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Viena, diciembre de 1826


Beatriz de Casas terminó de copiar los últimos compases de la Décima Sinfonía de Beethoven una semana después de que su colérico padre hubiera irrumpido en el apartamento de Beethoven, derribándole al suelo y amenazándole con denunciarle a la policía de Metternich. Aunque no se habían vuelto a ver desde entonces, el compositor consiguió mandarle recado, a través del pequeño Van Breuning, de que no le devolviera el manuscrito, transgresor y disonante como pocos, pues Beethoven había quedado tan mortificado tras la experiencia de la Gran Fuga, que no quería volver a padecer una experiencia similar por nada del mundo.

La Gran Fuga había nacido inicialmente como el último movimiento de su Cuarteto para cuerda n.° 13, pero la pieza estaba tan erizada de escollos técnicos para los ejecutantes y tan plagada de disonancias y de cambios abruptos para los siempre convencionales oídos de los vieneses, que su editor le había implorado que escribiera un final alternativo -y sobre todo, más suave- para el cuarteto de cuerda.

Beethoven accedió, tras haber visto con sus propios ojos las caras de horror y repugnancia de los espectadores que acudieron al estreno del cuarteto, cuando tuvieron que escuchar la fuga. El músico les llamó imbéciles, pero consintió en quitarla de la versión definitiva, publicándola como obra aparte y sustituyéndola en el cuarteto por un movimiento más accesible.

El plan de Beethoven era que Beatriz custodiara la partitura hasta después de su muerte, y que la enviara luego a su editor para que la publicara como obra póstuma. No deseaba que la sinfonía permaneciera en su propia vivienda, pues estaba convencido de que su intrigante amigo Schindler hubiera sido capaz incluso hasta de destruir la obra para que esta no mancillara, como un garbanzo negro, raro y disonante, el resto del impecable ciclo sinfónico del compositor.

Lo cierto es que la Décima Sinfonía, además de tener una revolucionaria estructura de siete movimientos, que Beethoven no había empleado en ninguna de sus composiciones anteriores, contenía innovaciones musicales y audacias armónicas tan avanzadas como un solo de timbal en el scherzo de cinco minutos de duración o pasajes bitonales en el rondó final, en los que acordes superpuestos en las tonalidades de do mayor y fa sostenido mayor anticipaban los experimentos que un siglo más tarde llevaría a cabo Stravinsky en su ballet Petrushka. En el sexto movimiento, Andantino con variazioni, Beethoven había utilizado escalas pentatónicas y creado pasajes de tal ambigüedad tonal que bien podía decirse que la revolución que iniciara Debussy con Preludio a la siesta de un Fauno había comenzado en realidad con la Décima Sinfonía. En el segundo allegro con brío, había pasajes tan deliberadamente repetitivos -una misma melodía expuesta, con ligeras variantes, hasta treinta veces seguidas- que le convertían en un auténtico pionero del minimalismo. Los siete movimientos no estaban separados entre sí, como suele ser habitual en las sinfonías, sino unidos mediante cadencias de engaño y otros recursos técnicos, de los que Beethoven se había servido para convertir su última y monumental sinfonía en un continuo musical de una hora y media de duración. La Décima era una obra destinada a ser para siempre, en cualquier época que se la escuchase, una obra contemporánea.

Beatriz volvió a mirar orgullosa la dedicatoria de la primera página, que equivalía poco más o menos que a un título de propiedad del manuscrito, y escrutó minuciosamente su propio dormitorio, tratando de establecer cuál podría ser el mejor escondrijo en el que ocultar la partitura. No quería que su padre, que había pasado de la noche a la mañana de reverenciar a Beethoven a aborrecer hasta la última corchea de la más sublime de sus obras, encontrase el manuscrito y, cegado por la ira, lo arrojara al fuego. Por un momento pensó en guardarlo bajo llave en su escritorio, camuflado bajo otros documentos, pero llegó a la conclusión de que tarde o temprano, y para asegurarse de que ella y el músico no anduvieran carteándose, su padre realizaría un registro minucioso de todos los papeles de su alcoba. Después probó a meterlo entre el somier y el colchón de su cama, y decidió que ese sería, de momento, el mejor escondite provisional. Al agacharse para meter la partitura bajo su lecho se fijó en que uno de los pesados tablones que conformaban el suelo de madera de su habitación estaba ligeramente desclavado y trató de levantarlo con las manos, para comprobar el hueco que había entre este y los rastreles sobre los que descansaba todo el entarimado. Solo consiguió romperse una uña y clavarse una astilla en el pulgar, que tuvo que sacarse con la ayuda de una aguja de coser. Bajó entonces a la herrería, donde sabía que encontraría herramientas de las habitualmente empleadas para herrar y desherrar a los lipizanos, y se apoderó de un escoplo, un martillo y unas tenazas, con los que estaba segura que lograría levantar el tablón de marras.

No habían transcurrido ni treinta segundos desde que empezara a forcejear con la madera cuando su padre, atraído por los martillazos, entró sin llamar en la habitación.

Beatriz quedó totalmente petrificada y sin saber qué decir cuando su padre la sorprendió, de rodillas en el suelo, con una herramienta de herrero en la mano.

Tanto en el tono de voz como en la dureza de su expresión resultaba evidente que aún seguía enojado por sus relaciones clandestinas con Beethoven.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Padre ¿por qué entra en mi habitación sin llamar?

Don Leandro de Casas hizo caso omiso de la pregunta de su hija y avanzó con paso decidido hasta situarse a dos palmos del tablón que esta trataba de levantar.

– ¿Un listón suelto? Yo estuve a un tris de matarme con uno de ellos el mes pasado. Le diré a uno de los mozos que suba a clavarlo.

– Ya puedo hacerlo yo, padre.

Don Leandro llevó a cabo un rápido e inquisitorial barrido visual de la alcoba de su hija y vio que la mesa estaba llena de partituras.

– He hablado esta mañana con herr Golerich y me ha dicho que tus progresos en armonía y contrapunto son muy notables.

Beatriz se dio cuenta, un segundo antes de responder, de que iba a meter la pata con lo que dijo:

– Es que tengo un buen maestro, padre.

El fantasma de Beethoven planeó durante unos instantes por la habitación. Luego, don Leandro frunció el ceño, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí, con un enérgico movimiento que estuvo cerca del portazo.

Beatriz oyó los pasos de su padre bajando las escaleras, señal inequívoca de que se disponía a salir a la calle. Se asomó a la ventana para cerciorarse de que, efectivamente, estaba abandonando el edificio y hasta que no le vio alejarse unos metros, camino de la Heldenplatz, no reanudó su forcejeo con el tablón que estaba tratando de levantar.

Gracias a las contundentes herramientas que había conseguido en las cuadras, en cinco minutos logró desclavar un par de maderos y pudo comprobar que, efectivamente, había sitio suficiente entre la solera y el entarimado de la habitación para ocultar el voluminoso manuscrito de Beethoven. Sacó la partitura de debajo del colchón, la ocultó bajo el suelo, clavó otra vez los maderos e hizo una profunda marca en forma de B en uno de ellos, para acordarse del lugar exacto en el que había escondido el manuscrito. Cuando ya iba camino de las cuadras, dispuesta a devolver las herramientas a su sitio escuchó el relincho de un caballo proveniente de la gran explanada de arena donde los lipizanos deleitaban a los vieneses con sus tradicionales exhibiciones.


Aprovechando la salida de don Leandro, y desobedeciendo frontalmente sus instrucciones -el veterinario no quería que los jinetes sometieran a los caballos a un sobre esfuerzo inútil que pudiera ocasionarles lesiones y estrés-, François Robichon de la Guerinière había ensillado a Incitato II mientras llevaba a cabo un entrenamiento en solitario en el impresionante picadero cerrado donde tenían lugar las célebres exhibiciones de los lipizanos. El recinto, tan elegante y majestuoso que se había utilizado durante el reciente Congreso europeo para ofrecer ágapes y recepciones de gala a los mandatarios de los países participantes, era un rectángulo de color blanco, con balaustradas a lo largo de sus dos pisos de altura, de 55 metros de largo por 18 de ancho, que podía albergar a un total de diez mil espectadores. Por el día recibía la luz de las más de dos docenas de ventanales que había a los lados más largos del rectángulo, mientras que por la noche eran necesarias cientos y cientos de velas, fijadas en los brazos de cuatro gigantescas arañas colgadas de un techo que estaba a 17 metros de altura, para iluminar completamente la inmensidad de aquel gigantesco escenario. Todo el mundo en la Escuela Española de Equitación sabía que los entrenamientos de los lipizanos -que estaban abiertos al público- tenían lugar por la mañana y que estaba terminantemente prohibido que los jinetes los sacaran de nuevo a la arena por la tarde, sin la autorización expresa de don Leandro. Por eso, cuando Beatriz se asomó al picadero desde la balaustrada del piso inferior exclamó:

– ¡Como se entere mi padre, te vas a meter en un buen lío!

Robichon, que no había visto llegar a Beatriz, caracoleó sobre el caballo durante unos instantes y luego se acercó al trote hasta ella, exhibiendo su empalagosa sonrisa.

– ¡Beatriz! ¿Ya estás totalmente recuperada? Me había comentado tu padre que habías tenido algunos problemas de salud.

– No es mi salud lo que debe preocuparte, François, sino la de tu caballo. Mi padre…

– Tu padre sabe mucho de caballos, no lo niego -interrumpió el jinete en un tono de cierta dureza-, pero el que se pasa cuatro horas diarias a lomos de Incitato II soy yo.

– Lo sé pero…

– Déjame terminar. Soy yo el que queda en mal lugar cuando, como ocurrió la semana pasada durante la Grande Quadrille, el caballo no ejecuta a la perfección los movimientos que se le han enseñado.

La Grande Quadrille, que se llevaba a cabo con los dieciséis mejores lipizanos de la Escuela, era el número estrella del espectáculo, una especie de ballet ecuestre perfectamente coreografiado y ejecutado al compás de una orquesta de cámara de primera fila.

– Además -continuó-, cuando el caballo está agobiado o nervioso se nota inmediatamente. ¿Tú ves que Incitato tenga algún problema?

Beatriz permaneció un segundo en silencio y tras echar un rápido vistazo al caballo dijo:

– No, el caballo parece estar perfectamente. Pero quiero que lo devuelvas a la cuadra ahora mismo.

A Robichon le atraía el carácter fuerte de Beatriz, a la que consideraba una especie de yegua asilvestrada a la que él creía que iba a ser capaz de domar. Por eso dijo:

– Llevaré a Incitato a la cuadra inmediatamente con una condición: que te subas conmigo al caballo y me acompañes a devolverlo.

– ¿Crees que tengo miedo de subirme a un caballo? -dijo la chica muy resuelta.

– No, creo que es a mí a quien temes.

Beatriz dudó unos instantes.

– Con tal de no soportar a mi padre enrabietado durante una semana por que lo que le pueda pasar a Incitato, soy capaz de cualquier cosa. Espérame ahí, que bajo a la arena en un santiamén.

– Vamos, Beatriz, si estás a un paso de mí. ¿Acaso no te atreves a saltar desde la balaustrada?

– Hay tres metros de altura.

– No seas boba, yo te cojo.

Robichon acercó a Incitato a la pared y poniéndose ágilmente de pie sobre la silla de montar extendió los brazos hacia Beatriz para que esta se animara a saltar la balaustrada y se pusiera en sus manos.

– No llego -dijo la chica, que con una mano se estaba sujetando a uno de los balaustres y con la otra casi podía tocar las enguantadas puntas de los dedos del jinete-. Será mejor que no hagamos el idiota y que baje por la escalera.

– Tienes que confiar en mí y dar un pequeño salto -le contestó Robichon-. Claro que si tienes miedo…

Beatriz no estaba dispuesta a dar muestra de temor alguno delante del jinete y saltó decidida a sus brazos, en una maniobra que sorprendió al francés y que casi provocó la caída de ambos a la arena del picadero debido a un súbito movimiento de vaivén del corcel.

Una vez que estuvieron los dos de pie sobre el caballo, Robichon ayudó a tomar asiento a Beatriz y luego se sentó él delante, asiendo con firmeza las riendas de Incitato.

– ¿Estás bien? -preguntó el francés, como si él mismo no hubiera estado a punto de desnucarse un segundo antes.

– Claro que estoy bien. Anda, lleva a Incitato a su casa.

En el momento mismo en que Robichon hizo el gesto de picar espuelas para que el caballo se pusiera en movimiento, este, que no estaba acostumbrado a notar sobre el lomo el peso y los movimientos de dos personas, se encabritó bruscamente, y levantando las patas delanteras casi hasta la altura de la balaustrada, pilló desprevenida a Beatriz, que acabó rodando por el suelo.

Una caída como esa normalmente le podía costar a uno la rotura de la clavícula y de varias costillas, pero Beatriz se levantó inmediatamente, sacudiéndose la tierra del vestido.

– ¿No te has roto nada? -preguntó preocupado el jinete, que se había bajado del caballo para ayudar a incorporarse a la chica.

– Me he dado una buena torta, pero mi padre me enseñó a caer del caballo desde muy pequeña y eso ha evitado que me rompiera la crisma.

– Este maldito Incitato todavía no ha aprendido cómo hay que tratar a una dama.

Robichon le dio un fuerte manotazo en el morro al caballo, a modo de castigo, cosa que este no se tomó muy a bien, porque descubrió los dientes y amagó con cargar contra el jinete.

– Y tú no has aprendido todavía a tratar a un caballo -dijo indignada Beatriz-. Lo que tienes que conseguir es que el animal sienta respeto y no temor por ti.

La chica se agachó para recoger las riendas del caballo, que colgaban ahora hasta el albero por la parte delantera del animal, y el caballo, que ya estaba a la defensiva tras el fenomenal guantazo que le había propinado Robichon, se asustó con el gesto y mordió a Beatriz en el cuello.

La herida fue tan leve que la hija de don Leandro, que temía además que el jinete se cebara de nuevo con el caballo pretextando que este la había agredido, le dio aún menos importancia de la que tenía.

– Déjame ver qué te ha hecho -le insistió Robichon varias veces.

– Es solo un pellizco. Incitato no quería hacerme daño, sino mostrar su enfado por el manotazo recibido. Anda, llévale de una vez a su establo.

El jinete obedeció y se despidió de Beatriz, a la que no volvió a ver hasta al cabo de tres días, cuando se corrió la voz por la Escuela de que no se encontraba bien de salud.


Esta vez la dolencia de la chica era auténtica y no se trataba de ninguna estratagema de su padre para ahuyentar a los moscones que a veces la rondaban.

Beatriz empezó a quejarse de dolor al tragar líquidos y alimentos y de rigidez en la mandíbula y don Leandro hizo llamar inmediatamente al médico de palacio, que llevó a cabo un diagnóstico certero aunque tardío.

Aunque la clostridrium tetani -nombre latino con el que los científicos bautizaron la enfermedad del tétanos- no sería descubierta hasta finales del XIX, los médicos conocían desde la antigüedad la relación letal entre cierto tipo de heridas y la rigidez muscular que provocaban en el paciente. La infección tetánica, que casi siempre era mortal, y cuya vacuna no sería inventada hasta la Primera Guerra Mundial, estaba provocada por una potente neurotoxina, la exotoxina tetanospasmina, que penetra en las fibras nerviosas motoras periféricas hasta llegar al sistema nervioso central.

Al escuchar el diagnóstico, el padre, que sabía de sobra cómo se contraía la temible enfermedad -por más que esta no hubiera sido aún bautizada- y sus fatídicas consecuencias, se fue derecho hasta su hija, que comenzaba ya a retorcerse con los primeros espasmos musculares en el lecho del dolor y le dijo:

– Beatriz, esto es muy importante ¿te has hecho alguna herida en los últimos días?

– Ninguna, padre -respondió la chica con una voz muy débil, pues debido a la rigidez de los músculos, le costaba articular las palabras.

– Hace muy poco te vi manejando clavos y martillo en el suelo de tu habitación. ¿Estás completamente segura de que no te has pinchado con nada, especialmente con alguna punta oxidada?

– Estoy segura, padre. Solo tengo una ligera mordedura de caballo, aquí, junto al cuello.

Beatriz se retiró por un momento el pañuelo que había utilizado para taparse el bocado que le había propinado Incitato -algún malintencionado podría haber pensado que la marca en el cuello la había causado algún amante demasiado fogoso- y su padre vio, por vez primera, la herida que su hija se había preocupado tanto en ocultar.

– Eche un vistazo, doctor.

El médico inspeccionó la herida y confirmó que la infección había entrado por ahí:

– Es algún tipo de bacteria anaeróbica -anunció-. Si la herida sangra abundantemente, se lava con agua y jabón y luego se deja sin cerrar, es muy difícil que se infecte, porque estos microoganismo no pueden florecer en presencia de oxígeno. Pero veo que su hija ha llevado la herida tapada durante varios días, y aunque esta no es muy profunda no ha recibido la suficiente ventilación.

Don Leandro se tapó la cara con las manos en un gesto de impotencia y desesperación. Así permaneció un buen rato, y luego, sin importarle que su hija le escuchara, preguntó:

– ¿Va a morir, doctor?

El médico, violento ante el hecho de que se le forzara a emitir el pronóstico delante de la chica, no dijo nada. Don Leandro, al ver que este no contestaba, se levantó del borde de la cama donde estaba sentado, y agarrándole con furia de las solapas lo zarandeó violentamente:

– ¡Conteste, matasanos! ¡Le he preguntado si va a morir!

Beatriz, a la que la reacción violenta del padre le recordó en el acto el lamentable incidente ocurrido días atrás con su amado Beethoven, intervino para que cesara el maltrato:

– ¡Padre, él no tiene la culpa!

– Tienes razón -afirmó don Leandro soltando al médico, que se había tenido que poner de puntillas para evitar que le desgarraran la ropa-. ¡Dime qué caballo fue! ¡Dime cuál te mordió!

– Padre ¿qué vais a hacer?

– Voy a matar a esa bestia en este mismo instante. ¡Dime el nombre! ¡Ahora!

Aunque Beatriz hubiera querido delatar a Incitato y a su jinete, Robichon de la Guerinière, no le hubiera sido posible, porque en ese instante fue presa de un dolor abdominal tan intenso que parecía que le estuvieran practicando una cesárea sin anestesia.

El médico logró contener con láudano ese primer episodio de dolor pero no pudo hacer nada para evitar que los síntomas característicos de la enfermedad se fueran haciendo, a medida que pasaban las horas, cada vez más pronunciados y numerosos.

– Si el caballo no la hubiera mordido en el cuello, tan cerca del sistema nervioso central -confesó desolado el médico a don Leandro-, tal vez yo pudiera haber hecho algo. Pero ahora ya es demasiado tarde, la bacteria se ha adueñado por completo de su organismo.

Beatriz de Casas murió a las cuarenta y ocho horas de aquel primer diagnóstico, entre espantosas convulsiones y anoxia progresiva provocada por la paralización de los músculos respiratorios.

La capilla ardiente, a la que a Beethoven se le impidió el acceso, se llevó a cabo con el féretro tapado, pues la neurotoxina tetánica había dejado estampada en el rostro de la muchacha su firma siniestra: los músculos de la cara de Beatriz se habían contraído en una sonrisa sardónica, que producía escalofríos contemplar.

El destino quiso que Beatriz de Casas, la mujer que había inspirado a Beethoven la más revolucionaria de sus sinfonías, falleciera el 17 de diciembre. El compositor había nacido el mismo día, en 1770.

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