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Mientras tanto, desde la ventana camuflada en la furgoneta de escucha del Grupo de Homicidios, Mateos y Aguilar observaban cómo se abría la puerta del garaje del chalet de la magistrada y cómo emergía sigilosamente de él un BMW de color azul con una sola persona a bordo.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? Se están dando a la fuga.

– ¿Ha llegado la orden de entrada y registro?

– Todavía no.

– Que le den morcilla a Sus Señorías y a toda la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Saca la pipa, Aguilar, que vamos para adentro.

La juez, que había aparcado el coche junto a la puerta del chalet y esperaba con el motor al ralentí a que el forense terminara su siniestro trabajo, vio venir corriendo hacia la casa, pistola en mano, a los dos policías, y comprendiendo que estaba todo perdido, arrancó a toda velocidad calle abajo, produciendo un chirrido de neumáticos que pudo escucharse a varias manzanas de distancia.

En el interior de la casa, el forense, que había oído el estridente ruido de las ruedas del BMW al patinar sobre el asfalto, comprendió que algo iba mal, pero no se preocupó de averiguarlo, porque tenía algo aún más importante de lo que ocuparse. La tormenta del día anterior había provocado tal humedad en aquel desván mal aislado que la madera de aquella guillotina casera se había hinchado y abombado y no estaba permitiendo que la hoja se deslizara por las guías hasta su objetivo final. Pontones, visiblemente nervioso porque Daniel comenzaba a recuperar el conocimiento, volvió a colocar el déclic en la posición de partida y lo accionó de nuevo hasta el fondo, esta vez con una fuerza inusitada, que hizo vibrar toda la estructura de la máquina.

El mouton bajó esta vez unos diez centímetros y luego se detuvo en seco, como un asno terco que se negase a obedecer a su amo.

El forense no tuvo tiempo para nada más, porque en el piso de abajo, Aguilar disparó dos veces contra la cerradura de la puerta de entrada y los dos agentes irrumpieron en la casa al grito de:

– ¡Todo el mundo quieto! ¡Policía!

Aunque Pontones estaba armado y tal vez hubiera podido hacer frente a los inspectores, optó por la huida, que se le presentaba relativamente fácil, al encontrarse en el desván. Una de las dos ventanas Velux que iluminaban la buhardilla ya estaba entreabierta -razón por la que había tanta humedad en el ambiente- y el forense no tuvo más que situar un par de pesadas cajas, de las muchas que había en la habitación, justo debajo de la ventana, subirse a su improvisada escalera y trepar hasta el tejado.

Daniel, que ya estaba volviendo en sí, oyó pasos nerviosos en el piso de abajo y la voz de Mateos gritando su nombre. Pero no podía responder, porque seguía amordazado, y tampoco se atrevía a reclamar la atención de los policías pateando contra el suelo, por temor a que cualquier pequeño movimiento provocara la caída fatídica de la cuchilla. Durante algunos segundos, cesaron las voces y el ir y venir por las habitaciones del chalet de los dos agentes, porque estos acababan de advertir la existencia del desván y estaban planeando la mejor manera de subir hasta allí sin ser sorprendidos en una emboscada.

En el silencio que siguió, Daniel solo pudo escuchar el chasquido aislado de las tejas a medida que Pontones iba avanzando por la cubierta del chalet, seguramente para saltar al patio de la casa vecina.

Mateos ordenó a su ayudante que buscara un espejo en el cuarto de baño y con ayuda de este, los policías pudieron cerciorarse de que en lo alto del desván no iban a toparse con ninguna desagradable sorpresa.

Accedieron por fin a la buhardilla y en cuestión de segundos retiraron la lunette que aprisionaba el cuello de Daniel y le liberaron de la mordaza.

– Ha huido por el tejado -fue lo primero que dijo este en cuanto le sacaron el pañuelo de la boca-. Y tiene una pistola.

La cara de Paniagua, totalmente ensangrentada y con la nariz destrozada por el golpe brutal que le había asestado Pontones alarmó a Mateos, que ordenó a su ayudante que avisara inmediatamente a una ambulancia y solicitara refuerzos.

– Trata de contenerle la hemorragia -fue lo último que dijo antes de desaparecer por la ventana de la buhardilla, en persecución del forense.

Aguilar, mientras tanto, con ayuda del mismo pañuelo que había servido para acallar sus gritos, trató de comprimir la nariz de Paniagua para evitar que siguiera sangrando. Pero su reacción de dolor fue tan explícita que el subinspector comprendió que no podía hacer nada.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó el policía-. Estás perdiendo mucha sangre.

– Creo que puedo aguantar -respondió Daniel, quien tras pronunciar esas palabras cayó redondo e inconsciente al suelo. El impacto del cuerpo de Daniel contra la tarima fue de tal envergadura que la hoja de la guillotina, que solo había conseguido descender hasta el momento unos centímetros, se tambaleó pesadamente entre las guías y luego, con un ¡swooosh! que estremeció a Aguilar, se deslizó a plomo hasta el final de su recorrido.

Si Pontones no hubiera llevado suelas de goma en los zapatos, tal vez se habría visto en un apuro muy serio, ya que las tejas estaban muy resbaladizas a causa de la humedad y era muy fácil cometer un error fatal.

En cambio Mateos, cuyas suelas eran de cuero, comprendió, nada más emerger al tejado, que la persecución del forense podía costarle la vida en cuanto diera un paso en falso. Optó pues por descalzarse, ya que pensaba que con sus pies desnudos iba a lograr algo más de adherencia, y se puso a seguir con gran cautela el rastro del forense. Este había logrado ya pasar al otro lado de la cubierta, por lo que Mateos no podía verle, pero como las tejas por las que había caminado estaban descolocadas, su rastro era imposible de perder.

Mateos coronó el tejado justo a tiempo de ver cómo el forense saltaba a la cubierta del chalet contiguo y desde allí intentaba descolgarse por el canalón hasta el patio interior de la vivienda.

Aunque implicaba un riesgo considerable, el policía decidió deslizarse hasta el alero por el procedimiento de sentarse sobre las tejas y utilizarlas a modo de tobogán, lo que estuvo a punto de costarle la caída al vacío. Cuando llegó al final de su trayecto pudo ver desde su elevada posición cómo Pontones, que había saltado ya al patio desde una altura de cinco metros, se ' arrastraba lastimosamente con una tibia rota en busca de una ventana o una puerta que le permitieran escapar de aquella ratonera. Pero todas estaban cerradas porque, como le había informado la juez a Paniagua, el chalet estaba desocupado.

Mateos extrajo de la funda su HK-USP Compact de nueve milímetros y apuntó al forense, que ofrecía desde su altura un blanco inmejorable.

– ¡Quieto! -gritó el inspector-. Levanta las manos o te vuelo la tapa de los sesos.

Pontones obedeció a regañadientes y levantó tímidamente las manos.

– Sé que estás armado, cabrón, así que al menor movimiento disparo. Con tu mano izquierda, y muy despacio, saca tu arma del bolsillo y déjala en el suelo.

El forense hizo lo que le indicaba Mateos, que no se atrevía a saltar hasta él para esposarle por temor a acabar también con la pierna rota. El policía decidió permanecer allí sentado, apuntando al forense, hasta que llegaran refuerzos, pero al cabo de un minuto, Pontones tuvo una idea: «No se va a atrever a dispararme ahora que sabe que estoy desarmado».

Con el codo de su brazo derecho, el forense rompió uno de los ventanales que permitían el acceso al interior del chalet y trató de pasar al otro lado.

Mateos pudo hacer fuego en ese momento pero le repugnaba disparar sobre un tipo desarmado y con la pierna rota.

– Quieto -volvió a gritar, e hizo un disparo intimidatorio al aire.

El forense no había logrado desprender todos los vidrios de la ventana y resultaba muy peligroso, en sus condiciones, intentar colarse entre los cristales para emprender la huida. Comprendiendo que estaba todo perdido, se giró lo más rápido que pudo e intentó recuperar el arma que había dejado en el suelo.

Mateos decidió esta vez no correr riesgos y le disparó dos veces en el pecho.

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