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El subinspector Aguilar entró en el despacho de Mateos con una cara de tal jovialidad que parecía que le acababa de tocar la lotería. Era la técnica que utilizaba cada vez que tenía que darle a su jefe malas noticias: aparentaba un excelente estado de ánimo para dar la impresión de que lo que le tenía que decir no era, en el fondo, tan negativo. Lo malo es que, como llevaban ya dos años trabajando en equipo, el inspector Mateos conocía todos los trucos psicológicos de su subalterno y supo, en cuanto le vio aparecer por la puerta, que la mañana se presentaba aciaga.

– Nos han denegado las escuchas telefónicas, ¿verdad? -preguntó el inspector sin dar siquiera los buenos días al subinspector.

Aguilar simuló sorpresa. Pero en el fondo sabía que ya no tenía secretos para Mateos y que su cara de agraciado con el premio gordo de Navidad le había delatado.

– Pues sí, jefe. La juez dice que no puede ordenar una medida restrictiva de los derechos fundamentales como es una escucha telefónica, sin que concurran una serie de circunstancias que demuestren, y cito textualmente del auto de la juez, «en grado de probabilidad compatible con el comienzo de la pesquisa, que la conducta delictiva se está por cometer o se halla en curso de ejecución».

– Pues nada -se resignó Mateos-, agua y ajo: a aguantarse y a joderse.

– Lo que nos está pidiendo la juez es que argumentemos por qué queremos intervenir los teléfonos que le hemos pedido. Sobre todo el de Marañón.

– Y yo necesito las escuchas telefónicas para poder determinar quién carajo tenía interés en cargarse a ese músico. O sea, que la investigación acaba de entrar en un círculo vicioso: yo no tengo escuchas porque no tengo un sospechoso claro y no tengo sospechoso porque no tengo escuchas. ¡Hay que joderse con la legislación tan garantista que tenemos en este país!

– He conseguido bastante información sobre el testamento de Thomas.

– ¿Ahora me lo cuentas? Antes, aclárame una cosa mucho más importante. ¿De qué sabes tú francés?

– ¿Lo dices por lo del otro día con la hija de Thomas? Fueron dos palabritas de nada, jefe.

– Eso no es cierto, tenías hasta buen acento. ¿Dónde lo has aprendido? Me voy a apuntar a la misma academia.

– Viví hasta los diez años en Túnez. Mi padre era el chófer de la embajada española.

– Ya me parecía a mí que eras muy morenito de piel. Con que Túnez, ¿eh? ¿Y por qué no me lo habías dicho?

– Jefe, si quieres te cuento ahora mismo mi vida en cinco minutos. Después de estar destinado en Túnez…

– En otra ocasión. ¿Qué pasa con el testamento de Thomas? ¿Sabemos ya si la hija es la beneficiaria?

– El testamento está en Nueva Zelanda. Habrá que pedirle a la juez que solicite una comisión rogatoria para que desde allí nos manden copia autentificada del documento.

– Cojonudo, eso igual tarda tres meses. ¿Has averiguado algo más de la hija?

– Se llama Luciani porque lleva el apellido de la madre, que es corsa. En Córcega casi todos los apellidos son italianos: Casanova, Agostini, Colonna. Su madre se separó de Thomas nada más nacer ella. Tiene treinta y un años. Aunque no los aparenta: ¡qué pelo, qué piel!

– Tus apostillas erótico-festivas sobran. ¿Qué hace en España?

– Había venido para el concierto de su padre, normalmente reside en Ajaccio, Córcega.

– ¿A qué se dedica?

– Dirige un centro de musicoterapia.

– ¿Tiene coartada?

– Sí. El conserje me ha dicho que le entregó la llave de la habitación sobre las once y media de la noche. Pero es que además he hablado con esos amigos suyos, los príncipes Bonaparte, y me han dicho que Sophie Luciani estuvo con ellos hasta las tres de la mañana.

– ¿Hasta las tres? ¿Haciendo qué?

– De palique, supongo.

– Qué oportuno. Se publica en la prensa que Thomas murió entre las dos y las tres y ya hay tres personas que tienen coartada justo hasta esa hora.

– Jefe, ¿es que sospechas de la hija? Ya la viste el otro día, si se vino abajo al ver a su padre… Además…

Aguilar titubeó unos instantes y finalmente, temeroso de la reacción que podría tener su jefe, optó por dejar la frase inconclusa.

– ¿Además, qué?

– Nada, era una tontería.

– En una investigación criminal, hasta la más pequeña chorrada puede ser de utilidad. Termina la puñetera frase.

– Solo iba a decir que yo creo que la belleza y la bondad van estrechamente unidas.

– ¿Qué insinúas? ¿Que porque está buena no pudo hacerlo? Ni siquiera me voy a tomar la molestia de rebatirte esa insensatez.

– Yo ya sabía que te iba a parecer una chorrada. Pero como has insistido…

– La próxima vez, aunque te lo suplique de rodillas, te quedas callado. ¿Algo más?

– ¿Te acuerdas de que el otro día en el laboratorio la hija de Thomas nos comentó que había ido al concierto en compañía de un amigo de su padre, un tal Delorme?

– Sí. ¿Has hablado con él?

– Le he citado para esta tarde en el hotel. Se aloja también en el Palace. Su nombre es Olivier Delorme, pero no era un amigo de Thomas, como nos dijo la Luciani. Era el amigo de Thomas.

– No me jodas. ¿Thomas era homosexual? ¿Cómo lo has averiguado?

– Los Bonaparte. Que por cierto, a Delorme no lo pueden ni ver. Eso se llama homofobia, creo. Me dijeron que Thomas cambió de orientación sexual después de separarse de su primera mujer, la madre de Sophie.

– ¿Y por qué la hija no nos dijo el otro día que Delorme era la pareja de su padre?

– Tal vez se avergüence de tener un padre homosexual. O tal vez no sabía muy bien lo que había entre ellos.

– O tal vez le esté encubriendo, Aguilar. Belleza y bondad no solo no van juntas, sino que la maldad necesita muchas veces revestirse de belleza para atraer hacia sí a sus víctimas. Acuérdate de las sirenas de Ulises, que emitían cantos melodiosos con el solo fin de que los marineros se acercaran y se estrellaran contra los arrecifes.

– A propósito de cantos melodiosos, jefe. ¿Tú sabes que yo solo he estado una vez en un concierto, un recital de canto, y acabó como el rosario de la aurora? Siseadores contra chistadores, y casi se matan.

– ¿De qué hablas?

– Cuando la cantante iba a empezar, y como la gente seguía hablando, empezó un siseo generalizado solicitando silencio absoluto, para que pudiera dar comienzo el recital. Pero este siseo degeneró enseguida en una auténtica batalla de siseadores contra chistadores, que se prolongó durante casi un minuto. Los que pedían silencio a través del «ssssh» eran a su vez chistados con gesto de desaprobación por otros que, entendiendo que ya había silencio suficiente en la sala como para que pudiera dar comienzo el recital, exigían a los siseadores que cesasen de emitir cualquier tipo de sonido. Pero como los chistadores iban ganando cada vez más adeptos entre los asistentes, los siseadores empezaron a sentirse con fuerza moral suficiente para retomar un siseo que esta vez tenía por único objeto silenciar a los chistadores.

– ¿Y tú de qué lado estabas?

– Yo, callado, con los del tercer grupo, los sinrechistadores. El mundo de la música clásica es bastante pedorro.

Aguilar sacó entonces del bolsillo una fotografía de pasaporte que plantó delante de la cara de Mateos.

– ¿Quién es? ¿Mr. Proper?

– Es Delorme, jefe. Tiene cara de pocos amigos, ¿verdad?

– Todo el mundo tiene cara de pocos amigos en las fotografías del pasaporte.

– Los Bonaparte me han dicho que el tipo mide casi dos metros y que está cuadrado como un armario. Te cuento esto porque hasta ahora es la única persona a la que yo le supongo fuerza física suficiente para agarrar a un tipo de 1,80 como Thomas, meterle el gaznate en una guillotina y cortarle la cabeza.

– Estamos dando palos de ciego, Aguilar. Una no pudo hacerlo porque es atractiva. Otro es sospechoso porque es corpulento. ¿A qué estamos jugando? Esto parece el puto Cluedo: lo hizo el señor Mandarina con el hacha en la biblioteca. ¿Y sabes por qué no avanzamos? Porque no tenemos un móvil. No sabemos por qué se han cargado al músico. Cuando lo sepamos, tal vez, y solo tal vez, averigüemos quién lo hizo.

– ¿Quieres que anule el interrogatorio a Delorme? -No, pero no te centres solo en la coartada. Las coartadas se pueden falsear. O se puede encargar a otra persona que cometa el crimen por ti. Pero el móvil es la clave. Céntrate en el móvil. Averigua si el calvo este tenía una razón para matar a su pareja.

– ¿No es mejor que vengas conmigo? Cuatro ojos ven más que dos.

– No puedo, tengo que ir al juzgado. ¿Qué han dicho los criptólogos del tatuaje de la cabeza?

– Me he enterado de que la juez se presentó en el laboratorio con Pontones, el forense y un chaval joven, un musicólogo, y que este ha reconocido que las notas de la cabeza corresponden al Concierto Emperador de Beethoven. -Cojonudo. ¿Y cuándo pensaba decírnoslo? -No lo sé, jefe. Pero el caso es que ya tenemos algo. -Lo que tenemos aquí es una investigación paralela. La juez investigando por su cuenta porque piensa que los del grupo de Homicidios somos un puñado de inútiles.

– Cometimos un error de bulto con el colombiano aquel que dejamos escapar el año pasado y la juez no nos lo ha perdonado. Menuda es. -Quiero hablar con ese musicólogo. ¿Cómo se llama? -Daniel Paniagua.

– Dile que venga a Jefatura. O si no, espera, vamos a hacerlo más amable. Dime dónde puedo localizarlo y me acerco yo a verle.

– Hay otra cosa que quería comentarte. El otro día, en ese dossier que me enseñaste, se decía que Marañón está afiliado a una logia masónica. -Sí, ¿y qué?

– Pues que he conseguido una copia del juramento masónico en internet y uno de los castigos que prevén los masones para los traidores es separarles la cabeza del tronco.

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