El Laboratorio de Criminalística, dependiente del Instituto de Medicina Legal, no estaba situado en su integridad, por problemas de espacio, en la sede del Tribunal Superior de Justicia, sino que algunas secciones habían tenido que ser desplazadas, de manera provisional, hasta que se ampliara el edificio, a la planta sótano del antiguo hospital del Perpetuo Socorro. Allí, además de dactiloscopia y criptografía, se habían instalado las unidades de patología forense y análisis toxicológicos, que contaban con el más moderno equipamiento técnico al que pueda aspirar un centro de este tipo. El problema, según explicaron más tarde a Daniel, es que como faltaban patólogos, las pruebas de esta especialidad solicitadas por los juzgados se llevaban a cabo tarde, mal, y a veces nunca.
– No sé para qué nos hemos comprado tantos juguetes caros si luego no tenemos a nadie que sepa manejarlos -solía decir uno los cuatro forenses asignados al centro.
Cuando subía el tramo de escaleras que conducían hasta la entrada del hospital, Daniel no se cruzó con Sophie Luciani, que había tenido que ser trasladada hasta su hotel hacía ya una hora en una unidad del SAMUR, sino con una muchacha, que no tendría más de veinte años, que salía en ese momento con una desagradable quemadura de cigarrillo en la cara, probablemente una mujer maltratada a la que acababan de practicar una prueba judicial. A Daniel el lugar le estremeció tanto que estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a su casa, pero la juez le vio llegar desde el vestíbulo, le hizo una seña desde lejos para que se acercase y ya no pudo dar marcha atrás.
– Gracias por ser puntual -dijo la magistrada, estrechándole la mano. Intentó esbozar una sonrisa, pero la reprimió enseguida, consciente como era de que, debido a la parálisis que le afectaba media cara, verla sonreír no era un espectáculo agradable. La acompañaba un hombre bien trajeado, que se presentó a sí mismo, sin esperar a que lo hiciera doña Susana, a cuyo juzgado estaba adscrito:
– Me llamo Felipe Pontones, trabajo con Susana. Soy el forense que hizo el levantamiento del cadáver de Thomas. Y me ha tocado también hacerle la autopsia, claro.
A pesar de que se trataba de un tipo bastante cordial y de aspecto agradable, había dos cosas de él que a Daniel le produjeron enseguida, si no un rechazo frontal, sí al menos una vaga desazón: por un lado los ojos, que al estar demasiado cerca uno de otro, idiotizaban un poco su mirada, y por otro el pelo, entreverado por un mechón de cabello blanco, que le confería un desagradable aspecto de mofeta.
– La cabeza está abajo -dijo la juez. Podemos ir en ascensor, pero solo son dos tramos de escaleras.
No habían dado ni dos pasos por el sótano, cuando empezó a llegarles un fuerte olor a materia fecal y pudieron percatarse de que en una de las salas se estaba practicando en ese instante una autopsia completa.
Daniel se quedó mirando una inscripción en latín que había colgada en el pasillo:
– Significa «En este lugar es donde la muerte se alegra de poder ayudar a la vida» -explicó Pontones, mientras se colocaba unos guantes de látex de color azul claro-. Lo que reina aquí abajo, o por lo menos de eso presumimos nosotros, es la curiosidad, el interés científico y, en última instancia, el placer de poder establecer la verdad y de ayudar a la justicia. Ese es el sentido de la inscripción en latín, que podrás encontrar en muchas salas de autopsia y que, como ves, obvia por completo el hecho de que aquí siempre huele que atufa.
– ¿Podemos ver ya la cabeza? -se impacientó la magistrada, mientras lanzaba miradas furtivas de disgusto a la sala donde se estaba practicando la autopsia. Desde allí llegaban inquietantes sonidos de voces veladas, sierras y escalpelos eléctricos.
– Ahí encima nos la han dejado -dijo el forense, señalando la mesa metálica de la otra sala de disección-. Tiene numerosas magulladuras y laceraciones, pero la hemos mantenido en la cámara frigorífica, con lo cual no hay de qué asustarse.
Hizo restallar un par de veces contra la muñeca la embocadura del guante de goma.
– ¿Has visto alguna vez un cadáver, Daniel?
– Una vez, de lejos, en la cuneta de una carretera. Era el cuerpo de un accidentado.
– No pregunto eso, sino si eres muy tiquismiquis. Por si acaso, ponte un poco de esto bajo la nariz.
El forense extrajo del bolsillo de la americana una cajita redonda de Vicks Vaporub y se la entregó a Daniel, que se quedó mirando atónito a la juez, sin saber qué hacer.
Doña Susana le pidió la caja, la abrió y untó el dedo índice con el ungüento; después se lo pasó bajo los orificios de la nariz. Daniel, hizo exactamente lo mismo. Cuando hubo terminado, devolvió la caja a Pontones, que se la guardó sin haberse servido de ella.
– Yo estoy acostumbrado -apuntó con cierta chulería.
A continuación, entraron en una pequeña habitación de color crema en la que, además de una aparatosa mesa metálica en el centro, que ocupaba buena parte del espacio, había un gran cubo de basura forrado en su interior con una bolsa verde de plástico -«afortunadamente vacía», pensó Daniel-, un reloj de pared, un armario de puertas de vidrio con todo tipo deenvases, un aparador con instrumental pegado al muro y una silla negra de hule sobre la que habían dejado una cámara Polaroid. En el centro de la mesa de autopsias, que no era totalmente lisa, sino que tenía estrías longitudinales para drenar los fluidos corporales, había un bulto no demasiado prominente, tapado con un pequeño sudario, que el forense retiró con el desparpajo de un camarero que estuviera levantando un mantel sucio.
– ¡Pero este no es Thomas! -exclamó perplejo Daniel, al contemplar la cabeza.
– Que es Thomas está fuera de toda duda -repuso la juez-. Su propia hija lo ha identificado, esta misma tarde. Lo que pasa es que le han dejado el cráneo como una bola de billar.
La cabeza, que ya había empezado a adquirir un color entre cerúleo y verdoso, presentaba múltiples abrasiones y hematomas en la parte frontal, hasta el punto de que solamente los ojos, que estaban entreabiertos, y conferían al rostro la expresión de una persona aletargada por los narcóticos, parecían intactos. Tanto la nariz como la boca presentaban heridas y desgarros que Pontones aseguró que habían sido causados por perros callejeros. Pero lo verdaderamente impactante para Daniel fue descubrir que en la parte posterior del cráneo, que estaba totalmente rasurado, Thomas tenía tatuado un pentagrama, minucioso y bien ejecutado, en el que se podían leer con claridad unas notas musicales.
– ¿Para qué le han tatuado eso en la cabeza? -preguntó Daniel horrorizado-. ¿Es una forma de ensañamiento?
– El tatuaje no se lo hizo el asesino -respondió el forense, Hemos examinado la epidermis concienzudamente y podemos asegurar que ese trabajo tiene varios meses de antigüedad.
– Creemos que es una especie de clave o mensaje secreto que Thomas decidió ocultar bajo el pelo -dijo la juez. Intentó encender un cigarrillo, que tuvo que guardar otra vez en el paquete, al percatarse de que el forense la recriminaba con una expresión de censura.
– Pero un mensaje ¿para quién? -preguntó Daniel, que se había puesto en cuclillas para leer mejor la inscripción musical.
– No lo sabemos aún -contestó la juez. Pero aquí Felipe, que como has visto conoce bien a los clásicos, dice que es un sistema para transportar mensajes secretos que se utiliza desde la más remota antigüedad.
– Lo menciona Heródoto de Halicarnaso, en su obra Los Nueve Libros de la Historia. Un famoso tirano griego llamado Histieo tatuó en la cabeza rapada de su más fiel esclavo un mensaje en el que alentaba a un aliado a rebelarse contra los persas. Antes de enviar a su correo, esperó a que le creciera el pelo para ocultar el texto y el destinatario no tuvo más que afeitarle la cabeza al esclavo para poder leerlo. Lo que pasa es que aquí se han juntado dos artes, la criptografía y la esteganografía.
Pontones hizo una pausa para forzar una pregunta aclaratoria de Daniel, que este formuló enseguida:
– La criptografía creo saber lo que es, la esteganografía me suena a escritura rápida.
– Eso es la estenografía, que es como decir taquigrafía. La esteganografía se distingue de la criptografía en que esta desordena o codifica el mensaje hasta volverlo incomprensible para un receptor no iniciado, mientras que la primera se limita a camuflar el texto sin que sea necesario cifrarlo. Pero aquí no se han limitado a ocultarlo tras el pelo, sino que lo han encriptado bajo la apariencia de notas musicales, o al menos esa es mi modesta opinión. Evidentemente el mensaje debe de ser de gran importancia, si el que lo envía se ha tomado tantas molestias para que nadie, excepto el receptor, pueda leerlo. Su Señoría me dice que estás aquí en calidad de perito musical, así que, cuéntame, ¿qué te dicen esas notas?
La partitura que Thomas tenía tatuada en la cabeza era la siguiente:
– Qué curioso -dijo Daniel. El tema me resulta vagamente familiar pero así, a bote pronto, no logro identificarlo.
– ¿Puede tratarse de un tema original, compuesto por Thomas? -preguntó la juez.
– No lo creo -respondió Daniel, tratando de reconocer el tema por el procedimiento de tararearlo en voz baja-. Es algo que conozco, desde luego, pero es como si lo hubieran desfigurado. Ajá, creo que ya sé lo que ocurre: las notas y el ritmo no concuerdan.
– ¿Qué quieres decir?
– Acabo de identificarlo. Se trata del tema principal del concierto para piano Emperador, de Beethoven. Es quizá el concierto para piano más famoso de la historia. Está en mi bemol, de ahí esas tres bes pequeñitas que vemos antes del compás, que constituyen lo que nosotros llamamos la armadura de la tonalidad. Han incluido también el compás, que son esos dos cuatros que figuran antes de que empiece la música, pero el ritmo de ese tema no es el correcto, solo concuerda la altura de las notas. ¿Alguien me puede dejar un papel y un bolígrafo?
La juez complació a Daniel y este dibujó un pentagrama que rellenó con las siguientes notas:
Luego dijo:
– Este es el tema del concierto Emperador escrito correctamente. Por si no sabéis leer música, suena más o menos así.
Daniel canturreó el tema del concierto. Tanto la juez como el forense sonrieron, al reconocer inmediatamente la música de Beethoven.
– Como veis, no coincide en absoluto con el de la cabeza, que empieza con cuatro semicorcheas y una corchea, cuatro notas cortas y una larga. El ritmo auténtico es una nota larga, que es la blanca ligada a la corchea, más un tresillo y dos corcheas.
– ¿Y por qué habrán hecho eso? -preguntó la juez, a la que las explicaciones de Daniel habían dejado aún más confundida y desbordada de lo que estaba antes.
– Tal vez para enmascarar aún más el mensaje, es decir, para que no fuera fácil determinar que se trata del concierto Emperador.
– Pero tú lo has identificado con facilidad -dijo la juez.
– Eso es únicamente porque, además de tener estudios de musicología, estoy especializado en Beethoven -respondió Daniel con un deje de orgullo intelectual en la voz.
Fueron interrumpidos por los dos patólogos que, después de haber concluido la autopsia en la sala contigua, daban por terminada su jornada laboral. Era evidente, por sus caras guasonas, que mantenían algún tipo de rivalidad profesional con Pontones, y que hubieran querido hacerle algún comentario jocoso, pero que la presencia de la juez y en menor medida, de Daniel, les impedía desplegar toda su artillería.
– Bueno, Felipe, nosotros nos vamos. Si te quedas con ganas, ahí tienes a otro.
– Muy graciosos -soltó el forense-. Ya vendréis a mí cuando queráis que os resuelva el sudoku.
Cuando los dos hombres se marcharon, Pontones comentó, a modo de disculpa:
– Están todo el día de cachondeo. Es su forma de combatir el estrés.
La juez guardó la partitura que había dibujado Daniel en su bolso y preguntó:
– ¿Alguna idea de lo que puede significar el tatuaje?
– El pentagrama debe de ser, efectivamente, una especie de clave -continuó Daniel-. Ahora bien, hay tantas maneras de cifrar un mensaje mediante notas musicales que no me atrevo a aventurar ninguna teoría hasta no haber estudiado la partitura con más detenimiento.
La juez miraba perpleja a Daniel.
– ¿Una clave, dices? ¿Como una combinación de una caja fuerte o así?
– También puede ser un texto. Un verso, por ejemplo. Es mejor no aventurar conjeturas hasta no haber llevado a cabo un estudio más completo.
El forense hizo varias polaroids del pentagrama tatuado en la cabeza y, después de comprobar que el flash no había sobre-expuesto la instantánea, se las entregó al musicólogo.
Cuando salieron a la calle, la juez, el forense y Daniel no intercambiaron más que un tétrico saludo de despedida. La camisa de Daniel tuvo que pasar dos veces por la lavadora antes de perder el nauseabundo hedor del que se había impregnado en la sala de autopsias.