El inspector Mateos, del Grupo de Homicidios n.° 6, encargado de practicar las diligencias policiales en el asesinato de Ronald Thomas, llevaba un buen rato leyendo mecánicamente en su despacho, sin asimilar una sola palabra, el mismo, aburridísimo párrafo de un Manual de Derecho Mercantil de cuarto curso.
La teoría de lo accesorio no comprende únicamente los actos de que acabamos de hablar, los cuales suponen, según hemos visto, la existencia de un comerciante, el ejercicio profesional de la industria mercantil, de la que aquellos dependen siquiera presuntivamente…
No es que Mateos no comprendiera intelectualmente el texto que tenía delante, sino que por falta de concentración, probablemente debida a un déficit de sueño, solo conseguía identificar la apariencia exterior de las palabras, sin llegar a conectarlas con su significado.
Se había matriculado en la UNED para tratar de acabar una carrera que había abandonado en tercero, cuando, para hacer frente a los gastos de manutención de un niño no deseado, se vio forzado a hacer oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía. El Mercantil, que era una asignatura troncal de cuarto, le iba a reportar diez créditos en la Universidad a Distancia, pero Mateos calculaba que, a semejante paso, no iba a poder presentarse a los exámenes. Lo peor de todo es que sus momentos de estudio en el despacho tenían que ser a puerta cerrada y con las persianas bajadas, pues, desde que llegó al Grupo, había dado a entender a todos sus colegas, por vanidad profesional, que tenía la carrera de derecho terminada. Y la circunstancia de que, cuando andaban más flojos de trabajo, se encerrara con llave en su «pecera» durante horas, había llevado a algunos malpensados a creer que Mateos era un gran aficionado a los chats eróticos en internet.
Nada más lejos de la verdad.
No es que el inspector no fuera mujeriego, sino que siempre había preferido llevar a cabo sus conquistas in situ, pues conocía varios locales de copas en la ciudad, que se llenaban de mujeres divorciadas a partir de las dos de la mañana, en los que, gracias a su aspecto de galán antiguo de Hollywood -bigote a lo Errol Flynn incluido- y sobre todo, a una voz grave, rica en armónicos, que le habría permitido ganarse la vida como doblador, le era fácil ligar con la más guapa después de un solo gin tonic.
Tras el décimo intento, el inspector cerró el Manual y lo dejó por imposible.
Llevaba varias semanas preguntándose a sí mismo por qué se había empeñado en terminar la carrera de derecho si ya tenía la de sociología. «¿Por qué te estás haciendo esto a ti mismo, Carlos?» Siempre llegaba a la conclusión de que había sido víctima de su propio farol. Como había hecho creer a todo el mundo que tenía la licenciatura, ahora debía conseguirla a toda costa, pues estaba convencido de que tarde o temprano -las mentiras suelen tener las patas cortas- iba a ser descubierto por alguno de sus rivales en el Grupo.
Y además, por supuesto, estaba el asunto de sus continuos roces con los jueces en materia de garantías, que le habían llevado a ganarse el calificativo de «Charlie el Sucio». Mateos estaba convencido de que un mayor conocimiento del derecho le iba a poder allanar sus ásperas relaciones con la judicatura, a pesar de que, a diferencia del famoso policía interpretado por Clint Eastwood, Mateos no era un tipo violento, ni partidario de la ley del talión. Sin embargo, tenía sus propios criterios acerca de cómo había que interpretar las reglas de juego durante una investigación criminal y a veces llegaba a sacar de quicio a sus señorías con sus peregrinas peticiones y sus extemporáneas réplicas.
Terminada, pues, su sesión de estudio, Mateos se levantó a descorrer las cortinas y a quitarle el pestillo a la puerta, momento en el que penetró en el despacho un subinspector joven y larguirucho que estaba ayudando a su jefe a practicar todas las diligencias necesarias para esclarecer el caso.
– ¿Qué me traes, Aguilar? -dijo el inspector.
El subinspector le facilitó varios folios grapados que contenían una lista de nombres.
– Éstos son los invitados que estaban anoche en el concierto en casa de Marañón -respondió su ayudante-. Ya me dirás si quieres que los interroguemos a todos.
– Lo más importante es hablar con la hija cuanto antes.
– La he citado para hoy mismo a las cinco.
– ¿Aquí, en Jefatura?
– Me parecía demasiado agresivo; no está imputada… todavía.
– ¿Has pedido las cintas de las cámaras de seguridad externas, a ver si averiguamos con quién se fue Thomas de la fiesta?
– Sí. Esta tarde me las traen.
– Menos mal que están colaborando, porque como hubiera que pedir orden de entrada y registro en casa de Marañón, lo llevamos claro.
– ¿Por qué, jefe?
– Es un individuo muy poderoso, con muchas agarraderas en las altas instancias.
– Es amigo del ministro, ¿no?
– Ojalá fuera solo eso. Echa un vistazo a lo que he conseguido hasta la fecha.
El subinspector Aguilar examinó un dossier extraoficial sobre Jesús Marañón que le alcanzó Mateos.
– ¿Todo esto es cierto? Quiero decir, está metido en…
– Mis informadores no suelen defraudarme -interrumpió el inspector, irritado por la incredulidad de su ayudante.
– Supongamos, tan solo como hipótesis de trabajo, que Marañón mató a Thomas. ¿Cuál sería el móvil?
En un típico razonamiento mateosiano, que dejó perplejo al subinspector, Mateos dijo:
– El móvil está claro: lo que el asesino buscaba de la víctima era robarle su cabeza.