– Don Jesús, hay un caballero que pregunta por usted. Dice que es del Grupo de Homicidios.
– Hazle pasar a la biblioteca, Jaime -dijo Marañón.
El secretario del magnate condujo al inspector Mateos, que permaneció algunos minutos solo en la estancia, curioseando entre la multitud de volúmenes que abarrotaban las estanterías. A Mateos le pareció lógico que hubiera gran cantidad de ejemplares dedicados a la arquitectura, pues además de que el grueso de la fortuna de Marañón se había fraguado en negocios relacionados con la construcción, el origen de la masonería hay que buscarlo en las hermandades profesionales de constructores de catedrales y de otros templos en la Edad Media. Al principio solo se transmitían los secretos de su oficio, ya que únicamente eran admitidos dentro de las logias los miembros del gremio, pero la cosa se modificó al llegar la Baja Edad Media y la Edad Moderna. En las logias comenzaron a ser aceptados caballeros que no eran masones y que recibían el nombre de aceptados. Eran abogados, médicos, etc., y a partir de entonces los ritos comenzaron a ser más simbólicos.
Cuando Marañón se reunió con el policía, halló a este hojeando un clásico titulado La arquitectura de la felicidad, en el que el autor hablaba de las virtudes que debe poseer todo buen edificio.
– De todos los que hay aquí, quizá ese sea mi libro preferido, inspector -dijo Marañón sobresaltando ligeramente a Mateos, que al haberse colocado de espaldas a la puerta, no había visto llegar al millonario.
Tras un enérgico apretón de manos y un rutinario intercambio de pregunta-respuesta sobre la marcha de la investigación, Marañón invitó al inspector a que se sentara y este comenzó a explicarle el motivo de su visita.
– Hemos examinado a conciencia las filmaciones de las cámaras de seguridad externas y estamos en condiciones de asegurar que la noche en que fue asesinado, Thomas abandonó solo el edificio.
– ¿Y qué tiene eso de extraño?
– Si no estamos mal informados, Thomas había venido a España en compañía de su pareja, Olivier Delorme, que también asistió al concierto. ¿No es más lógico que abandonaran juntos su residencia?
– Probablemente sí. Aunque como tras el concierto hubo una fiesta con música de salsa que se prolongó hasta el alba, puede que no se marcharan juntos porque Thomas, agotado con los ensayos y preparativos del concierto, no tuviera esa noche, como suele decirse, cuerpo de jota.
– ¿Se despidió de usted cuando se marchó?
– La verdad es que no. Pero es posible que anduviera buscándome para decirme adiós y no me encontrara. En varios momentos de la noche estuve muy ocupado atendiendo a mis invitados.
– ¿Usted, que era su anfitrión, no le vio discutir con su pareja esa noche o en los días previos al concierto?
– No. ¿Es que sus sospechas apuntan hacia Olivier Delorme?
– Si he de serle sincero, señor Marañón, no tenemos sospechoso, aunque se va perfilando un posible móvil del crimen.
– Pero aún no han encontrado el arma homicida, ¿no es cierto? Y es público y notorio, porque se ha publicado alguna vez en la prensa, que en mi casa hay una guillotina, original de 1792.
– En efecto.
– ¿Le gustaría examinarla?
– Aún no lo sé. ¿Debería?
– Si se va a quedar más tranquilo. Aunque tendrá que esperar unos días a que me la vuelvan a traer a mi casa.
– ¿Es que la ha cedido para alguna exposición?
– No, la he mandado limpiar.
– Si me permite que le hable con franqueza, eso resulta de lo más curioso -dijo Mateos-. Se comete un crimen en la ciudad con una guillotina y nada más comenzar la investigación, usted ordena limpiar la que tiene.
– Le va a resultar difícil de creer, pero hacía meses que había pensado que esa auténtica joya de mi colección necesitaba una revisión y puesta a punto. Los instrumentos de tortura no son muy diferentes a los instrumentos musicales: con el tiempo se estropean si no se usan. Me había olvidado de la guillotina hasta que la ejecución de Thomas me recordó que tenía que mandar ajustar la mía. Me gusta que las máquinas funcionen.
– ¿Quién se está encargando de su limpieza?
– Un luthier parisino llamado Alain Sabatier.
– ¿La guillotina está ahora mismo en París?
– ¿Por qué le extraña? Son antigüedades muy delicadas, que me han costado un ojo de la cara y me gusta que estén en las mejores manos.
– ¿Por qué confiárselas a un luthier?
– La primera guillotina que se construyó en Francia, mi querido inspector, la montó un fabricante de instrumentos musicales llamado Tobias Schmidt.
– Pensé que había sido el doctor Guillotin.
– Guillotin fue solo el ideólogo. Eran los tiempos de la Ilustración y los revolucionarios buscaban un sistema rápido e indoloro para ajusticiar a los reos, alejado de los salvajes métodos empleados desde el Medievo por los monarcas absolutistas. El diseño del primer aparato se lo debemos al doctor Antoine Louis, ilustre miembro de la Academie Chirurgicale, que le pasó los planos a Schmidt para que fabricara la primera guillotina.
– No creo que la policía científica esté muy interesada en revisar la suya después de haber pasado por las manos de su experto parisino.
– No se desanime, inspector. No he mandado cambiar la hoja, solo engrasar y ajustar los mecanismos. Un forense competente podría establecer enseguida una relación entre cualquier pequeño defecto o anomalía que haya en la cuchilla con una marca análoga en el cuello de la víctima.
Mateos reconoció que su interlocutor estaba en lo cierto y pasó a otro tema.
– También quería hablarle del medio millón de euros que usted ofrece de recompensa por la partitura.
– Veo que ha estado en contacto con ese muchacho, Daniel Paniagua.
– Si la partitura es el móvil del crimen, tiene un valor probatorio. Entiendo que si alguno de sus cazadores de recompensas consigue dar con ella, la primera cosa que deberá hacer es ponerla a disposición de la policía.
– Desde luego, inspector. Lo primordial es encontrar al culpable del asesinato de Thomas.
Mateos se levantó, como dando por terminada la visita, pero Marañón le rogó que no se fuera todavía.
– Ha llegado a mis oídos que las notas de la partitura tatuada en la cabeza de Thomas corresponden a una clave Mor-se de ocho números.
– En efecto, estamos trabajando con esa hipótesis. ¿Por qué lo menciona?
– Tengo una teoría sobre a qué pueden corresponder esos ocho números -dijo Marañón exhibiendo una amplia sonrisa-. Si tiene la amabilidad de pasar a mi despacho, se la explicaré ahora mismo.