56

Paniagua llegó tarde al concierto en casa de Marañón debido a un malentendido con Durán, pues cada uno pensaba que el otro iba a pasar por su casa a recogerle en un taxi. El retraso, sin embargo, no tuvo grandes consecuencias para ninguno de los dos, ya que el recital en el que el gran virtuoso del piano Isaac Abramovich iba a interpretar las tres últimas sonatas de Beethoven, no había podido comenzar a su hora. Abramovich, conocido en el mundo entero por sus excentricidades, era quizá el único pianista de primera fila que se afinaba su propio piano. Al tensar una de las cuerdas del instrumento, que a su juicio había quedado demasiado baja, esta se había partido y restallando en el aire como un pequeño látigo, había ido a impactar contra la cara del virtuoso, lo que le provocó una pequeña lesión en la ceja. Aunque la herida de Abramovich era, al parecer, superficial, Marañón había preferido que el instrumentista fuera atendido de urgencia en el hospital más cercano y que el concierto solo diera comienzo una vez que el médico hubiera llevado a cabo la cura correspondiente.

A la espera de que el músico se reincorporara a la soirée, Marañón había dado orden de que se sirviera el refrigerio y los invitados al concierto estaban ahora departiendo entre sí, la mayoría con una copa en la mano, distribuidos en corrillos más o menos numerosos y repartidos a lo largo y ancho del salón que hacía las veces de auditorio.

Por la megafonía de la amplia estancia se escuchaba, a un volumen que no interfería en la conversación, uno de los últimos cuartetos de Beethoven.

En el grupo donde estaba el anfitrión se hallaban, además de él, el príncipe Bonaparte que, esta vez sí había podido responder a la invitación, una mujer de mediana edad a la que Daniel creía haber visto entre los invitados la noche en que Thomas dio su último concierto, y la magistrada Rodríguez Lanchas.

Durán no había llegado todavía.

– Ya conoces a Susana -indicó Marañón, invitando a Daniel a que se incorporara al corrillo.

– Por supuesto -dijo la magistrada antes de besarle efusivamente-, Daniel me está ayudando con uno de los sumarios que tengo entre manos.

Antes de que el millonario pudiera presentarle al resto del círculo, la mujer, de la que Paniagua solo pudo averiguar después que atendía al nombre de Nelsy y que estaba casada con el director general en España de una multinacional americana de refrescos de cola, rompió el hielo:

– Hablando de sumarios, parece que todavía no ha habido ni una sola detención en relación con el caso Thomas. Me parece un escándalo, la verdad. Si estuviéramos en Europa, como dice este gobierno que estamos, les aseguro que el asesino estaría ya entre rejas.

Se produjo un tenso silencio.

Nadie sabía si la mujer ignoraba de qué caso se estaba ocupando doña Susana -y si, por lo tanto, estaba metiendo la pata por falta de información- o si su intención era provocar abiertamente a la juez, quizá por considerarla alineada ideológicamente en una posición contraria a la suya. La confusión no duró más que breves instantes, porque la magistrada replicó enseguida con gran firmeza:

– Permítame aclararle, señora mía, que se encuentra usted ante la persona que está instruyendo el sumario que acaba de mencionar.

Daba la impresión de que si no hubiera tenido media cara paralizada, le hubiera podido enseñar los dientes a su interlocutora.

– No tenía la menor idea -replicó la mujer que, aunque sincera en su ignorancia, no parecía mostrarse excesivamente incómoda por el patinazo que acababa de protagonizar-. En ese caso le pido disculpas, aunque mi crítica no pretendía ser personal, sino que iba dirigida más bien al caos que hay en los tribunales desde que entró el nuevo gobierno.

Marañón se dio cuenta de que la magistrada tenía ganas de seguir replicando a la señora y decidió cortar por lo sano:

– Tengamos la fiesta en paz, Susana.

– Hemos venido a relajarnos -apostilló Bonaparte-. No tiene sentido enfadarse de esta manera.

– Y más en una noche como esta -añadió Marañón-. ¿No lo percibís? Hay algo extraño en el ambiente, casi maligno -dijo Marañón-. Primero nuestro virtuoso resulta herido, ahora dos de mis más queridas amigas se enzarzan en una pelea sin sentido.

– ¿Algo maligno? -dijo el príncipe-. ¿Es que es usted supersticioso?

El anfitrión sonrió al escuchar la pregunta de Bonaparte.

– En absoluto, mi querido príncipe. Por el contrario, todo lo relacionado con la superchería me pone especialmente nervioso. Lo que trato de decir es que el aire, esta noche, está cargado de electricidad, de iones positivos, debido a la tormenta en ciernes, y la ionización positiva, pese al engañoso adjetivo es, como saben, enormemente negativa y perjudicial para el ser humano. Produce cansancio, irritabilidad, insomnio.

– Querido Jesús -dijo Nelsy-. ¿Y cómo es que en tu fabulosa mansión no hay un generador de iones negativos?

– Lo hay, Nelsy, pero abusamos tanto de él que el pobre ha dicho hoy mismo: «¡Basta!». La única manera de que se limpie este ambiente es que descargue cuanto antes la tormenta que se está preparando.

El secretario de Marañón se le acercó sigilosamente por detrás y le susurró algo al oído.

– Buenas noticias. Jaime me acaba de informar de que Abramovich ya está totalmente repuesto y lo trae mi chófer hacia aquí.

A continuación, mirando el reloj, dijo:

– Se ha hecho muy tarde. Pero aún hay tiempo para que nuestra estrella toque al menos la última sonata que compuso Beethoven, la número 32. Daniel ¿por qué no nos ilustras sobre ella?

– Está en do menor, como sus obras más tormentosas: la Quinta Sinfonía, la Décima, cuyo primer movimiento se interpretó aquí hace unas semanas…

– Y que dicen que le costó la vida a ese pobre hombre -interrumpió Nelsy.

– La magistrada se tuvo que morder el labio para no intervenir. Daniel continuó diciendo:

– La última sonata de Beethoven es fascinante por muchos motivos, pero sobre todo porque en ella el compositor logra una síntesis perfecta de las dos técnicas musicales que más admiraba: la fuga y la forma sonata.

– Daniel, querido, me temo que, como no nos lo expliques más clarito, nos vamos a quedar como estábamos -dijo la juez.

– La forma sonata es una manera de organizar los sonidos en la que una melodía, que los músicos llaman el tema de la tónica, o sea, la tonalidad de partida, se opone, por así decirlo a otra melodía, que se llama el tema de la dominante. Es una traslación a sonidos abstractos del drama operístico: imagínense a Tristán por un lado, a Isolda por otro, y a un público que espera que a esos dos personajes les pasen cosas.

– ¿Y quién es Tristán en la Sonata 32? -preguntó el príncipe.

– Es el tema de la tónica, que está en do menor. Seguro que lo han oído. -Daniel canturreó las tres ominosas notas del tema del allegro con brio y vio, por las caras de sus interlocutores, que estos recordaban el motivo-. Pues bien, en la Sonata 32, el tema de la tónica, Tristán, no es una sencilla melodía: es una fuga.

Coincidiendo con las últimas palabras de Daniel, uno de los dos grandes ventanales del salón en el que se encontraban, que era el del piano, se abrió de par en par, zarandeado por una furibunda ráfaga de viento. La galerna irrumpió con tal violencia en la sala que a una mujer, aterrorizada por aquel estallido súbito, se le escapó un penetrante alarido que heló la sangre de los allí presentes: era como si por aquel inmenso ventanal acabara de colarse una invisible y perniciosa criatura.

Dos criados de Marañón cerraron inmediatamente la ventana y los asistentes fueron recobrando el habla poco a poco, aunque cuando Marañón y sus acompañantes quisieron darse cuenta, el príncipe había desaparecido.

– Qué maleducado -dijo Nelsy.

Marañón se agachó a recoger del suelo una rama seca que el viento había arrastrado hasta allí y dijo, mostrándosela a los presentes.

– No me negarán que no es una noche beethoveniana. Esto es todo lo que ha quedado de él, del pobre Bonaparte.

– Debe de haber ido a por otra copa -dijo Nelsy-. Y no está tan seco como esa rama. Yo le he contado ya tres vodkas con limón desde que se unió a nosotros.

El indiscreto comentario no fue escuchado por Marañón, que separándose del grupo fue a recibir a Durán.

Los dos hombres, que no se veían desde hacía meses, se abrazaron efusivamente y posteriormente Marañón le cogió del brazo y lo llevó hasta el grupo.

– No sé si conoces a Susana -dijo el anfitrión-. Nos hemos hecho amigos porque un primo de mi mujer, que es forense, está adscrito a su juzgado.

Durán parecía no estar escuchando, pues sus ojos andaban buscando algo con avidez.

– ¿Tocó aquí?

– ¿Quién, Thomas? No, fue en el salón contiguo, que es más grande. No se ha vuelto a utilizar desde aquella noche.

– ¿No se sabe todavía quién pudo hacerlo?

La juez intervino antes que a Nelsy le diera tiempo a reaccionar.

– No, pero le cogeremos. Desde hace ya muchos años no hay fronteras para la delincuencia. Aunque el asesino de Thomas podría estar ya en Francia, por ejemplo, y en ese caso sería responsabilidad de la policía judicial de ese país el que un criminal despiadado estuviera todavía, unas semanas después de haberse cometido el delito, campando por sus respetos y eludiendo descaradamente la acción de la justicia.

Nadie pudo realizar apostilla alguna al comentario de la juez, porque en ese momento se produjo el regreso triunfal de Abramovich, en cuya ceja derecha era visible una pequeña tirita. Algunos de los invitados le aplaudieron nada más verle entrar por la puerta, y Marañón, tras intercambiar algunas palabras con él, se reincorporó al grupo, con cara de gran preocupación.

– Menuda faena. Va a tocar la 32, pero me acaba de decir que quiere hacerlo con partitura.

Durán enarcó la ceja derecha, en un gesto displicente.

– ¿Con partitura? De modo que los rumores son ciertos. Abramovich, que ha tocado mil veces esa sonata, está atravesando una crisis de confianza en sí mismo que puede desembocar en una retirada a lo Horowitz.

Durán aludía al célebre colapso nervioso del pianista ucranio Vladimir Horowitz en 1953, que le tuvo apartado doce años de los escenarios.

– No es momento ahora de ponerse a enjuiciar su carrera -dijo Marañón-. Me acaba de preguntar si hay alguien que le pueda pasar las páginas de la partitura. Daniel ¿te ves con fuerza?

Paniagua titubeó, porque sabía bien lo que le estaba pidiendo su anfitrión. Para pasarle las páginas a cualquier pianista no hacía falta solo saber leer música, sino también una concentración absoluta, para no anticiparse ni retrasarse en el momento crítico; cualquier distracción podía tener funestas consecuencias. Pero pasárselas a Abramovich, que no solo era una de las grandes figuras internacionales del momento sino además el pianista más raro y caprichoso de la década, era un riesgo tan grande que Daniel sintió un escalofrío solo de pensar que pudiera llegar a meter la pata en el escenario.

– Daniel, no hay nadie aquí que conozca la Sonata 32 como tú -dijo Marañón, sacándole de su ensimismamiento-. Si no sales, me atrevería a decir que no hay concierto.

– Muy bien -dijo Paniagua, armándose por fin de valor-. Intentaré estar a la altura.

Marañón acompañó al escenario a Daniel y le presentó a Abramovich, que, como era habitual en él, rehusó estrecharle la mano. El pianista le mostró la partitura y le hizo cuatro o cinco indicaciones en voz baja que Paniagua escuchó con semblante grave.

El público ocupó sus asientos. El pianista quedó iluminado por una luz cenital, con el resto de la estancia en penumbra. Mientras Abramovich ajustaba su taburete, Daniel se sentó a un metro escaso del piano, fuera del cono de luz, en un discreto segundo plano.

En ese preciso momento, instantes antes de que comenzara la música, estalló por fin la tormenta, que llevaba gestándose desde hacía horas.

El primer relámpago iluminó durante unos segundos el oscurecido salón con la rotundidad de un flash fotográfico y gracias a ese súbito resplandor, Daniel advirtió de repente la presencia, en una de las primeras filas, del forense Felipe Pontones, que parecía estar mirándole a él en vez de al pianista.

El trueno no tardó en llegar y pareció sacudir hasta los cimientos de la impresionante villa de Jesús Marañón.

Antes de que el pianista atacara la primera nota se produjo un segundo relámpago que, durante breves instantes, le permitió esta vez a Daniel ver al fondo del salón, de pie y con un rostro tan macilento que apenas era reconocible, al príncipe Bonaparte. La juez, que estaba en primera fila y que veía perfectamente a Daniel a pesar de no estar iluminado, pareció darse cuenta de que algo había llamado su atención al fondo del auditorio, porque volvió su cabeza en la misma dirección.

A la luz de sucesivos relámpagos y desde su privilegiada posición en el escenario, Daniel fue reconociendo los rostros espectrales de otros invitados al concierto como Sophie Luciani, con un traje cóctel de satén oscuro, que resaltaba de manera muy sensual su delicada figura, o la princesa Bonaparte, que había elegido para la ocasión un traje de noche de color gris plata con un escote redondo con tirillas sobre los hombros.

Todos estaban escuchando con gran concentración la interpretación de Abramovich, que había comenzado el concierto de una manera sorprendente, omitiendo de manera arbitraria la lenta introducción Maestoso de la sonata, llena de inestables y sombríos acordes de séptima disminuida, y atacando directamente el tema de la fuga en do menor. Respondiendo con creces a su bien ganada fama de pianista excéntrico, Abramovich había abordado además el allegro con brío ed appassionato con tal parsimonia que la formidable música de Beethoven parecía, tocada a un tempo tan lento, perder por momentos su impulso hacia delante y su coherencia estructural para quedar estancada en un marasmo sonoro. Daniel había oído hablar de la peculiar posición ante el teclado de Abramovich, pero ahora, sentado a su espalda, a pocos centímetros de él, podía estudiarla con todo detalle: la palma de la mano situada casi todo el tiempo por debajo de la superficie de las teclas, los dedos inusualmente rectos para atacar los acordes, y el dedo meñique de su mano derecha replegado sobre sí mismo hasta que no era requerido para pulsar una tecla, momento en el cual ¡tac! saltaba sobre la misma como la cola de un alacrán.

Paniagua, al tiempo que se felicitaba a sí mismo por la competencia con la que estaba llevando a cabo su delicada misión, no pudo por menos, sin embargo, que recordar la frase de un célebre pianista que él admiraba sobremanera, que se jactaba de abrazar una tradición en la que es la obra maestra la que le dice al intérprete lo que debe hacer, y no el intérprete el que le dice a la pieza cómo debería sonar o al compositor lo que debería haber compuesto.

Y entonces fue cuando ocurrió.

En la primera fila del auditorio empezó a sonar, con la furia y estridencia del llanto de un bebé hambriento, el politono de un teléfono móvil. Como estaba oscuro, Daniel tardó bastante en reconocer a la persona que acababa de interrumpir el concierto, pero, por vez primera en su vida, bendijo el sonido del teléfono, ya que los caprichosos ritardandi y accellerandi de Abramovich estaban destrozando la Sonata 32 de Beethoven con la saña del martillo de aquel húngaro perturbado que al grito de «¡Yo soy Cristo resucitado!» se cebó en 1972 con La Piedad de Miguel Ángel.

En la primera fila, la juez Rodríguez Lanchas, sentada junto a Marañón, buscaba desesperadamente en cada recoveco de su bolso, el móvil que se había olvidado de desconectar antes de que comenzara el concierto.

El estrépito era de tal calibre, y se estaba prolongando durante tanto tiempo, que el pianista, que al principio había optado por ignorar aquellos abominables sonidos y había seguido tocando -creyendo que su dueño iba a poder neutralizar rápidamente la fuente del ruido- ya había dejado de tocar y asistía impotente a la búsqueda del móvil.

Doña Susana se vio obligada a vaciar enteramente el contenido de su bolso de mano sobre el suelo del salón, porque el terminal telefónico, como esas criaturas abisales que viven en las fosas de los océanos, se había ido a ocultar en lo más profundo de uno de los compartimientos laterales y se negaba a emerger al exterior.

Una vez fuera, el alborotador electrónico fue convenientemente desconectado por Marañón, ya que la juez había sido presa de tal estado de nervios que era hasta incapaz de acertar con la tecla correcta; luego el millonario, como último gesto reparador antes de que se reanudara el concierto, ayudó a doña Susana a introducir en el bolso los variopintos e incontables objetos que había en su interior: billetero, portamonedas, pitillera, llaves de casa, llaves del coche, llaves del despacho, gafas de sol, iPod, móvil, kleneex, toallitas húmedas, otra llave más, esta vez con la cabeza en forma de trébol, lima, estuche tijeras-hilo-pinzas, neceser con ibuprofeno, tiritas, tampones, bolígrafo, peine, barra de labios, frasquito de perfume, pinza del pelo, espejito, gafas graduadas, chicles y un par de sobres de sacarina.


Cuando hubo terminado el recital que Abramovich remató -nunca mejor dicho, a juicio de Daniel- con la arieta y las variaciones del segundo y último movimiento, la comidilla entre los asistentes no fue tanto el concierto, que en líneas generales, y de modo inexplicable, había convencido al auditorio, como el incidente del móvil, protagonizado por la juez.

Los invitados se habían dividido claramente en dos grandes grupos. Por un lado estaban los que consideraban imperdonable que doña Susana no solo se hubiera olvidado dé desconectar el teléfono, sino que hubiera tardado cerca de un minuto en neutralizar el aparato, obligando incluso al solista a detener su interpretación. Por otro lado estaban los que, por haber vivido episodios similares en algún momento de su existencia, eran capaces de ponerse en la piel de la magistrada y se solidarizaban con el mal rato que esta sin duda había debido de pasar a causa de su descuido. Los primeros, liderados por la inefable Nelsy, manifestaban su desdén a distancia, con venenosas miradas de desaprobación como las que se habrían dirigido a un perro que se hubiera orinado en la alfombra del salón. Los segundos procuraban acercarse al corrillo en el que estaba la juez y la animaban con comentarios de apoyo del tipo «le puede pasar a cualquiera» o «ha sido la anécdota simpática de la noche».

Daniel, que estaba siendo felicitado por su anfitrión por su impecable actuación como pasador de páginas del excéntrico pianista, casi no oyó los cumplidos, perplejo como estaba ante un hecho insólito del que acababa de ser testigo. Un camarero se había acercado con una bandeja llena de copas hasta el corrillo en el que estaban y antes de que nadie pudiera servirse, había pasado de largo en dirección a otro grupo. A Daniel le había parecido que el camarero los había ignorado en el último momento, obedeciendo a un movimiento de cabeza casi imperceptible del anfitrión.

Era evidente que, a pesar de las muestras de apoyo, la juez estaba visiblemente afectada por lo ocurrido; y lo cierto es que no empezó a recuperarse hasta que no apuró el gin-tonic -bien cargado, tal como ella misma había exigido- que Marañón se encargó de servirle personalmente.

Habían transcurrido unos veinte minutos desde el extraño incidente con el camarero cuando la juez empezó a sentirse repentinamente mareada. El primero en advertirlo fue el propio Marañón, que le propuso que se acercara a una ventana abierta -el aire estaba ahora cargado de beneficiosos iones negativos- para que le diera el fresco.

– A lo mejor es que me he pasado con el gin-tonic -dijo la juez.

– ¿Quieres echarte un rato? -propuso Marañón-. Lo

más probable es que se trate de un bajón de tensión por el estrés que has vivido hace un rato.

– Sí, por favor, necesito tumbarme. Es como si las piernas no me sostuvieran y…

Doña Susana no consiguió terminar la frase.

Como si estuviera siendo víctima de una severa anoxia cerebral, empezó a desplomarse; gracias a los rápidos reflejos de Marañón, que la sujetó a tiempo pasándole un brazo por la espalda, evitó un impacto contra el suelo que hubiera sido escalofriante.

Lo primero que hizo el millonario, una vez que hubo tendido a la juez sobre la tarima flotante del salón, fue alejar a la decena de curiosos que en cuestión de segundos se habían arremolinado alrededor de la víctima para tratar de asistir al morboso espectáculo desde la primera fila de butacas y que con su asfixiante proximidad física la estaban privando del aire fresco que tan necesario resulta en casos de pérdida de conocimiento.

– ¡Atrás, por favor! ¡Necesita respirar! -gritaba el millonario.

Inmediatamente hizo acto de presencia el forense, Felipe Pontones, que tras indicarle a Marañón que había que levantar las piernas a la desvanecida para favorecer la llegada de sangre al cerebro, empezó a apartar a la gente con las manos como si fuera un empujador del metro de Tokyo. Solo que Pontones no llevaba guantes blancos, como los funcionarios nipones, y además estaba empleando tal energía para deshacerse de los intrusos que era evidente que tarde o temprano iba a llegar a las manos con alguno de los caballeros a los que trataba de dispersar de forma tan violenta.

– Colóquenla en decúbito lateral -ordenó Pontones-. Para evitar que la lengua le obstruya la tráquea.

En el preciso momento en que Marañón, siguiendo instrucciones del forense, tendió a la juez sobre su costado derecho, uno de los asistentes respondió a los malos modos de Pontones con un formidable empellón que provocó la aparatosa caída al suelo de este.

Marañón, al ver el panorama, levantó con ambos brazos a la juez, que debido a la extrema lividez de sus facciones parecía muerta, más que inconsciente, y le dijo a su secretario, que había aparecido en escena de la nada:

– Prepara el coche, Jaime. Yo me encargo de llevar a casa a doña Susana.

Mientras Marañón se alejaba hacia la puerta de salida, con el cuerpo inerte de la juez entre los brazos, en una estampa que a Daniel le recordó al padre de la niña ahogada por el monstruo de Frankenstein, el forense Pontones, tendido boca arriba como un galápago humano, trataba de quitarse de encima a un caballero que pesaba dos veces más que él y que había decidido darle allí mismo, en presencia de su esposa, un ejemplar escarmiento.

A pesar de que la tormenta ya había descargado, seguía flotando algo maligno en el ambiente.

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