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Almería, verano de 1980


Un Mercedes-Benz 450 SL de color blanco, con el motor ronroneante, llevaba detenido diez minutos en segunda fila, a unos metros de la oficina principal del Banco de Andalucía de Mojácar. Al volante, con gafas de sol y un delicado vestido de lino verde sin mangas, que se transparentaba ligeramente a contraluz, se hallaba sentada una mujer rubia con tal aspecto de estrella de Hollywood que ya se había visto obligada a defraudar a varios lugareños que se habían acercado a solicitarle un autógrafo, asegurándoles que no solo no era Jane Fonda -ni Farrah Fawcett, la otra diva con quien la habían confundido- sino que ni siquiera se dedicaba al séptimo arte. Su glamuroso aspecto se debía sobre todo a su pose felina y a lo endiabladamente bien que le sentaba aquel vaporoso vestido, a través del cual emergía majestuoso un largo y blanco cuello de garza. La mujer entretenía la espera escuchando «Take Five», el legendario tema del cuarteto de jazz de Dave Brubeck en el que Paul Desmond, el saxo alto, exponía la pegadiza y sinuosa melodía con tanta elegancia que el oyente tenía la sensación de que le estaban sirviendo una especie de Martini sonoro.

La temperatura en la calle era sofocante, hasta el punto de que algunos viandantes, al llegar a la altura del Mercedes, habían optado por guarecerse bajo el único toldo cercano, en parte para recuperar el resuello y en parte para tener la oportunidad de contemplar largo y tendido, desde la penumbra, a la llamativa pareja de baile formada por la glamurosa rubia y el imponente automóvil.

La mujer miraba al frente, tamborileando con su mano derecha sobre el volante al ritmo de la música del cuarteto, ajena por completo a la asfixiante temperatura almeriense, que hacía que algunas de las personas refugiadas bajo el toldo jadearan sacando la lengua, como perros acalorados evaporando saliva. Tan solo una vez se permitió dirigir una furtiva mirada de ansiedad hacia la institución bancada, de donde hacía un buen rato que tenía que haber salido ya su acompañante. Por fin, tras cinco minutos más de interminable espera, se abrió la puerta del banco y asomó la cabeza un tipo alto y bien parecido, de aspecto británico, con pantalón y americana de color claro y piel tan blanca que ni siquiera el poderoso protector solar con el que solía defenderse había impedido que enrojeciera en los puntos más delicados. La luz cegadora de la calle hizo que el hombre entrecerrara los ojos y mostrara su refulgente dentadura, en una mueca entre cómica y siniestra, como de esqueleto. Utilizando la mano derecha a modo de visera, logró por fin divisar a la rubia del descapotable y tras llamar su atención con un silbido, le hizo una seña inconfundible con la mano que quería decir «espera».

La mujer del coche bajó la música, para que Joe Morello, el batería del cuarteto, que había comenzado ya su solo, no dificultara la comunicación, y luego asomándose por la ventanilla del copiloto, para tener una mejor visión de su interlocutor, dijo:

– ¿Qué ocurre?

El tipo improvisó un megáfono con las manos para hacerse oír por encima del tráfico y respondió:

– ¡Dame cinco minutos!

La rubia -que después de haber padecido un buen rato bajo aquel sol de justicia hubiera tenido motivos suficientes para perder los nervios ante la perspectiva de otra espera interminable- reaccionó ante aquel contratiempo esgrimiendo una cautivadora sonrisa, que brindó al respetable que la estaba observando, sacó las llaves del contacto y salió del coche.

Durante un instante, sus bien torneadas piernas se adivinaron al trasluz de aquella tela de lino que casi parecía gasa y uno de los jóvenes que más rato llevaba contemplándola, embelesado desde la oscuridad del toldo, no pudo evitar un involuntario movimiento de la nuez al deglutir saliva ante aquel inesperado espejismo.

El hombre de la americana dio una carrera hasta el vehículo para no hacer recorrer a la mujer el trayecto que la separaba de él y cuando estuvo a su altura musitó al oído de esta algunas palabras, que ninguno de los lugareños consiguió descifrar desde sus puestos de observación.

Un empleado del banco, pequeño y con bigote, en mangas de camisa, con las axilas húmedas, emergió súbitamente de la puerta del banco, como un capitán de submarino subiendo a la torreta, y se quedó observando con desconfianza a la pareja desde su minúscula atalaya. La mujer del descapotable hizo un pequeño gesto con la cabeza a su acompañante, para advertirle de que estaban siendo observados y el hombre de la americana se volvió un instante hacia él para, con una sonrisa forzada, dirigirle un pequeño saludo con la mano.

– Es el cajero. Le he dicho que se dé prisa, que me estaba esperando mi mujer.

– ¿Tu mujer? Pero si nosotros…

– Lo sé, lo sé, pero me ahorro un montón de preguntas cuando digo que estamos casados -le interrumpió el hombre, mascullando entre dientes sus palabras, para no descomponer la sonrisa artificial que había adoptado de cara a la galería.

– ¿Cuál es el problema? -dijo ella.

– El cajero automático. Se ha tragado mi tarjeta. Ese hombre dice que si le doy un poco más de tiempo, la puede recuperar.

– ¿Pero cómo se ha podido quedar el cajero con la tarjeta? ¿Qué has hecho?

El hombre permaneció en silencio unos instantes, tratando de inventar sobre la marcha una mentira convincente, pero al no dar con ninguna, prefirió decir la verdad:

– He metido mal la clave. Tres veces.

– ¿Tres veces? -La mujer estalló en una pequeña carcajada que hizo sonreír por simpatía al público hacinado bajo el toldo. Luego dijo-: Es mejor que vayas pensando en anotar tu número secreto en algún rincón de la cartera. Es la segunda vez que te pasa desde que te conozco. Y solo llevamos juntos tres meses.

– Lo había escrito en algún papel, pero me temo que lo he dejado en el hotel.

– En ese caso, habrá que tatuártelo. ¿En qué parte del cuerpo prefiere el trabajito, caballero? -dijo la mujer como si estuviera flirteando con un desconocido.

– ¿Qué hacemos? -respondió el hombre ignorando las seductoras burlas de la mujer-. ¿Esperamos unos minutos a que ese hombre rescate la tarjeta del cajero?

– Tú mandas, pero yo estoy desfallecida de hambre y hemos encargado la paella para las dos.

El hombre decidió que ya disponía de suficiente información para tomar una decisión y volvió al banco, con cuyo empleado mantuvo una breve conversación. Por fin, el hombrecillo estrechó con gran solemnidad la mano de su cliente y volvió a ser engullido por la puerta acristalada del banco.

El tipo de la americana regresó al Mercedes y se acomodó en el asiento del copiloto.

– Podemos irnos.

La rubia accionó la llave de contacto y el Mercedes comenzó a alejarse poco a poco, calle abajo, ronroneando como un gigantesco tigre mecánico domesticado.


Tres horas después de una deliciosa paella en un chiringuito a 25 kilómetros de Mojácar, el Mercedes blanco emprendía su viaje de regreso hasta el hotel donde estaban alojados sus ocupantes.

– Déjame conducir a mí -pidió la mujer-. Tengo la ligera impresión de que has abusado de la sangría.

– Para conducir este coche no hacen falta ni siquiera reflejos -dijo el hombre, soltando el volante y volviendo a sujetarlo cuando el Mercedes se desviaba peligrosamente de la línea recta e invadía el arcén de la tortuosa y accidentada carretera-. ¿Lo ves? Casi no hay que ayudarle. Prácticamente se conduce él solo.

– No hagas eso, te lo pido por favor -respondió ella, que por vez primera pareció perder el control que ejercía hasta sobre el más pequeño de sus gestos.

– Mujer, ¿qué nos puede pasar en un Mercedes?

Un instante más tarde, intentando esquivar un tractor que acababa de aparecer tras una curva y ocupaba casi todo el ancho de la carretera, el deportivo blanco derrapó estrepitosamente, y tras destrozar un desvencijado quitamiedos que no ofreció la más mínima resistencia empezó a deslizarse por una empinada pendiente erizada de rocas. El hombre tuvo miedo de que un frenazo brusco hiciera volcar el vehículo frontal-mente y, pensando solo en su propia supervivencia, abrió la portezuela para saltar fuera. Esta, sin embargo, golpeó contra un peñasco de granito que les salió al encuentro y rebotó con furia, triturando la pierna izquierda del hombre, que ya estaba fuera del habitáculo. El aullido de dolor que se oyó a continuación se mezcló con el salvaje chasquido metálico de la portezuela al ser arrancada de cuajo por una segunda roca, aún más voluminosa que la primera. Debido a la pronunciada pendiente, la velocidad del vehículo se había hecho ya tan vertiginosa que era impensable saltar; el hombre, entonces, intentó frenar mientras trataba de poner el coche en posición perpendicular a la pendiente para disminuir la inercia. La maniobra fue tan brusca que el Mercedes volcó de costado y tras deslizarse algunos metros como un trineo sobre los resecos hierbajos del erial, continuó su alocada carrera hacia el abismo, dando una vuelta de campana tras otra.

El cristal del parabrisas estalló hacia dentro y sus innumerables fragmentos se proyectaron en dirección al habitáculo como si fueran partículas de metralla, causando graves destrozos en el rostro de la mujer, que medio inconsciente por el formidable golpe que había recibido nada más volcar, fue incapaz de protegerse la cara con los brazos. La rueda delantera derecha se soltó de su eje y dando vueltas sobre sí misma, alcanzó una velocidad tan endiablada pendiente abajo que se perdió de vista en cuestión de segundos.

El sólido bastidor del vehículo seguía protegiendo los cuerpos de sus dos ocupantes, aunque con cada sacudida, su estructura bramaba con la ferocidad de una bestia malherida. Cuando por fin fue a detenerse en el lecho del riachuelo en el que moría la pendiente, el conductor, que a diferencia de la mujer no había salido aún disparado del vehículo, comenzó a percibir un fuerte olor a humo, mezclado con el hedor del aceite requemado. La pestilencia era tan intensa que pasó, sin solución de continuidad, del sentido del olfato al del gusto, y su boca pareció invadida de pronto por una sustancia nauseabunda, caliente y viscosa, que le quemaba la garganta y le irritaba los ojos hasta el punto de que estos le empezaron a llorar en el acto. El motor del coche permaneció revolucionado durante unos instantes y luego fue perdiendo fuerza hasta apagarse completamente. En el sobrecogedor silencio que se produjo a continuación, el hombre acertó solo a distinguir, antes de perder el conocimiento, las voces lejanas de dos pastores que habían presenciado el accidente y que acudían presurosos a socorrer a los ocupantes del Mercedes.

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