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Alicia Ríos, la novia de Daniel, era una mujer de tipo atlético, con una generosa melena negra y rizada, muy española de look, excepto en los ojos, verdes y un poco rasgados, que le daban ese toque exótico que enamoraba tanto a su chico. Se ganaba la vida como ingeniera de sistemas, una poco conocida profesión que consiste en evaluar la estructura de una organización y los subsistemas que la integran, con el propósito de optimizar su funcionamiento. Hacía seis meses había aceptado una generosa oferta de una multinacional de la informática que implicaba trasladarse a la ciudad de Grenoble, en Francia, durante un mínimo de dos años. La decisión la había tomado sin consultar a Daniel, lo que había provocado en la pareja fricciones que no estaban del todo superadas. Habían acordado que siempre que quisieran estar juntos, alternarían meticulosamente sus viajes, pero en la práctica era Alicia, cuyos ingresos cuadruplicaban los de Daniel, la que solía hacer el esfuerzo -físico y económico- de trasladarse a Madrid. La última vez que Daniel había viajado a Grenoble habían cometido la imprudencia de no usar preservativo, convencidos de que ella no podía estar en un día fértil, de modo que aquel embarazo, anunciado de sopetón la noche anterior, era no deseado. Después de hacer el amor, Daniel, que poco a poco empezaba a salir del estado de choque en que le había sumergido la muerte de Thomas, le pidió a Alicia que le susurrara alguna palabra en francés durante el acto y esta le enseñó que zizi es pilila en la lengua de Balzac.

Todavía en la cama, la pareja decidió conectar la televisión para enterarse de las últimas novedades relacionadas con el asesinato de Thomas, que se había cometido hacía menos de veinticuatro horas.

La decapitación del músico, además de ser abordada en los principales telediarios con rango de noticia del día, había saltado ya a los programas más amarillos; incluso aquellos espacios que no trataban el asunto directamente, parecían haberse deslizado hacia la truculencia. Hasta las películas de la semana, en todas las cadenas, habían sido reprogramadas y sustituidas por otras que parecían haber sido escogidas con el criterio de que tuvieran dentro algún crimen parecido al real: Aguirre, la cólera de Dios (a uno de los personajes le cortan la cabeza con una espada y el miembro amputado sale despedido por el aire, aterriza a varios metros del cuerpo y termina la frase que había empezado), Demolition Man (la cabeza congelada de Wesley Snipes salta por los aires después de que Stallone la patee como si fuera un balón), Kill Bill (Lucy Liu le corta la cabeza a un yakuza japonés con una katana), El patriota (un revolucionario yanqui es decapitado por una bala de cañón), Johnny Mnemonic (decapitan al malo con su propio látigo, que corta como una cuchilla de afeitar). Pero la palma se la llevó El talk show de Salomé, en el que la presentadora llevó a un criminólogo para que explicara a los espectadores, con ayuda de una sandía y de una guillotina real, cómo funciona este macabro aparato. Luego el experto dijo:

– La gente piensa que la guillotina es un invento de la Revolución francesa, pero en Irlanda, en el siglo XIV ya tenían un artefacto muy parecido. Y en el siglo XVI, en Italia y en el sur de Francia, se utilizaba la mannaia, muy similar a la guillotina pero reservada solo a la nobleza.

Alicia estaba indignada. Se recogió el pelo con una goma y se fue a la cocina, desde donde comenzó a hablarle a gritos a Daniel.

– ¡Lo de la tele en España es acojonante! Ha muerto una persona y parece como si estuvieran hablando de una atracción de un parque temático.

Luego abrió la puerta del frigorífico y exclamó:

– ¡En esta nevera no hay fruta, no hay yogures, no hay nada!

– Pensaba haber hecho algo de compra esta mañana, pero me llamó Durán y no he tenido tiempo -mintió Daniel, que no hacía la compra desde hacía dos meses-. ¿Te apetece que salgamos a cenar?

– Bueno, pero más tarde -respondió Alicia volviendo a aparecer en el dormitorio. Estaba en ropa interior y Daniel pudo admirar, una vez más, el siempre apetecible cuerpo de su novia.

– Quita esa porquería y pon un informativo de verdad -dijo ella.

Se la notaba un poco irritada por la obstinación que había mostrado Daniel, la noche de su llegada, en que siguiera adelante con el embarazo.

– Creía que venías hambrienta de basura.

– Y yo. Pero ha sido ver diez minutos y ya me han sacado de quicio.

Daniel agarró el mando a distancia y tras zapear durante unos segundos encontró un telediario nacional. El locutor estaba diciendo:

– El mundo de la música sigue aún conmocionado por el salvaje asesinato cometido ayer por la noche en Madrid, en el que perdió la vida el musicólogo y director de orquesta Ronald Thomas. La policía confía en hallar la cabeza de la víctima dentro de pocas horas y en la misma zona en que fue descubierto el cadáver.

– ¿Por qué lo habrán matado? -se preguntó Alicia, que había ido a refugiarse bajo el brazo derecho de Daniel.

– No lo sé, pero en el concierto de anoche hubo algo muy extraño.

– ¿A qué te refieres?

– La música que yo escuché, que en teoría era casi toda de Thomas, porque de Beethoven prácticamente solo quedan los temas, era tan sublime que me pregunto si… no, es imposible, olvídalo.

Alicia se incorporó y se quedó mirándole.

– Acaba la frase. ¿Qué ibas a decir?

– Me pregunto si la música de anoche no era en realidad íntegramente de Beethoven.

– No entiendo adónde quieres ir a parar.

– A Thomas le han matado, ¿no? Y como no se sabe el móvil, yo estoy tratando de aventurar uno. ¿No sería posible que Thomas hubiera descubierto el manuscrito de la Décima, o por lo menos la totalidad de su primer movimiento, y el asesino lo haya matado para robarle el manuscrito? ¿Tú sabes la fortuna que puede valer un manuscrito de esos?

– No, pero me lo imagino. Pero entonces, ¿el concierto de anoche fue una farsa? ¿No se trataba de una reconstrucción?

– Es una posibilidad. Thomas tenía ya en su poder el primer movimiento y lo hizo pasar por un trabajo suyo, probablemente por vanidad. ¡Cuando pienso que estuve en un tris de poder hablar con él sobre la sinfonía y se me escapó en el último momento!

– ¿Y por qué le habrán cortado la cabeza?

– No tengo ni idea. Quizá fue para encubrir el robo de la partitura y que todo parezca la obra de un psicópata. No te olvides de que no solamente le han cortado la cabeza, sino que esta no aparece. No es descabellado pensar que el asesino quiera despistar a la policía. La semana pasada leí en el periódico que dos hermanos se cargaron a una mujer cortándole la cabeza con un hacha solo porque pensaban que era bruja y que con su magia negra había matado a la sobrina de estos, una niña de ocho años. No la mataron sin más, sino que le cortaron la cabeza, estableciendo un nexo entre decapitación y brujería. El asesino quiere pasar por un perturbado, cuando en realidad es una mente maquiavélica, perfectamente lúcida, que actúa calculando fríamente cada paso, impulsado por el afán de lucro. ¿Tú no matarías por treinta millones de euros?

Alicia le miró con unos ojos en cuyas pupilas solo faltaban, sobreimpresionadas como en los dibujos animados, los símbolos del dólar.

– Y por mucho menos -dijo.

– No es un crimen satánico, el móvil es fundamentalmente económico. El asesino sabe que Thomas tiene un manuscrito muy valioso y como Thomas no le quiere decir dónde está, va y lo mata.

– Eso es absurdo. Si lo mata, pierde toda esperanza de saber dónde está. Si de verdad queremos ligar el asesinato a la Décima, la hipótesis más razonable es más bien la contraria. El asesino consigue arrancarle a Thomas dónde está la Décima y para que no pueda decírselo a nadie más ni contarle a la policía que ha sufrido una extorsión, lo quita de en medio.

Daniel sacudió la cabeza con incredulidad.

– ¿No estamos yendo demasiado lejos? Y todo porque te he contado que la música de anoche me sonó demasiado a Beethoven. Claro que la hipótesis del crimen satánico no está tampoco reñida con la existencia del manuscrito de la Décima.

– ¿Ah no?

– En absoluto. Quiero que escuches algo.

Daniel se levantó de la cama y buscó entre su voluminosa colección de cedés un curioso disco que se había comprado en Nueva York en septiembre del 2001, justo una semana antes del atentado contra las torres del World Trade Center. No había vuelto a escucharlo desde entonces. El cedé se llamaba La última noche de Beethoven y era una ópera rock interpretada por la Orquesta Transiberiana, que recreaba la fatídica noche del 26 de marzo de 1827, en la que el genio de Bonn pasó a mejor vida. Aunque la ejecución con batería e instrumentos eléctricos de temas de Beethoven y Mozart no le había resultado convincente, el libreto, al que apenas había prestado atención en su día, resultaba ahora fascinante:

– Mefistófeles se aparece ante el genio moribundo justo cuando este acaba de terminar ¡la mítica Décima Sinfonía! Le ofrece renunciar a su alma a cambio de que le permita borrar de la memoria de los hombres todo rastro de sus composiciones musicales. Beethoven duda y el diablo le da una hora para pensárselo. El compositor se encara entonces con otro de los personajes de la ópera rock, La Fatalidad, y le suplica, a ella y a su hijo deforme, Capricho, que le dejen echar un vistazo retrospectivo a su vida, para tratar de establecer qué acciones concretas han provocado la condenación de su alma. Al reexaminar su biografía, Beethoven reprocha al Destino que le haya sometido a tal cúmulo de penalidades a lo largo de su existencia: un padre alcohólico que le maltrataba y estuvo a punto de acabar con su vocación musical, mujeres hermosas de las que se enamoraba perdidamente pero que le negaban sus favores sistemáticamente, la sordera progresiva, que es la peor calamidad que le puede sobrevenir a un músico. La Fatalidad se siente culpable ante los reproches de Beethoven y le ofrece eliminar de su vida los sucesos más dolorosos, pero el compositor se da cuenta de que su música no sería la misma sin esos momentos de aflicción y de agonía extrema y renuncia a tan atractiva oferta.

»Cuando, al cabo de una hora, Mefistófeles vuelve a aparecerse ante el genio, este le responde que su obra es un legado esencial para la humanidad y que prefiere entregarle su alma antes que destruir su música. El diablo, enrabietado, le ofrece otro pacto, por el que él salvaría el alma si le entrega el manuscrito de la recién completada Décima Sinfonía. Tras elevar consultas al espíritu de Mozart, este consigue que Beethoven no destruya el manuscrito. Después de otro intento frustrado del diablo para acabar con la sinfonía, el público de la ópera rock se entera al final de que Satanás ha jugado todo el rato con el músico: su alma no está destinada en realidad a padecer eternamente las llamas pavorosas del Infierno, sino que va a ir directo al Cielo, sin pasar por el Purgatorio siquiera. Beethoven entrega por fin su alma al Señor, confortado por tan excelente noticia y la impresionante tormenta que ha estado castigando la ciudad de Viena durante toda esa noche se va disipando poco a poco. Pero Capricho, el travieso hijo de la Fatalidad, vuelve a colarse en la habitación donde reposa el cuerpo inerte de Beethoven, se apodera del manuscrito de la Décima Sinfonía y lo esconde tras una pared, para disfrutar sádicamente contemplando cómo hombres y mujeres se afanan en vano, durante generaciones, tratando de encontrar la última composición del genio.

Mientras empezaban a sonar los primeros acordes de la obertura de La última noche de Beethoven, Alicia y Daniel no pudieron evitar sentir un escalofrío al imaginar que una secta satánica pudiera estar detrás de la espeluznante decapitación de la noche anterior.

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