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Tras la visita del inspector Mateos, Daniel se sintió en la obligación de llamar inmediatamente al juzgado, para poner a la magistrada al corriente de aquella extraordinaria conversación.

Le resumió lo que le había contado el policía y se interesó por su estado de salud, tras el desmayo de la noche anterior.

Doña Susana hablaba con voz débil, se notaba que aún no se había recuperado de la lipotimia de la noche anterior.

– He estado sometida a mucho estrés últimamente -le explicó la juez-. Como tenemos pocos medios, el trabajo se amontona, y a mí no me gusta que digan que mi juzgado es lento o que aquí nos tocamos las narices. Desde hace unas semanas estoy tomando una medicación para la ansiedad y evidentemente, mezclar alcohol y ansiolíticos me produjo un cortocircuito.

– Tienes que tomarte unas vacaciones. ¡Te vas a matar como sigas así!

– Mi forense, Felipe, dice que fue la tal Nelsy la que me provocó el síncope. ¡Qué tipa tan impertinente y tan maleducada!

– Cuanto más ignorante es la gente, más osada se vuelve -apostilló Daniel.

– Olvidemos a esa señora cuanto antes y hablemos de lo que nos interesa. ¿Cuándo puedo verte personalmente para que me des todos los detalles de tu reunión con Mateos?

– Si quieres, me puedo acercar a última hora de la mañana -dijo Paniagua, siempre dispuesto a complacer a la juez lo más rápidamente posible.

– Desgraciadamente, acaba de producirse una reyerta a puñaladas aquí mismo, en los calabozos de los juzgados y uno de los presos malheridos es mío. ¿Cómo lo tienes esta noche?

– Tengo una clase a las seis y después soy libre. Puedo estar en tu despacho a las siete y media.

– ¿Y cómo te viene que nos veamos en mi casa? Esto a partir de las cinco es un sitio desolado y siniestro y no te voy a poder ofrecer ni un café. ¿Sabes dónde vivo?

La juez le explicó cómo llegar al chalet en el que residía, situado en la urbanización de Entrambasaguas.

– Tiene una entrada por la Casa de Campo, si te resulta más fácil venir por ahí.


Daniel tenía tan poco sentido de la orientación que tuvo que llamar dos veces al móvil de la juez para ampliar instrucciones de cómo llegar hasta su domicilio. Cuando por fin dio con la casa, se encontró frente a un chalet adosado de unos 250 metros cuadrados, circundado por una tapia forrada de hiedra. La puerta del jardín estaba entreabierta, por lo que Daniel pasó sin llamar. Un cartel clavado con una chincheta en la puerta de acceso a la vivienda le daba instrucciones de que rodeara la casa y entrara por la puerta trasera.

Daniel se encontró con un pequeño porche cerrado de madera y cristal en el que además de infinidad de macetas con una gran variedad de plantas y flores había una mesa de trabajo, una silla y un ordenador portátil. La juez estaba sentada de espaldas a la puerta del porche, pero saludó a Daniel como si le hubiera visto llegar.

– Enseguida estoy contigo. Tengo que terminar de redactar un correo electrónico.

Daniel empezó a recorrer con la vista el porche y descubrió, semioculto entre dos macetas de geranios, una extraña caja metálica, parecida a la CPU de los ordenadores, de la que salía una pequeña antena como las de los dispositivos wifi.

– Aquí hay un disco duro -dijo Daniel.

– Es un inhibidor de radiofrecuencias. Estoy con el sumario de un narco muy peligroso y esa es la única manera de asegurarme de que al abrir el buzón no me voy a encontrar un re-galito inesperado.

– ¿Y por qué lo tienes aquí, entre las macetas?

– Porque es un chisme muy feo, no lo quiero en casa. Sé que a los chicos la electrónica os parece incluso decorativa, pero a mí me parece horrenda. Ahí por lo menos, no lo veo.

La juez se volvió hacia Daniel con una de sus inquietantes sonrisas.

– No hace falta que te quedes ahí, pasa dentro y sírvete lo que quieras. Si no encuentras el hielo, pídeselo a Felipe, que se está preparando un gin-tonic.

En la cocina, Daniel se encontró, efectivamente, con el forense, que le saludó efusivamente. Tras una charla intrascendente, apareció la juez, que le dio la bienvenida oficial a su vivienda con una amplia sonrisa y un par de efusivos besos.

– ¿Dónde podemos hablar? -preguntó Daniel, ansioso por aligerarse de la carga de información que tenía dentro.

– Aquí mismo -respondió la juez-. Pero si me disculpas, subo un segundo a cerrar las ventanas del desván, porque me temo que va a volver a haber tormenta y ya con la del otro día se nos puso la buhardilla hasta arriba de agua. Si quieres, sube conmigo, así te enseñó un poco la casa. Lo que me enamoró de estos chalets es que a un lado tienen como un pequeño patio interior, totalmente cerrado. ¿Ves? -Se asomó a una de las ventanas-. Por ahí entra muchísima luz. Además de que el mío en concreto tiene una situación privilegiada. Por ese lado, solo tengo el parque y en el chalet contiguo no vive nadie desde hace por lo menos dos años.

– Llevan intentando venderlo desde hace ni se sabe -dijo el forense-. Pero piden tal dineral que no encuentran comprador.

– A mí me encantaría hacerme con él y unirlo al mío, pero con tres mil euros mensuales que cobra un juez, bastante tengo con pagar la hipoteca de este. No es que esté mal, entiéndeme, pero es una cifra ridícula si la comparamos con el dineral que puede llegar a ganar un buen jurista en el campo privado.

– Pero imagínate, Daniel -apostilló el forense-, que además de estar mal pagado, en las conversaciones de café, en los bares, en las oficinas, tuvieras que oír, como le pasa a Susana en la judicatura, que los musicólogos no dais ni un palo al agua o que estáis todos mal de la cabeza, o incluso que pertenecéis a la ultraderecha.

– No será para tanto -replicó, escéptico, Daniel.

– Mira las encuestas que se publican todos los años en los periódicos -dijo Pontones-. Siempre aparece la judicatura como la peor parada de las instituciones del país, por detrás del Defensor del Pueblo o de las Fuerzas Armadas.

– Además de cornudos, apaleados -sentenció la juez.

Habían recorrido someramente el piso superior y doña Susana se detuvo un momento:

– Abajo tengo una sauna, que no uso casi nunca, el cuarto de la caldera, y el garaje. Aquí, como has visto, solo hay dos dormitorios: el mío y el de invitados, que lo suele usar Felipe cuando se queda a dormir, porque yo dormir, lo que se dice dormir, solo puedo dormir sola.

– Me hago una idea -dijo Daniel, que empezaba a sentirse tratado como si hubiera ido a comprar el chalet y estuviera inspeccionándolo antes de dejar la señal. También tomó buena nota de que la magistrada estaba haciendo bastante más que enseñarle la casa: le acababa de revelar que tenía una relación sentimental con el forense; pero disimuló y no dijo nada.

– Por aquí se accede a la buhardilla -explicó Pontones mientras abría una trampilla de la que cayó una escalera des-plegable de madera, como las de los barcos.

Primero subió el forense, y una vez arriba ayudó a doña Susana tendiéndole una mano. Por último se incorporó Daniel, que percibió, efectivamente, un fuerte olor a humedad en cuanto estuvo arriba.

A pesar de que el gran ático abuhardillado estaba a oscuras, Daniel pudo atisbar, gracias a la luz que se filtraba desde una de las dos ventanas Velux que estaba abierta, la forma difusa de un objeto de gran altura que ocupaba el centro de la estancia. No necesitó andar dilucidando a qué forma específica correspondían los borrosos perfiles que se adivinaban desde la puerta, porque la magistrada encendió enseguida la luz fluorescente de la buhardilla.

– Y aquí está -dijo con su media y siniestra sonrisa la magistrada- nuestra amiga la guillotina.

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