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Esa misma tarde, un avión de Air France procedente del aeropuerto Paris-Orly depositaba en el aeropuerto de Madrid-Barajas al príncipe Louis-Pierre-Toussaint-Baptiste Bonaparte, heredero al trono de Francia y descendiente de Napoleón Bonaparte. El príncipe, un hombre de cincuenta y cinco años, pequeño y nervioso como su ilustre antecesor, era en realidad architataranieto del hermano pequeño de Napoleón, Jérôme, que había llegado a ser, entre 1807 y 1813, rey de Westfalia, un estado títere en el noroeste de Alemania creado por el emperador. Louis-Pierre viajaba en compañía de su esposa y había sido invitado por la Fundación de Amigos de Napoleón, ubicada no lejos del consulado francés, para ofrecer, esa noche, una conferencia sobre su ilustre antepasado titulada «El pequeño cabo», uno de los apodos que había recibido en vida el general. Dado que la posibilidad de recuperar algún día el trono de Francia no era más que una quimera -su país era quizá la República más célebre del mundo y además había otros aspirantes al trono, como los orleanistas y los borbones- el príncipe había atemperado sus ansias de grandeza y se había concentrado en la política local. En Ajaccio, la capital de Córcega, cuna de los Bonaparte, Louis-Pierre era toda una celebridad y podía llegar a convertirse, en las próximas elecciones, en el alcalde más votado de la turbulenta historia de la isla.

En la actualidad, su principal fuente de ingresos eran las actividades en torno a su ilustre antecesor, que seguía desatando pasiones en el mundo entero: seminarios, conferencias -por las que nunca facturaba menos de seis mil euros- y por supuesto, libros sobre Napoleón, uno de los cuales, Infierno en Santa Elena, llevaba semanas en la lista de los libros más vendidos de Le Figaro Littéraire.

Y aunque ni el príncipe ni su esposa eran demasiado melómanos, ambos tenían pensado aprovechar su estancia en España para aceptar la invitación que su íntima amiga Sophie Luciani, hija del primer matrimonio de Ronald Thomas, les había hecho llegar para asistir al singular concierto que su padre iba a dirigir al día siguiente, en casa de Jesús Marañón, para un puñado de privilegiados.

Tras pasar el control de policía y recoger el equipaje, Louis-Pierre y su esposa advirtieron que la Fundación había enviado a recogerles a una persona que portaba en las manos un rótulo con la inscripción mr. bonaparte. Los príncipes le hicieron una seña para identificarse y el tipo se acercó solícito para ayudarles con las maletas.

– ¿Han tenido un buen vuelo?

– Bueno, excepto por el retraso -dijo el príncipe-. ¿Vamos al hotel?

– Me temo que debido a la demora del avión -respondió el asistente mientras empezaba a empujar el carrito de equipajes en dirección al aparcamiento-, nos vemos obligados a ir directamente a la Fundación.

Merde! -dijo la princesa-. Yo necesito darme por lo menos una ducha antes de la conferencia de mi marido. Además quiero ver a Sophie.

– Hagamos una cosa -propuso el príncipe-. Deje a mi esposa en el hotel y lléveme luego a mí directamente al salón de actos. Total, mi mujer ya se sabe la conferencia de memoria.


Tres horas más tarde, la conferencia del príncipe Bonaparte había llegado a su fin y el moderador había abierto un turno de preguntas en el que los asistentes, a diferencia de lo que suele ocurrir con frecuencia en este tipo de actos, estaban participando activamente. Un joven preguntó:

– Ha dicho usted hace un rato que tiene la certeza de que el emperador fue envenenado en Santa Elena. ¿Tiene alguna prueba?

– Si se refiere a alguna prueba forense, desde luego que no -respondió el conferenciante-. Tengan en cuenta que mi tío murió en 1821, y hasta 1836 no se descubrió el test de Marsh, que permite detectar en un cadáver hasta el más pequeño rastro de arsénico, incluso muchos años después de que se haya producido el fallecimiento.

– Pero ¿envenenado por quién? -preguntó una anciana. ¿De quién sospecha?

– Del gobernador de la isla, naturalmente. Que era un varón, por si lo quiere saber. Lo aclaro porque son ustedes, las mujeres, las que tienen fama de envenenadoras.

Hubo algunas risas entre los asistentes.

– Aunque la aclaración es superflua -prosiguió el príncipe- porque, si incluso hoy es difícil imaginárselo, en aquella época era literalmente impensable una mujer al frente de una guarnición militar.

– ¡Envenenado por los ingleses! ¿Tiene alguna prueba? -preguntó un señor de grandes orejas que no podía disimular su acento británico.

– No. Pero cuando el emperador llegó a esa isla de mala muerte en la que le encerraron los ingleses tenía cuarenta y siete años y una salud excelente. A los pocos meses se le empezaron a hinchar las piernas y comenzaron los achaques: dolores de cabeza, diarreas, insomnio. Su repentina mala salud se prolongó a lo largo de seis años, y durante las semanas previas a su fallecimiento, estuvo vomitando varias veces al día. Él mismo llegó incluso a insinuar que estaban envenenándole, que no me parece una idea descabellada, si tenemos en cuenta que uno de sus camaradas y dos de sus sirvientes habían muerto en la isla antes que él.

– ¿Nos podría contar algo más de su presunto envenenador? -preguntó el moderador-. ¿Y qué razones tenía para envenenar a su tío?

– El asesino fue, casi con certeza, el gobernador de la isla, sir Hudson Lowe. Era un tipo rígido e inflexible que se dedicó a aplicar las directrices sobre seguridad que le había dado su ministro de manera implacable. No estaba dispuesto a correr el riesgo de que mi antepasado le dejara en ridículo fugándose -ya lo había hecho de Elba en 1815- una segunda vez. Humillaba al general con prohibiciones absurdas, por ejemplo, no le dejaba montar a caballo sin que le siguiera un escolta. Santa Elena no tenía ni siquiera puerto, así que los barcos tenían que fondear en la bahía. Los acantilados eran de 300 metros. ¿Adónde podría haber ido mi pobre antepasado? ¡Era absurdo! Napoleón tampoco consiguió que el gobernador le llamara majestad, como era su deseo. Tuvo que resignarse al tratamiento de general Bonaparte.

– Una auténtica desgracia -dijo irónicamente el espectador inglés-. Yo no hubiera podido sobrevivir a semejante humillación. Pero de lo que usted cuenta a la acusación de asesinato hay un buen trecho. Perdóneme, pero he leído en algún lugar que últimamente se da más crédito a la posibilidad de que Napoleón muriese de un cáncer de estómago o de algún trastorno hepático.

Tras fulminar con la mirada al inglés, el príncipe Bonaparte dijo sin poder disimular su irritación:

– ¡Paparruchas! Como saben, Napoleón fue enterrado en Santa Elena, pero como he dicho en la conferencia, en 1840 se exhumaron sus restos, que estaban muy bien conservados, y se llevaron a París. Un siglo después, a comienzos de los sesenta, un equipo de investigación, del que formaban parte un dentista y un experto en toxicología, analizó los síntomas de los que se quejaba Napoleón y vieron que encajaban con los de un envenenamiento progresivo con arsénico. El equipo pudo conseguir algunos cabellos del emperador, que al parecer le fueron cortados al día siguiente de su fallecimiento.

El príncipe debió de darse cuenta de que se estaba acalorando en exceso y se detuvo un momento para dar un trago al vaso de agua que no había tocado durante la charla. Luego continuó:

– Estas muestras de pelo fueron analizadas con procedimientos altamente sofisticados y se llegó a la conclusión de que había en ellas una presencia de arsénico muy superior a la normal. Créanme, mi antepasado fue asesinado, y la única persona con un móvil plausible era su archienemigo en la isla, el gobernador Lowe, que tras su muerte pudo vivir sin la angustia de ser puesto en evidencia por el prisionero más famoso de la historia.

Una mujer rubia que había llegado con algo de retraso a la conferencia y no había podido ya encontrar sitio en el patio de butacas dijo de pie, desde el fondo de la sala:

– ¿Y qué pasa con Beethoven?

La pregunta fue formulada en un tono de voz tan impertinente que pareció más bien una blasfemia. Decenas de asistentes volvieron la cabeza para tratar de identificar a la mujer, que se ocultaba tras un gorro de tela marrón y unas gafas oscuras. Durante varios segundos el revuelo en la sala fue comparable al que se hubiera armado en una boda de haber aparecido un segundo pretendiente en plena ceremonia. El moderador y el príncipe intercambiaron en la mesa algunas frases al oído, que tenían por objeto establecer si la pregunta debía ser o no soslayada, y cuando se hizo evidente en la sala que el conferenciante no pensaba esquivarla, el público calló rápidamente para no perderse ni un solo detalle de su reacción.

– ¿Beethoven? -dijo el príncipe-. Perdone, pero no sé adónde quiere ir a parar.

– Beethoven odiaba a Napoleón. Hasta el punto de que le retiró la dedicatoria de su Sinfonía Heroica cuando se enteró de que había traicionado los ideales de la Revolución francesa autoproclamándose emperador.

El príncipe prorrumpió en una carcajada de estupefacción.

– ¡Y luego me acusan a mí de creer en conspiraciones! ¿Insinúa de verdad que Beethoven pudo tener algo que ver con el envenenamiento de Napoleón?

– Beethoven, señor mío, estuvo íntimamente ligado a la más perversa de las sociedades secretas de aquel tiempo, los Illuminati. No sé si sabe que la Cantata por la muerte del emperador JoséII que compuso Beethoven fue financiada directamente por esta secta.

– Los Illuminati simpatizaban con el emperador austríaco -respondió Bonaparte algo nervioso-. Muy bien. ¿Y qué?

– Que Austria, mi querido príncipe, era enemiga mortal de Napoleón.

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