Tras dejar su informe pericial en el juzgado, junto a una copia del cedé, Daniel se personó en la oficina de Durán ya que Blanca, su secretaria, le había dicho que el jefe quería hablar con él.
La puerta de su despacho estaba cerrada, y desde el otro lado se oían, atronadores, los acordes iniciales del Concierto para piano n.° 1 de Tchaikovsky.
– Está dirigiendo -le explicó Blanca, subrayando la frase con un sonsonete burlón-. Pero puedes pasar.
Daniel abrió la puerta y se encontró con que, efectivamente, su jefe no solo estaba enfrascado en una sesión melómana de primer orden sino que se había subido al sofá de las visitas -después, eso sí, de haberse quitado los zapatos- y en mangas de camisa -la primera vez que le había visto sin chaqueta en muchos años- estaba gesticulando frenéticamente, imaginando, ora que era el concertista de piano, ora que era el director de la orquesta. Su entrada no le cohibió en lo más mínimo, sino que siguió entregado en cuerpo y alma a su pantomima musical hasta que Daniel no bajó a un nivel razonable el volumen del equipo de música.
– La sección de cuerda se estaba comiendo a la de viento -le dijo Daniel muy serio, como si fuera su profesor en el Conservatorio-. Tienes que cuidar más el balance orquestal.
– Lo que tengo que hacer es comprarme una batuta -respondió Durán-. Sin batuta los profesores de la orquesta no te toman en serio.
– Te regalaré una, no te preocupes. Aunque dirigir bien o mal no depende de la batuta. Precisamente este director, Valery Gerhiev -Daniel agarró la caja del cedé que contenía el Concierto de Tchaikovsky- dirige sin batuta y ha convertido a la orquesta de San Petersburgo en una de las mejores del mundo.
– Tú di lo que quieras, pero yo insisto en que la batuta es imprescindible. Aunque solo sea porque, cuando llegan los crescendi, se te puede escapar en cualquier momento y le puedes sacar un ojo a alguien. Los músicos lo saben y como ninguno quiere quedarse tuerto, están todo el rato en tensión, con lo que te miran continuamente y no se pierden ni una sola de tus indicaciones. Échame una mano, anda.
Daniel ayudó a mantener el equilibrio a Durán, que estuvo a punto de romperse el astrágalo al bajar del sofá y luego dijo:
– ¿Querías verme?
– Sí. Siéntate.
– ¿Me vas a despedir?
– ¿Despedirte? No. ¿Te quieres ir tú?
– Tampoco. Aunque no estaría mal que me pagaras un poco más.
– Dinero, dinero. Tú no estás aquí por el dinero. Estás porque te gusta la música y te encanta enseñar. ¿Qué pasa? ¿Necesitas dinero?
– Lo necesito como reconocimiento a mi trabajo. Claro que igual dentro de poco necesito comprarme un piso.
– O sea, que tú y Alicia os habéis decidido. ¿Vais a tener el bebé?
– Estamos ahí. Yo le he dicho que adelante, pero la última palabra la tiene ella. Dentro de tres días me da la respuesta.
– ¿Tienes miedo?
– Es su decisión, ¿no?
– No te he preguntado eso. Si decide no tenerlo ¿cómo va a afectar eso a tu relación con ella?
– No muy bien.
– ¿Serías capaz de dejarla?
– No lo sé. No quiero «hipotizar futuribles», que dijo aquel político.
– Mira que Alicia es una tía cojonuda.
– Por eso quiero que sea la madre de mi hijo.
– Ah, ya has decidido tú solo el sexo y todo.
– No, pero me encantaría que fuera un varón.
– Para poder sentarlo al piano durante horas, ¿no? A ver si te sale un Beethoven. Pobre criatura, si supiera la que le espera. Yo creo que sería mejor que no viniera al mundo.
Se produjo un silencio, durante el cual Daniel se sumergió en una ensoñación diurna en la que Alicia, él y el niño paseaban felices, con cochecito y todo, por las inmediaciones del estanque del Retiro, hasta que Durán le arrancó de su daydreaming:
– Bueno, ¿qué?
Daniel se sobresaltó.
– ¿Qué de qué?
– Que en qué andas.
Durán se quedó mirando fijamente a Daniel como si ya supiese de antemano la respuesta a la pregunta que acababa de formularle.
– Ando en muchas cosas.
– Daniel, la discreción, que en la mayoría de las personas es una virtud, en ti ha llegado a convertirse en un verdadero vicio. Cuéntame cómo va la investigación, que para eso fui yo el que te metí en esto. ¿Quién te dio la invitación para el concierto de Thomas? ¿Quién propuso tu nombre cuando Marañón me dijo que la juez buscaba un perito musical?
Daniel puso en antecedentes a Durán sobre sus sospechas acerca de la reconstrucción de la sinfonía y luego comentó con él la aparición del cuadro de Beethoven y la extraña melodía que aparecía en el mismo.
– No he tenido oportunidad de verlo -dijo Durán-. Me paso el día almorzando con burócratas y las cosas importantes me pasan por encima. ¿No tendrás por ahí una fotografía?
– No, pero lo puedes ver en la web de la Neue Pinakothek.
– Yo soy un desastre con los ordenadores. Espera un segundo.
Durán pulsó el intercomunicador que le servía para hablar con su secretaria y dijo:
– Blanca, ¿sabe cómo funciona mi impresora?
– Sí, sé cómo funciona -dijo Blanca con mucha naturalidad. Y soltó el pulsador sin añadir nada más.
Durán miró a Daniel con un gesto que quería decir «lo que hay que aguantar» y luego volvió a oprimir el intercomunicador.
– Dado que sabe cómo funciona la impresora, ¿sería tan amable de pasar a mi despacho y ayudarme a imprimir una foto, por favor? Gracias.
Al cabo de unos segundos se abrió la puerta del despacho y apareció Blanca con un post-it amarillo, pegado en la punta del dedo índice. Sin decir ni media palabra, lo agarró con la otra mano y lo dejó adherido a la superficie de la mesa de Durán. Luego dio media vuelta y regresó a su mesa, cerrando la puerta tras de sí.
– Ayer le pedí que fuera a buscar a mis perros al veterinario y tuvo un pequeño percance con Talión. Bueno, que casi le arranca un dedo -dijo Durán para explicar la sequedad, rayana en la mala educación, de su secretaria.
– Eso es culpa tuya, por ponerle Talión de nombre a un perro.
En el post-it que había traído Blanca estaban escritos todos los pasos que había que dar para imprimir el documento. Durán empezó a leer las instrucciones en voz alta y Daniel se dio cuenta, por la cara de absoluta confusión de su jefe, que era altamente recomendable que este no llegara a tocar siquiera el ordenador.
– ¿Me permites? -le dijo a su jefe. Se instaló en el más que confortable sillón tapizado de cuero de Durán y en menos de treinta segundos logró no solamente acceder a la web donde estaba colgada la foto del retrato sino también imprimir una copia en color de bastante buena calidad.
– ¿Seguro que es Beethoven? -preguntó Durán después de observar la foto con detenimiento.
– No cabe la menor duda.
– ¡Pero si está de buen humor! Bueno, tal vez eso sea mucho decir. Pero al menos, no está cabreado.
– Pero es él. Quiero mostrarte los detalles en los que se han basado los expertos para dictaminar que es Beethoven. Se ve mejor en la pantalla del ordenador.
Daniel aumentó el tamaño del cuadro con el zoom digital incorporado en el software del visor de fotos, para ir mostrándole a Durán los detalles a los que iba haciendo alusión:
– En primer lugar está el hecho de que hay un piano en el cuadro.
– Pero Beethoven no lo está tocando. Y en el siglo XIX había claves o pianos en muchísimos hogares.
– Sí, eso es cierto. Pero si te fijas bien en la pared del fondo, hay un retrato colgado. Un cuadro dentro del cuadro. No puedo acercarme más porque la foto está empezando a pixelarse, pero creo que al tamaño que está, se aprecia bastante bien.
Durán, que estaba de pie junto Daniel, acercó tanto la cara a la pantalla que estuvo a punto de tocarla con la nariz.
– ¿Y tus gafas?
– Las he perdido. ¡Blanca, recuérdeme que me encargue unas gafas nuevas!
Desde el otro lado de la puerta se oyó la voz de Blanca, que era más un quejido de desesperación que un grito malhumorado.
– Las tiene en el primer cajón de la mesilla. Se lo he dicho ya tres veces.
Durán comprobó que, efectivamente, las gafas se hallaban donde le había dicho Blanca y se las colocó para ver el retrato dentro del retrato.
– Ya lo veo. ¿Y qué importancia tiene?
– Es el retrato del abuelo de Beethoven. Su nieto lo tenía en grandísima estima, y ese cuadro era una de sus posesiones más preciadas. A pesar de todas las veces que se había mudado durante su estancia en Viena, el cuadro de su abuelo lo acompañó siempre, y Beethoven lo colgó en su gabinete de trabajo en todas las casas en las que vivió.
– Más que el abuelo, parece la abuela de Beethoven.
Daniel sonrió al escuchar el comentario de Durán, porque no le faltaba razón. El abuelo del genio había posado con un enorme y femenino gorro de piel que, unido a la escasa virilidad de sus facciones, le conferían un cómico aspecto de señora mayor.
– Su nombre era Louis van Beethoven, que es lo mismo que Ludwig van Beethoven, pero en francés.
– ¿El apellido Beethoven no es flamenco?
– Sí. Beet en flamenco es «remolacha». Y Hoven es el plural de Hof, que quiere decir «granja». Por lo tanto, Beethoven significa «granjas de remolacha». ¿Por qué?
– Me llama la atención que el nombre esté en un idioma y el apellido en otro.
– Que no te extrañe. Solamente en Lieja, que está en Valonia, hay no sé cuántos municipios en los que se no se habla francés sino alemán. Ludwig, el nieto, a veces firmaba también Louis, supongo que como homenaje a su abuelo.
– ¿Era buen compositor? -preguntó Durán.
– No, pero tuvo que ser un grandísimo director de orquesta; de lo contrario no hubiera llegado a alcanzar el puesto de director musical de la corte en Bonn, al servicio del arzobispo de Colonia.
– ¿Sabes lo que más me cuesta, Daniel? Imaginar un cuadro de Beethoven en la casa de un Bonaparte.
Durán estaba aludiendo al ataque de cólera que había sufrido Beethoven al enterarse de que Napoleón se había hecho coronar emperador en Notre Dame en el año 1804. Su ansia de poder era tal que en vez de permitir que el papa Pío VII le colocara la corona, se la ciñó él mismo a la cabeza, aunque su célebre frase «Dios me la ha dado, ¡ay de quien me la toque!» se la reservó para el año siguiente, cuando se proclamó en Milán rey de Italia. Por consejo de Jean-Baptiste Bernadotte, embajador francés en Viena, Beethoven había comenzado a componer años atrás una sinfonía dedicada a Napoleón. El genio había aceptado, porque estaba en la lista de las personalidades de aquel tiempo que admiraban al entonces primer cónsul, por lo que simbolizaba políticamente: los ideales democráticos y republicanos de la Revolución francesa. También se identificaba con él por ser un hombre que se había hecho a sí mismo: de la misma manera que Napoleón había ascendido a lo más alto del ejército gracias a su talento y ambición personal, también Beethoven había conquistado Viena sin enchufes ni prebendas, a base de tocar e improvisar al piano maravillosamente bien y de componer piezas de música tan inspiradas o más que las de Haydn o Mozart. Desde el año 1803, la Tercera Sinfonía, que llevaba el título de Sinfonía Bonaparte, reposaba sobre la mesa de trabajo del compositor, a la espera de un momento propicio para ser mostrada a la persona a la que estaba dedicada. Sin embargo, la coronación de Napoleón, a finales del año siguiente, sacó de quicio a Beethoven, pues fue para él la demostración fehaciente de que el revolucionario francés siempre había añorado pertenecer a una clase social a la que el resto de sus conciudadanos habían declarado la guerra. Esto resultó aún más evidente cuando el emperador se divorció de su primera mujer, Josefina, que no había conseguido darle el hijo que tanto ansiaba, para casarse con María Luisa de Austria, hija del emperador Francisco I, que se quedó embarazada el mismo año de su matrimonio.
El alumno y discípulo de Beethoven Ferdinand Ries relató que él fue el primero en darle la noticia a Beethoven de la coronación de Napoleón, y que este, al enterarse, se enfureció muchísimo y gritó: «¡Es igual que todos! Ahora también él pisoteará los derechos humanos y se dedicará exclusivamente a su propia ambición. ¡Se exaltará a sí mismo por encima de los demás y se convertirá en un tirano!». Beethoven se acercó a la mesa, tomó la primera página del título, la rompió en dos y la tiró al suelo.
– Si Beethoven despreciaba a Bonaparte -continuó diciendo Durán-, ¿no es lógico pensar que Bonaparte despreciara a Beethoven? Sobre todo teniendo en cuenta la «alta estima» que el emperador profesaba por la música.
– Pero es que el cuadro aparece en el palacio de un Bonaparte cuyo tatarabuelo sí era melómano. Hasta el punto de que Jérôme Bonaparte quiso contratar a Beethoven como director musical de su corte de Westfalia.
– El cuadro es muy hermoso -dijo Durán.
– Hermoso y misterioso, porque aún no te he mostrado lo más llamativo. Fíjate en la mano derecha de Beethoven y verás que sostiene una partitura en la que las notas son perfectamente legibles.
– Es cierto. ¿Y cómo suena eso? Daniel fue desgranando una a una las notas del cuadro, pero entonándolas con tanta parsimonia que parecía un ingeniero de Cabo Cañaveral cantando la cuenta atrás de los lanzamientos espaciales. Parecía que al llegar a la última negra iba a ocurrir algo extraordinario.
– Pues vaya cancioncilla más absurda -se quejó Durán-. ¡Para mí esto no es música!
– ¿Cómo has dicho?
– Que no es música.
Esas cuatro palabras de su jefe tuvieron la virtud de hacer que Daniel se diera cuenta del misterio que encerraba la melodía del cuadro. Y dedicó los minutos siguientes a desvelarle a Durán lo que escondían en realidad las once negras de aquel extraño pentagrama.