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El inspector Mateos llevaba tanto tiempo sentado en la misma postura -las piernas cruzadas sobre la mesa de su despacho y las manos atrás, colocadas a modo de reposacabezas- que a su ayudante, el subinspector Aguilar, le entraron ganas de echarle una moneda, como se hace con las estatuas vivientes para que cambien de posición. En vez de eso, dijo:

– ¿Te traigo un café, jefe?

Mateos pareció no haber escuchado la voz del subinspector, tan absorto estaba ordenando la información sobre el caso Thomas que se le amontonaba en la cabeza. Pero la pregunta cumplió la misma función que la moneda, porque nada más oírla, abandonó su pose y retiró las piernas de la mesa. Y además demostró que sí había oído la pregunta, porque dijo:

– Sí, con azúcar por favor.

– ¿Con azúcar? ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro. Aunque nunca lo tomo con azúcar, me hace falta cuando tengo que cavilar tanto. El cerebro es nuestro órgano más voraz, Aguilar, se come el sesenta por ciento del azúcar que fluye por el torrente sanguíneo, unas cuatrocientas cincuenta calorías por día. Y como además no puede almacenar energía en forma de grasa o glicógeno, como otras partes del cuerpo, necesita aprovisionarse constantemente de carburante.

– ¿Te traigo dos sobrecitos entonces?

– Tampoco hay que pasarse.

A los dos minutos, el subinspector Aguilar regresó con un par de cafés.

– ¿Y por qué tienes que cavilar tanto, inspector?

– Olivier Delorme me contó una historia, cuando tú fuiste a por el coche, que habría que investigar. Como ya sabemos, en el mismo hotel en el que se aloja la hija de Thomas hay un individuo que también conocía a la víctima, y que es descendiente de Napoleón Bonaparte. Para ser exactos, es architataranieto del hermano pequeño de Napoleón, y ahora mismo uno de los herederos legítimos del trono de Francia.

– ¡Pero si en Francia no hay trono!

– Lo sé. Y aquí en España no hay república pero existen partidos republicanos.

Se oyó el ulular bastante cercano de un coche patrulla y Mateos vio que su ayudante se había distraído. Por un momento pensó que iba a empezar a aullar, como hacen a veces los perros cuando escuchan una sirena. Esperó a que se alejase el coche patrulla y luego prosiguió su relato:

– Este individuo tiene un palacete en Ajaccio en el que se ha descubierto recientemente un cuadro de Beethoven del que nadie había oído hablar jamás. ¿Y a que no adivinas quién descubrió que el cuadro era de Beethoven?

– ¿Thomas?

– Exacto. Los Bonaparte habían tenido ese cuadro en su casa toda la vida, pero pensaban que se trataba del retrato de un médico.

– Un momento, me he perdido. ¿Y cómo llegó Thomas a trabar conocimiento con los Bonaparte?

– A través de su hija, Sophie, que es musicoterapeuta. La madre de Sophie Luciani es corsa y tiene una mansión fabulosa en la isla. La hija también vive en Ajaccio y allí ejerce su profesión. Según me contó Delorme, la esposa de Bonaparte es una histérica de tres pares de narices, aquejada de todo tipo de males, la mayor parte de ellos imaginarios. Una de sus dolencias habituales era el insomnio, que solo conseguía vencer a base de fármacos.

– ¿Tenía insomnio imaginario?

– ¿Cómo dices?

– ¿Ella creía que no podía dormirse pero en realidad sí se dormía?

– Estás de cachondeo, ¿no?

– Me acabas de decir que la mayoría de sus males eran imaginarios.

– No, no, parece ser que era insomnio, con mayúsculas. Al principio lo combatía con pastillas, pero las píldoras no son la solución, porque al día siguiente te levantas cansado o irritable.

– Y además producen adicción.

– Tú lo has dicho. La princesa Bonaparte desarrolló un cuadro de dependencia a los fármacos tan brutal que el marido, asustado, cogió un día y le tiró todas las pastillas al fregadero. Entonces empezaron los verdaderos problemas, porque al insomnio que padecía se sumó el mono por carecer de somníferos. En la peor época (Delorme jura que estuvo al borde del suicidio) llegó a permanecer hasta cuatro días seguidos sin dormir, lo cual la llevó a tener alucinaciones, a no recordar el alfabeto, en fin, un infierno. Veía sus zapatos llenos de telarañas, insectos repugnantes sobre su escritorio, como un delírium trémens. Y fue entonces cuando alguien les habló de la musicoterapia de la hija de Thomas, y acudieron a ella como quien está ya desahuciado por la medicina convencional y pide ayuda a una bruja o a un curandero.

– Y por lo visto dio resultado.

– Sí. Delorme asegura que la mejoría se produjo en dos semanas, y la curación total en tres meses, con lo que la tal Jeanne-Françoise, que es como se llama la mujer, quedó eternamente agradecida a Sophie Luciani por haberla librado de un tormento inenarrable y se hicieron íntimas amigas.

– Tiene guasa la cosa.

– ¿A qué te refieres?

– Esta señora se cura el insomnio escuchando música, y yo muchas noches no puedo dormirme hasta las tantas por la música que viene del pub que tengo abajo.

– Eres policía, ¿no? Mételes un paquete.

– Yo no valgo para eso. Si les cierran el local, tampoco voy a poder dormir, por la culpa.

– No se puede ser poli y buena persona, te lo he dicho decenas de veces.

– ¿Cómo descubrió Thomas el cuadro?

– Hace varios meses, la princesa Bonaparte invitó a cenar a su palacio a Sophie y a su padre. A Delorme no le invitaron porque era gay.

Durante unas décimas de segundo, la punta de la lengua del inspector Mateos asomó por entre los labios, y como estaba oscura por el café, a Aguilar le pareció la lengua de un lagarto venenoso. Había leído en algún sitio que los lagartos, al igual que las serpientes, asoman la lengua para oler a sus presas.

– El cuadro -continuó el inspector- estaba en un pequeño salón de paso del palacio Bonaparte en Ajaccio. Nadie le había prestado nunca la menor atención. Al terminar de cenar, la princesa quiso mostrarle la mansión al padre de Sophie y cuando pasaron por delante del retrato, a Thomas le llamó la atención inmediatamente.

– ¿Entendía de pintura?

– Ni una palabra. Pero en cuanto lo vio, les dijo a los príncipes que la pintura era un retrato de Beethoven. Cómo era un experto en la materia, en Beethoven, quiero decir, le creyeron a pies juntillas. Ahora, el príncipe lo ha cedido para una exposición en Munich.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo, inspector?

– Pues sí: que si el príncipe Bonaparte tenía en su casa un retrato de Beethoven que nadie conocía, ¿por qué no iba a estar en su casa el manuscrito de la Décima Sinfonía?

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