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Viena, marzo de 1826


Ludwig van Beethoven había salido de su apartamento, en el número 15 de la Schwarzspanierstrasse, dispuesto a buscar cuidados y alojamiento al caballo que le acababa de regalar uno de sus mejores amigos, Stephan von Breuning, a quien el compositor había dedicado unos años atrás el magnífico Concierto para violín en re mayor. Sabedor de lo amante de la naturaleza que era Beethoven, Von Breuning, que vivía a apenas una calle de distancia, había querido obsequiar al músico con un caballo de paseo para que retomara la vieja costumbre de perderse entre los bosques adyacentes a Viena en busca de inspiración musical. Breuning estaba al corriente de que, años atrás, a Beethoven ya le habían regalado otro caballo en el que probablemente no llegó a montar ni un solo día y del que acabó apropiándose uno de sus criados. Pero ahora, pensaba el aristócrata, las circunstancias eran muy diferentes: antes de estar tan achacoso, Beethoven solía emprender a diario largas y creativas caminatas, de las que regresaba eufórico tras haber dado forma definitiva al tema de una sinfonía o haber pergeñado la cadencia de un concierto para piano. Pero como sus cada vez más acuciantes problemas de salud habían ido en aumento, ya no se sentía con fuerzas para emprender a pie estos largos paseos y su creatividad se había resentido, dado que sus mejores ideas siempre le habían surgido en contacto con la naturaleza. Beethoven le había agradecido enormemente a Breuning el obsequio, a pesar de que los cuadrúpedos le inspiraban ahora más respeto que nunca, por haber acabado uno de ellos con la vida de uno de sus tres grandes protectores en la ciudad, el príncipe Kinsky. Aunque aún no sabía si llegaría a hacer un uso regular del caballo, al que había ya bautizado, como el héroe de su única ópera, Fidelio, Beethoven tenía claro que esta vez no iba a dejar que un criado sin escrúpulos sacara partido de la situación y se propuso encontrar personalmente un lugar de confianza para estabularlo. ¿Y qué mejor lugar para buscar asesoría sobre el tema que la Escuela Española de Equitación, ubicada en una de las alas del palacio Hofburg, en la Michaelerplatz? Era más que evidente que Beethoven jamás podría estabular su caballo allí: en la famosa Escuela, que llevaba funcionando en Viena desde 1572 solo había sitio para los caballos lipizanos, así llamados por el hecho de que las yeguas y los sementales que servían para traerlos al mundo tenían su base de operaciones en la antigua ciudad italiana de Lipizza. [1] Pero Beethoven conocía al veterinario que se encargaba de mantener a aquellos fabulosos caballos de exhibición en plena forma, porque era un redomado melómano y en más de una ocasión había acudido a sus conciertos; no le cabía duda de que sabría indicarle la persona o establecimiento más indicado para proporcionar a Fidelio los cuidados que este necesitaba.

Nada más salir a la calle, el músico fue abordado por el pequeño Gehrard van Breuning, el hijo de doce años de su amigo Stephan, que se había convertido, desde que Beethoven se mudara a su actual domicilio, en uno de sus más fervientes admiradores.

– Hola, Ludwig, ¿vas a ver a Fidelio? -le preguntó el chaval, que estaba orgullosísimo de que Beethoven le hubiera permitido apearle el tratamiento desde el Sie, que viene a ser el usted en castellano, al más familiar Du.

Aunque Beethoven estaba ya sordo como una tapia y no llegó a escuchar lo que le dijo el niño, supo, por la luminosa expresión de su rostro, que le estaba preguntando por el caballo.

– ¿Qué haces jugando en la calle? ¿Cómo no estás en el colegio? -le regañó Beethoven.

Gehrard se sonrió por el tono exageradamente alto en el que hablaba su idolatrado músico y luego le pidió por gestos que sacara su cuaderno de conversación.

Los cuadernos de conversación no eran otra cosa que las libretas que solía llevar consigo Beethoven cuando salía de casa para poder comunicarse con sus semejantes. Como el progreso de la sordera había sido lento y gradual, unos años atrás podría habérselas arreglado con una de las trompetillas para el oído que había fabricado para él su amigo Meltzer. Pero en marzo de 1826, ya hacía dos lustros que Beethoven se había visto obligado a dejar de tocar el piano en público y su sordera era prácticamente total, así que nunca salía de casa sin estos preciados blocs.

Gehrard escribió en una página en blanco:

– Me han castigado dos días sin ir al colegio.

Beethoven rió con fuerza ante la idea de que para un niño de doce años, dos días sin colegio pudieran resultar un castigo. A Gehrard siempre le daba la impresión, cuando el músico prorrumpía en una de sus formidables risotadas, que sus pequeños ojos marrones iban a desaparecer literalmente de su cara, como empujados hacia dentro por la compresión del resto de las facciones. La mayoría de los vieneses no hubiera sabido decir cuándo Beethoven les infundía un mayor temor: si cuando este fruncía el ceño, en una expresión en la que se mezclaban a partes iguales la ferocidad y el sufrimiento, o cuando se abandonaba a estas estruendosas carcajadas, que le deformaban el rostro y lo convertían en una máscara grotesca, de la que había desaparecido súbitamente cualquier expresión de inteligencia.

– ¿Por qué te han castigado? ¿Has vuelto a cantar en clase?

El niño asintió con la cabeza y Beethoven le acarició el pelo en un gesto de complicidad. Era él quien se estaba encargando de completar la deficiente educación musical que recibía en el colegio.

– Voy a ir caminando hasta la Escuela de Equitación, a ver si le encontramos un buen establo a Fidelio. Si quieres, puedes acompañarme.

El muchacho se mostró muy contento y ambos se pusieron en marcha hacia el Hofburg, sede de la venerable institución.

No era fácil caminar por la calle al lado de Beethoven. De hecho, su sobrino Karl había renunciado hacía mucho a acompañar a su excéntrico tío a cualquier parte, por la vergüenza ajena que le producían sus continuos aspavientos y canturreos en plena vía pública, que le convertían, en el mejor de los casos, en foco de miradas y comentarios por parte de los transeúntes, cuando no en objeto de burlas y chascarrillos de los gamberros y arrapiezos que se iban cruzando en su camino. Si se unía a su estrafalario comportamiento en la vía pública el hecho de que el compositor desatendía algunos días su higiene personal y el cuidado de su indumentaria hasta llegar a tener el aspecto de un mendigo, es fácil comprender por qué no le era fácil a Beethoven encontrar voluntarios que quisieran acompañarle en sus paseos. Aquella mañana, como si hubiera presentido que la cita a la que acudía iba a cambiar el curso de su vida, había decidido afeitarse, peinar su imponente melena y ponerse un traje elegante, limpio y bien planchado. Pero aunque no hubiera sido así, Gehrard van Breuning sentía verdadera adoración por Beethoven y le divertía enormemente la impunidad con que el músico ignoraba las convenciones sociales y había convertido las calles de Viena en una prolongación de su domicilio.

Beethoven, por su parte, había llegado a cogerle al niño auténtica devoción y le llamaba «el botón de mis pantalones», como queriendo decir que le resultaba indispensable. El muchacho hacía para él un sinfín de recados, le ayudaba con la correspondencia y le echaba una mano en la manutención de su amplio apartamento de ocho habitaciones.

Mientras bajaban por la Währinger Strasse, camino del Hofburg, Beethoven le fue contando al pequeño Gehrard los proyectos musicales en los que andaba metido, pues al igual que esas malabaristas chinas capaces de hacer maravillas con una docena de platos a la vez, también él solía trabajar simultáneamente en un sinfín de proyectos.

– ¡Tengo una nueva sinfonía entre manos! ¿No te llevó tu padre hace un par de años al estreno de mi Novena?

El pequeño le dijo que no con la cabeza.

– ¡Mal hecho! Fue un éxito absoluto, y eso me ha animado a obsequiar a los vieneses con una décima sinfonía. ¿Quieres saber cómo es el tema principal?

Beethoven se detuvo en mitad de la acera haciendo caso omiso del hecho de que estorbaba al resto de los viandantes y berreó, más que cantó, para Gehrard los primeros compases de su nueva obra. Al ver que el niño sonreía, Beethoven comprendió que había debido de desafinar enormemente a causa de su sordera y optó por extraer de uno de los bolsillos de su casaca su cuaderno de bocetos, en el que el músico escribía las ideas musicales que se le iban ocurriendo en mitad de sus caminatas. Lo abrió por una de sus páginas y le mostró al pequeño, que leía perfectamente música desde los seis años, los bocetos de su nueva obra. El muchacho los estudió con gran concentración durante un rato, y luego le devolvió el cuaderno de bocetos a su dueño. Era evidente, por la expresión de júbilo en su rostro, que lo que había visto le había impresionado.

Niño y adulto reemprendieron la marcha y Beethoven fue revelando algunos detalles más de su nuevo trabajo:

– En la Novena no metí el coro hasta el último movimiento, pero en esta, quiero darle más protagonismo y puede que entre ya desde el segundo movimiento. Así me evitaré además que los cantantes protesten por tener que estar de pie en el escenario durante tanto tiempo sin hacer nada. Además, emulando al viejo Bach, que compuso un concierto para cuatro claves, yo quiero meter cuatro pianos en el scherzo. ¿Qué digo cuatro? ¡Voy a meter por lo menos ocho!

El pequeño Gehrard, que se había quedado con el cuaderno de conversación de Beethoven por si tenía que hacerle más preguntas, le tiró de la casaca para hacer que se detuviera y escribió:

– ¿Me dejarás montar a Fidelio?

– Por supuesto -accedió el músico-. Pero antes tendremos que asegurarnos de que está bien educado y que sabe cómo hay que tratar a los niños. Créeme, yo me he caído un par de veces de un caballo y no es una experiencia que esté deseando repetir.


Mientras tanto, a poca distancia de allí, don Leandro de Casas y Trujillo, jefe del equipo de veterinarios de la Escuela Española de Equitación en Viena terminaba de auscultar a Incitato II, uno de los treinta lipizanos que formaban parte de la división de honor de la renombrada institución. Su jinete, François Robichon de la Guerinière, nieto del legendario jinete del mismo nombre que en 1733 había revolucionado la cría y el adiestramiento de caballos con su libro École de Cavalerie, supo por la expresión de su cara que el diagnóstico iba a ser el que él tanto temía:

– Es un cólico. Hay que ponerle en tratamiento desde ahora mismo.

El jinete palmeó dulcemente el cuello del caballo y dijo:

– Sabía que era un cólico. Llevaba dos días sin terminarse la comida y no hacía más que mirarse la tripa e intentar golpeársela con el morro.

– Ha debido de darle demasiada agua después de algún entrenamiento. ¿Cuántas veces tengo que deciros que si mimáis en exceso a estos caballos, son ellos mismos los que salen perdiendo?

Robichon tragó saliva y con expresión culpable preguntó al doctor:

– ¿Se pondrá bien?

Don Leandro sonrió de forma tranquilizadora:

– ¡Pues claro que se pondrá bien! Gracias, en parte, a que me conozco de memoria el libro de tu abuelo, y sé lo que hay que hacer en estos casos. Le voy a dar un antiespasmódico, un analgésico para evitar que se revuelque, y por supuesto, ni alimento ni bebida hasta nueva orden. ¿Me he expresado con claridad?

– Sí, don Leandro -respondió el jinete, adoptando la actitud de un pecador al que el confesor estuviera imponiendo la penitencia.

– Mira que si te sorprendo pululando por aquí, para darle agua o un terrón de azúcar, te arranco todos los botones de la guerrera. Y no pongas esa cara, hombre, a cualquiera le puede pasar. Estos bichos tienen treinta y cinco metros de intestino, es normal que sea su parte más vulnerable. Si a eso se suma que, debido al estómago tan reducido que tienen, apenas digieren los alimentos, comprenderás que sean propensos a todo tipo de trastornos intestinales. Son animales de mírame y no me toques.

– ¿De qué?

– Es una expresión española. Se dice de alguien que es muy sensible.

Ah, bon -dijo el francés, satisfecho-. ¿Está Beatriz en casa?

– Sí, está. Pero no te aconsejo que te acerques a ella.

El jinete se quedó perplejo, ya que no había habido en las últimas palabras de su interlocutor un tono agresivo o amenazador, sino más bien paternalista.

– ¿Por qué no debo acercarme a su hija? -preguntó.

Don Leandro miró en todas direcciones como para asegurarse de que nadie les estaba escuchando, y luego le susurró algo al oído. Antes siquiera de que François pudiera reaccionar a las explicaciones que le estaba dando el veterinario, fueron interrumpidos por el mozo que se encargaba de mantener en perfecto estado la gran superficie de arena del picadero cubierto de la Escuela. Magníficamente decorado por el arquitecto barroco Joseph Emanuel Fischer von Erlach entre 1729 y 1735, en un principio el recinto había sido concebido para ofrecer a los jóvenes aristócratas la oportunidad de recibir allí clases de equitación. Ahora era el escenario de las fabulosas exhibiciones ecuestres que, tres veces a la semana, se ofrecían al selecto público vienes y a los viajeros que acudían de todas partes de Europa para contemplarlas.

– Disculpe, don Leandro -dijo el mozo-. Hay un hombre en la puerta que pregunta por usted. Es ese músico loco, Ludwig van Beethoven.

Como si hubiera reconocido el nombre del músico y estuviera al tanto de la fama que le precedía, Incitato II relinchó inquieto al escuchar el nombre de Beethoven. Al médico, en. cambio, se le iluminó el rostro.

– ¿Beethoven en la Escuela? ¿Y no ha dicho qué quería?

– No, herr De Casas. Solo sé que viene acompañado por un niño.

– Está bien, hazlos pasar. Inmediatamente.

Robichon quiso ampliar la información que le había empezado a dar el veterinario, pero este le despachó con una celeridad rayana en la descortesía.

– En cuanto a Beatriz…

– Luego, luego, François. Y recuerda: ni agua ni alimentos a Incitato hasta que yo, expresamente, te déautorización.

Y tras estas palabras, mozo, jinete y médico abandonaron las cuadras de la Escuela.


– ¿Qué quiere usted hacer exactamente con el caballo, herr Beethoven, y dónde se encuentra estabulado en la actualidad? -interrogó don Leandro una vez que hubo acomodado al músico y al niño en su despacho.

El veterinario, que se había quedado viudo recientemente, era la única persona al servicio de la Escuela de Equitación que, por expreso deseo del emperador, tenía su residencia en una de las alas del Hofburg. Lo que pretendía con ello era que, en caso de cualquier problema sanitario con alguno de los caballos, estos recibieran atención médica de manera inmediata. Los lipizanos eran criaturas extraordinarias, que requerían un costoso adiestramiento que se prolongaba durante años y recibían unos cuidados tan esmerados que para sí los hubieran querido la mayoría de los habitantes de la ciudad. Las dependencias del médico constaban de cinco habitaciones: dos dormitorios, destinados a él mismo y a su única hija, una joven de veintitrés años que estudiaba composición en el Conservatorio de Viena, una cocina, una zona para la servidumbre y el estudio en el que don Leandro había recibido a Beethoven y a su joven acompañante.

El pequeño Gehrard sacó de su bolsillo el cuaderno de conversación del compositor y se lo entregó a don Leandro.

– Tiene usted que escribir ahí todo lo que quiera decirle a herr Beethoven, porque está como una tapia -aclaró el pequeño.

Tras leer la pregunta escrita en el cuaderno, el músico le hizo saber a su interlocutor que el caballo aún se encontraba estabulado en la finca de su amigo Von Breuning, a unos cuarenta kilómetros de Viena, y que deseaba encontrar cuidado y alojamiento asequibles en un lugar más cercano.

– Pero tampoco quiero que el pobre animal sufra un trato vejatorio -aclaró el músico-. Entre otras cosas porque el pequeño Gehrard no me lo permitiría.

– ¿Piensa usted hacer un uso frecuente del caballo? -preguntó el veterinario por el sistema de la libreta.

– A mi edad, y perdóneme el chiste fácil, estoy ya para pocos trotes -respondió el músico con una sonrisa melancólica.

Don Leandro escuchó impertérrito una letanía de quejas de Beethoven sobre su precaria salud y luego escribió en la libreta:

– ¿Ha oído hablar de la hipoterapia?

Beethoven negó con la cabeza.

El veterinario le explicó que la hipoterapia era un revolucionario tratamiento basado en el aprovechamiento del movimiento del caballo para la estimulación de los músculos y las articulaciones del paciente.

– Mis problemas, doctor, son sobre todo abdominales -le aclaró el compositor.

– Sí, pero me acaba de decir que, como consecuencia de su mala salud, su estado de ánimo no es siempre el más apropiado para la composición.

– Eso es cierto. Hay días, en que, literalmente, me encuentro tan deprimido que no tengo fuerzas ni para darle una pequeña clase de armonía al pequeño Gehrard.

Este se había levantado de la silla hacía unos momentos y curioseaba, con la falta de pudor que solo pueden permitirse los niños, entre los distintos objetos y grabados, casi todos relacionados con la hípica, que había diseminados por el estudio.

– La hipoterapia, herr Beethoven -continuó el veterinario-, puede ayudarle a mejorar su estado anímico de forma sorprendente. Esto a su vez reforzará su sistema inmunológico y será menos propenso a esos catarros intestinales que tanto le atormentan.

– Pero ¿de qué modo? -preguntó el compositor, que siempre había acabado con dolor de cóccix después de los pocos paseos a caballo que había dado en su vida.

– Lo primero que habría que hacer es enseñarle a montar. De eso nos podemos encargar cualquiera aquí en la Escuela. Pero una vez que se encuentre usted suelto con el animal, ya verá como mejora su estado físico y psíquico en general. El caballo, al trote, transmite al jinete un total de ciento diez movimientos diferentes por minuto; en consecuencia no hay ni un solo músculo ni zona corporal, desde el cóccix hasta la cabeza, al que no se transmita un estímulo. Eso trae consigo una mejora del equilibrio y la movilidad del paciente, aunque también se producen avances en otros planos, como el de la comunicación o el del comportamiento.

El extraño diálogo gráfico-verbal fue interrumpido por una voz femenina que venía del otro lado de la puerta.

– ¿Papá?

– Entra, cariño. Estoy con una persona a la que seguro querrás conocer -dijo don Leandro dirigiéndose a su hija.

– Papá, por favor, necesito que salgas un segundo.

El médico se levantó, ligeramente violento, y dirigió una mirada de disculpa a Beethoven.

– Perdóneme, será cosa de un segundo.

Don Leandro salió de la habitación y se encontró con su hija hecha un auténtico basilisco.

– ¿Le has dicho a François que estoy incubando la viruela?

– Es para que te deje tranquila, hija mía. Tú misma me has dicho que es un pelmazo.

– Cuando necesite tu ayuda para ahuyentar a los moscones te lo haré saber. No vuelvas a contar mentiras en mi nombre. Imagínate que llega la noticia al Conservatorio y me ponen en cuarentena.

– De acuerdo, hija mía, no volveré a inmiscuirme en tus asuntos. Y ahora pasa a mi estudio. Quiero presentarte a una persona de la que me has hablado tantas veces que es como si ya la conocieras.

Padre e hija entraron a la habitación donde estaba el músico, y el veterinario, a quien se le veía henchido de orgullo paterno, dijo:

– Herr Beethoven, esta es mi hija, Beatriz de Casas.

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