutos se quedó completamente amodorrado. Cuando despertó, pasaban veinte minutos de la hora acordada para la cita y no había aún señales de Sophie Luciani: un par de gays franceses, tan distinguidos que con su sola presencia elevaban por encima de su categoría el glamour que pudiera desprender el bar de estilo inglés del hotel, una jubilada americana con gafas de mariposa que regañaba a su perro salchicha, pero ni rastro de la chica. Apuró el gin-tonic, que ya estaba completamente aguado y se percató al momento de que el pianista había optado por un repertorio menos trillado que el My way de Paul Anka y estaba desgranando ahora la melodía «lenta y dolorida» de la primera Gymnopédie de Erik Satie. Como a Daniel siempre le había encantado esa pieza, se concentró en su escucha y tuvo que reconocer que la interpretación le gustaba. Giró la cabeza para verle la cara al pianista y se dio cuenta de que quien estaba sentada al piano era la propia Sophie Luciani. Llevaba el pelo suelto como la primera noche, aunque su vestido esta vez era mucho más discreto: un jersey negro cuello de cisne, pantalón del mismo color y una chaqueta roja jaspeada que le quedaba muy bien. Esperó a que terminara la pieza, que fue acogida con algunos aplausos por parte de los cuatro o cinco huéspedes del hotel que le estaban prestando atención y luego fue derecho hasta el piano para presentarse. Su inglés no era malo, excepto por la pronunciación, que era peor que la de una sobrecargo de Iberia, y como chapurreaba también algo de italiano y Durán le había anotado en una hoja algunas frases de recurso en francés, Daniel confiaba en poder entenderse con la chica.

– Soy Daniel Paniagua. -Le acercó la cara para darle un par de besos.

Enchantée -dijo ella. Le fue a dar un tercer beso y se sonrojó al ver que Daniel retiraba la cara después del segundo.

– Lo siento -se excusó él, también un poco violento-. En España son dos.

– En Francia es un lío. En París son dos. Pero en algunas regiones se dan hasta cuatro, así que yo he sacado la media y doy tres.

– Lo tendré en cuenta para la próxima vez -prometió Daniel seducido por el humor de la francesa. Decidió adularla un poco y añadió:

– ¿Cómo es que habla tan bien nuestro idioma?

– Tuve un novio catalán -respondió ella-, que hablaba con un curiosísimo acento, mezcla de francés y de italiano. Y además se me dan bien los idiomas, debe de ser por el oído musical.

– Era precioso lo que estaba tocando. Siga, por favor.

– No, no -dijo ella sonrojándose un poco por el cumplido-. Estaba haciendo tiempo y como el pianista del hotel había hecho un descanso, me he tomado la libertad de tocar un poco, para no aburrirme. ¿Dónde nos sentamos?

– Huyamos de aquí, que huele a lejía -pidió Daniel.

Salieron del bar, fueron hasta una zona de tresillos que había debajo de una gran cúpula de vidrio y se sentaron en el más apartado.

– ¿Cómo nos tratamos, de tú o de usted? -dijo ella.

– De tú, por favor.

– Es que me ha sonado raro cuando me has llamado de usted.

– Pues de tú. Ante todo quiero manifestarte que lamento profundamente la muerte de tu padre. No tenía el placer de conocerle personalmente, pero le admiraba profundamente en el terreno profesional.

– Muchas gracias -dijo ella-. La verdad es que espero que encuentren rápidamente a la persona que lo asesinó.

Hubo un largo silencio, a modo de homenaje al fallecido, y cuando finalmente Daniel fue a formular la primera pregunta, sonó su móvil. Daniel pidió disculpas a su interlocutora y cuando vio que quien le llamaba era su novia Alicia se alejó un par de metros. -¿Te puedo llamar yo dentro de un rato? -dijo Daniel.

– Sí, pero no tardes. ¿Dónde estás?

– En el hotel Palace. ¿Te encuentras bien? Te iba a llamar yo esta tarde, para, ya sabes, limar asperezas.

– ¿En el hotel Palace? ¿Y qué haces ahí?

– Estoy entrevistándome con una persona.

– ¿Con quién? ¿No me lo puedes decir?

– Con Sophie Luciani, la hija de Thomas.

Alicia no comentó nada, pero se produjo un silencio en la línea que a Daniel le indicó que a ella no le hacía gracia la situación. Estaba celosa.

– Y tú, ¿qué tal estás? -dijo al fin, tratando de poner un tono de voz que no delatase su estado de ánimo.

– Metido de lleno en la investigación de un crimen. Por eso no te he telefoneado antes.

– ¿Te acuerdas de la última noche en el restaurante?

– Sí, me comporté como un estúpido. Creo que tenías razón y que no me he ocupado mucho de ti en las últimas semanas.

– Te lo agradezco, pero no te llamo para hablar de nuestra relación, ni del embarazo.

– ¿Ah, no? -respondió muy extrañado Daniel.

– No, eso es cosa tuya. Quiero decir lo de mostrar un poco de interés. Te llamo porque creo que ya sé a qué corresponden los números de la cabeza de Thomas.

– Fantástico -dijo él, simulando entusiasmo, porque lo cierto es que dudaba de que su novia pudiera haber triunfado allí donde los criptólogos de la policía se habían dado de bruces-. Te llamo en cuanto termine la entrevista.

– ¿No me crees?

Daniel miró a Sophie, que había encendido un cigarrillo para entretener la espera y comprendió que tenía que colgar.

– Luego te llamo. Ciao.

Desconectó el móvil para que no volviera a interrumpirle y luego volvió a sentarse junto a la hija de Thomas, a la que pidió disculpas por la espera.

– Creo que ya te lo dije cuando hablamos por teléfono para concertar la entrevista, pero como no sé por dónde empezar, te lo vuelvo a repetir. Soy musicólogo, especializado en Beethoven.

– Ah, como el personaje de Charlie Brown, ¿cómo se llamaba?

– Schroeder. Pero yo ni siquiera toco el piano, me limito a estudiar su música y a reverenciarle como compositor.

– Yo también me dedico a la música -contestó ella, desplegando a traición una sonrisa tan cautivadora que Daniel tuvo la impresión de que se le podía empezar a derretir la médula ósea de un momento a otro.

– ¿Concertista de piano?

– No, musicoterapeuta.

– He oído hablar de la musicoterapia, pero no sé en qué consiste. ¿Se puede curar una enfermedad grave con música?

– No, pero se puede ayudar a los enfermos de esa enfermedad a mantener un buen estado de ánimo, lo que a su vez repercute en su sistema inmunológico, que es vital para frenar el avance de un tumor, por ejemplo.

– ¿Trabajas en hospitales?

– A veces. Pero como no puedo vivir solo de eso, también tengo pacientes particulares.

– ¿Y les enseñas a tocar algún instrumento?

– Depende de las necesidades de cada persona. Con la musicoterapia se pueden tratar una gran cantidad de afecciones, no solo las depresiones. Desde problemas de adicción hasta trastornos alimenticios, o situaciones de estrés. Así que hay veces en que les hago cantar, y otras veces me limito a hacerles escuchar algún tipo de música.

– ¿Como la Gymnopédie que estabas tocando hace un momento?

– Por ejemplo. Pero no me limito a ningún compositor o época concreta. Puede ser desde una pieza para órgano de Leon Battista Alberti a una ópera de Alban Berg.

– Los dos músicos que has citado son muy especiales. Tenían obsesión por la numerología.

– Lo sé, y por eso me gustan. Me apasiona la relación entre la música y los números; es algo que me enseñó mi padre.

– Pero reducirlo todo a matemática pura, ¿no le quita magia a la música?

– Pero ¿qué son las notas sino números? El la con el que afina una orquesta, que es el la del diapasón, ¿no se llama la 440 porque la cuerda o la columna de aire que lo emite vibra a ese número de veces por segundo? Los compases son quebrados: 4/4, 3/8, los valores de las notas guardan entre sí una relación jerárquica de orden numérico. Hasta las obras tiene nombres que son números: Preludio n.° 5, Sinfonía 41. Otra cosa es que haya personas que hayan decidido que no hay poesía en los números, lo cual me parece una estupidez.

Daniel asintió y a continuación entró directamente en materia.

– La policía me enseñó el otro día el tatuaje -dijo Sophie cuando Paniagua acabó de ponerla en antecedentes-. Pero ignoraba que las notas correspondieran a números. Por otro lado, resulta perfectamente verosímil, ya que a mi padre le encantaban esas cosas.

Delante del sofá en el que estaban sentados había una mesita baja de cristal de la que un camarero negligente se había olvidado de retirar un posavasos. Sophie empezó a juguetear con él, desplazándolo por la mesa mediante pequeños golpes, como si fuera una gata jugando con un carrete de hilo.

Daniel le mostró la serie de ocho números y la hija de Thomas, tras contemplarla durante un rato, dijo que no le sonaba.

– Pero aguarda un momento -añadió.

La mujer abrió su bolso y extrajo de él la pequeña rueda de Alberti que le había regalado su padre.

– ¿Sabes qué es esto?

– Desde luego -respondió Paniagua, fascinado con aquel objeto-. Pero es la primera vez que veo una tan antigua. ¿Es original?

– Creo que sí. Unos amigos míos están convencidos de que papá me entregó una rueda de Alberti por si en algún momento tenía necesidad de hacerme llegar un mensaje codificado. Veamos si podemos componer un texto con los números de la serie que has obtenido.

Estuvieron cavilando durante un buen rato con la rueda y los números en Morse pero no obtuvieron ningún resultado satisfactorio. Por fin, Sophie preguntó:

– ¿Qué se supone que tiene que revelar el mensaje?

– El lugar en el que tu padre ocultó el manuscrito original de la Décima Sinfonía de Beethoven.

La hija de Thomas reaccionó mal ante la teoría de Daniel, y este, para aplacarla, tuvo que improvisar allí mismo una conferencia sobre la manera de componer del genio de Bonn.

– Los compases de los que partió tu padre, y que son conocidos por todos los estudiosos de Beethoven, no eran ideas musicales completas: eran solo piezas de un gran rompecabezas que solo el genio de Bonn habría sabido cómo armar. No es lo mismo terminar Turandot de Puccini, una ópera de la que solo quedaba por escribir el final y que por eso pudo llevar a buen puerto Franco Alfano, que poner en pie toda una sinfonía partiendo de unos apuntes básicos. ¿Tienes conocimientos acerca de la forma sonata?

Paniagua acababa de hacer alusión a la estructura musical más típica del clasicismo, caracterizada por una ordenación dramática de todo el material musical. La mayor parte de los no iniciados en la música solían armarse bastante lío con el término sonata, ya que se trata de una palabra polisémica, que quiere decir «pieza instrumental» -en contraposición a cantata, que es una pieza vocal- pero que también se utiliza para designar uña forma musical.

– Por supuesto que sé lo que es la forma sonata. ¿Adónde quieres ir a parar?

– A mí me gusta imaginarme la forma sonata como un drama musical: hay unos personajes, que son los temas, que conocemos al comienzo de la obra. Luego a esos personajes les pasan cosas, en el desarrollo. Y finalmente todo se resuelve de manera satisfactoria en la recapitulación. ¿Me permites?

Daniel agarró el posavasos con el que estaba jugando Sophie y al hacerlo no pudo evitar que su mano entrara en contacto fugaz con la de su interlocutora. A continuación sacó un rotulador del bolsillo de la chaqueta con el que empezó a dibujar una serie de estructuras.

– Beethoven solía construir sus temas musicales, o sea, sus personajes, a base de pequeños motivos, que son estas cajitas que te acabo de dibujar aquí.



– Parecen piezas de Lego.

– En cierta forma, lo son -concedió Daniel. Un motivo es un fragmento de melodía con personalidad propia, por lo tanto, un motivo es reconocible, y se puede separar de la construcción principal, que es el tema, para combinarse con otros de maneras alternativas.

– Lo sé. Es lo que en música se llama desarrollo. Pero aún no acabo de ver adónde nos conduce esto.

– Todas estas piezas se pueden combinar de distintas, yo diría que de infinitas, maneras durante la composición. Si la «estructura lego» que tenemos aquí se parte, se habla de fragmentación; si se altera ligeramente, se habla de variación, y si se deja reducida a su mínima expresión, tenemos la condensación. Hay muchas más técnicas, por supuesto, pero estas tres son las más beethovenianas. Este es uno de los factores por los que cada vez estoy más persuadido de que el allegro de la Décima era íntegramente de Beethoven. Sin ánimo de ofender la memoria de tu padre, a mí me pareció que el desarrollo de los temas era tan imaginativo…

– ¿Que mi padre no pudo haberlo ideado? No estoy de acuerdo. Mi padre era mucho mejor músico de lo que la gente cree.

– No creo estar ofendiendo a Ronald Thomas por decir que no era capaz de componer como Beethoven. Nadie ha estado nunca a la altura de su genio, ni probablemente lo estará jamás.

Sophie Luciani parecía estar cansada de juguetear con el posavasos y empezó a hacer girar lentamente una de las pulseras de ámbar que llevaba en la muñeca izquierda:

– Y si ya has llegado a semejantes conclusiones después de una sola audición, ¿para qué me necesitas? ¿Para qué quieres la grabación del concierto?

– Buena pregunta. Trataré de responderte con un ejemplo. Si yo ahora te dijera que cerraras los ojos y visualizaras la cara de una persona, la del actor Ed Harris, por ejemplo…

– ¿Ed Harris? ¿Por qué Ed Harris?

– Porque hizo de Beethoven en una película. Pero si prefieres a Gary Oldman…

– Ed Harris está bien. Sí, puedo ver su cara sin problemas, ¿y qué?

– No tienes ni que pensar, ¿verdad?

– En efecto, tiene un rostro inconfundible.

– Y estarías completamente segura de poder reconocer esa cara entre un millón.

– Pues sí.

– Y sin embargo, imagínate que te doy bolígrafo y papel y te pido que describas con palabras la cara de Ed Harris, ¿a que te resultaría mucho más difícil?

– No lo sé.

– Sé sincera. Si yo no supiera a quién estás describiendo, ¿podría adivinarlo solo con lo que hubieras escrito?

– Creo que no. Pero es que yo no soy escritora.

– Aunque lo fueras, no creo que lo consiguieras. ¿Sabes a qué es debido? A que nuestro cerebro tiene una parte, el hemisferio izquierdo, que piensa en palabras, y otra, el hemisferio derecho, que piensa en imágenes y sonidos. Pero si yo trato de expresar con palabras cómo es la cara de Ed Harris, la actividad cerebral se traslada de un hemisferio a otro y la parte izquierda anula momentáneamente la derecha. Es lo que me ocurre a mí en estos momentos con la música del otro día. Necesito analizar concienzudamente la partitura o la grabación para poder decirle a la juez: esto solo lo pudo haber escrito Beethoven, por esto, por esto y por esto.

– ¿A la juez? Me habías dicho que eras musicólogo. ¿Es que estás colaborando en la investigación criminal?

– Solo en la parte que tiene que ver con la desencriptación de la partitura.

– Pues lamento decirte que no tengo ni una cosa ni otra.

– Sophie, si te dijera que con el análisis de ese material podemos dar un paso de gigante para resolver el caso, ¿también me responderías que no tienes lo que te estoy pidiendo?

Sophie Luciani permaneció pensativa durante un buen rato.

– Si esperas cinco minutos, subiré a mi habitación y te proporcionaré la grabación en mp3 que realicé yo misma el día del ensayo general.

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