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Viena, septiembre de 1826


– ¿Me has puesto otra vez cara de amargado? -preguntó Beethoven mientras posaba a regañadientes en la última sesión para el retrato que estaba haciendo de él su amigo Joseph Karl Stieler-. Cuando pintaste al emperador Francisco I hace unos años, te diste buena maña para que su majestad apareciera con la más serena de sus expresiones. Pero a mí siempre me pintáis como un viejo misántropo, torturado y enfermo.

El pintor, que acababa de dar la última pincelada al que, con toda certeza, iba a ser el último retrato en vida de Beethoven, dejó la paleta y los pinceles sobre una mesa cercana y a pesar de que sabía que no podía oírle, le dijo al genio:

– No sé por qué demonios me hice retratista. Debería pintar marinas o naturalezas muertas, pues cada vez que pinto un retrato pierdo a un amigo.

Tras limpiarse las manos con un trapo, le hizo un gesto al músico para que se acercara a contemplar el cuadro terminado.

Stieler era sin duda un gran retratista, y se caracterizaba sobre todo por poner el énfasis en el personaje al que retrataba. Los detalles decorativos, que en otros pintores podían tener casi tanto relieve como la persona retratada, prácticamente no existían en sus cuadros. Para ello el pintor se valía de una luz muy contrastada, que hacía que las facciones de su modelo cobraran un gran protagonismo, mientras dejaba prácticamente en tinieblas todo lo que no estuviera en un primer plano.

Beethoven admiró la pintura con gran concentración durante unos segundos y luego explotó en una de sus características risotadas.

– ¡Estoy sonriendo! ¿Por qué? ¿Me has visto sonreír una sola vez desde que empecé a posar para ti?

– Louis -escribió Stieler en el cuaderno de conversación-. Yo no te he pintado como te veo. Te he pintado como te pienso en este momento. Y como no haces más que hablarme de esa mujer, esa española…

– Beatriz de Casas.

– Cada vez que la mencionas se te ilumina el rostro. Es un destello fugaz, porque enseguida vuelves a tu expresión circunspecta y feroz, pero yo lo he captado y he querido plasmarlo en el cuadro. Creo que en este momento concreto de tu vida eres todo lo feliz que puede llegar a ser un hombre que está padeciendo todo lo que tú estás padeciendo.

Beethoven sonrió al leer las palabras de su amigo en el bloc.

– Estoy componiendo una obra para ella. Será la sinfonía más grande que haya escrito nadie hasta ahora. ¡Mi décima sinfonía!

– Si esa mujer ha sido capaz de inspirarte una sinfonía aún más hermosa que la Novena -replicó Stieler- ella también merece estar en el cuadro.

El famoso retratista cogió un pincel muy fino y añadió a la mano que había en primer plano una pequeña partitura en la que dibujó con gran minuciosidad las notas musicales que correspondían al nombre de Beba de Casas.

– Ignoraba que conocieras tan bien los códigos musicales -le dijo el maestro, admirado.

– Me contaste la manera de transformar los nombres en

música cuando te retraté con la Misa Solemnis en la mano, ¿ya no te acuerdas?

Beethoven no hizo ni siquiera un esfuerzo para tratar de entenderle. Descolgó el cuadro del caballete y fue corriendo a mostrárselo a su idolatrada Beatriz.

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