27

Mientras, en casa de Marañón, Daniel Paniagua aguardaba con el teléfono en la mano a que Blanca, la secretaria de Durán, le pusiese al aparato al inspector de policía. Tras unos instantes de incertidumbre, por fin oyó una voz profunda, como de bajo operístico, que le dijo desde el otro lado de la línea:

– ¿Señor Paniagua? Soy el inspector Mateos, del Grupo de Homicidios n.° 6. No puedo enseñarle la placa de identificación, pero su secretaria sí ha visto mis credenciales.

En un segundo plano, Daniel pudo oír la voz de Blanca:

– ¡Es un policía de verdad, puedes fiarte!

– Me he presentado en su Departamento sin avisar -siguió diciendo el policía- porque estaba seguro de encontrarle aquí. El señor Durán me dijo que pasa usted gran parte del día en la oficina.

– Y es cierto, pero hoy tenía una cita. ¿Qué ocurre?

– Prefiero contárselo en persona, no me importa volver esta tarde. ¿A las cinco le viene bien?

– Sí, por supuesto.

Nada más colgar el teléfono, Daniel oyó los pasos de Marañón detrás de él y al volverse vio que se había vestido de sport, con un polo de color blanco y unos pantalones cortos azules que le llegaban hasta la rodilla.

– Ya estoy contigo. Ven, no estés de pie, siéntate en esa butaca junto a la chimenea.

Daniel obedeció a su anfitrión, que sin embargo permaneció de pie, acodado en la repisa del hogar, mientras encendía un purito cuyo aroma le resultó a Daniel de lo más empalagoso.

– Háblame de ese Concierto Emperador -dijo con una sonrisa que sirvió para suavizar el tono autoritario de la voz.

– Normalmente no hubiera tenido problema en reconocer las notas, porque estaban en la tonalidad original.

– Mi bemol, ¿no? Una tonalidad masónica, tres bemoles en la armadura.

Marañón estaba en lo cierto. Los compositores masones, con Mozart a la cabeza, utilizaban a menudo tonalidades con tres alteraciones cuando querían homenajear a su logia o a un miembro distinguido de la misma porque tres es el número mágico de la masonería.

– Es muy probable que se trate de una pieza masónica -dijo Daniel-, por más que no haya constancia de ello. La masonería, así como otras sociedades secretas afines, como los Illuminati, estaban perseguidas en Europa a comienzos del siglo XIX y es muy posible que la documentación relativa a la filiación masónica de Beethoven haya sido destruida.

Daniel apartó con la mano el humo que le llegaba del puro de Marañón y continuó:

– En el caso de las notas que había en la cabeza de Thomas, no solo cambia el ritmo, sino que hay unos silencios insertados que no existen en la pieza original. Como si hubieran querido aislar cada bloque de notas con un separador. Eso fue lo que me despistó más.

– ¿Qué hay del nombre del concierto? ¿Por qué se llama Emperador?

– El Concierto Emperador se llama en realidad Concierto para piano n.° 5 en mi bemol mayor, op. 73. El sobrenombre Emperador no lo ideó Beethoven, y no parece que haga alusión a ningún emperador de la época, ni siquiera a Bonaparte, al que Beethoven estuvo a punto de dedicar la Heroica. Aunque el autor del famoso apodo no está nada claro, la mayoría de los historiadores se inclinan por la persona de Johann Baptist Cramer, un virtuoso del piano de origen alemán a quien el maestro consideraba el más grande pianista de la época. El hecho de que Beethoven hubiera aceptado sin rechistar el sobrenombre revela el gran respeto que este debía de profesar a su amigo, ya que rara vez permitía que nadie se entrometiera en los títulos de sus obras.

– Pero ¿cuál es la conexión imperial? -exclamó impaciente Marañón.

– No está clara. Tal vez se deba a la persona a la que estaba dedicado el concierto, el archiduque Rodolfo, hijo del emperador Leopoldo II y hermano menor del emperador Francisco II. Este archiduque, que dicen que fue el único alumno de composición que Beethoven aceptó en su vida, el resto eran alumnos de piano, llegó a cardenal en 1819, y protegió con tal ahínco al genio que este, en agradecimiento, le dedicó catorce de sus composiciones, incluido el Concierto para piano n.° 5.

– También debió de pertenecer a alguna logia, estoy seguro.

– Desde luego le protegió como dicen que se protegen los masones entre sí. En 1809, el archiduque tuvo conocimiento de que Beethoven estaba a punto de aceptar el puesto de maestro de capilla en Kassel. La oferta se la había hecho, precisamente, el hermano pequeño de Napoleón, Jérôme, que estaba de rey en Westfalia. Rodolfo, que quería evitar como fuese la marcha de su admirado amigo, organizó un lobby pro Beethoven al que se sumaron el príncipe Lobkowicz y el príncipe Kinsky, y entre todos aseguraron al genio un estipendio anual de cuatro mil florines a cambio de la promesa de que este permanecería en Viena hasta su muerte. Beethoven aceptó, y el archiduque mantuvo su salario vitalicio a pesar de que Kinsky falleció en 1812 a consecuencia de una caída de caballo y Lobkowicz se hundió en la bancarrota como consecuencia de la pavorosa depreciación de la moneda que se había producido en 1811. Pero la simpatía que le tuvo siempre el archiduque Rodolfo al de Bonn no se hizo extensiva a su hermano el emperador, de quien se dice que desconfiaba de toda música, no solo de la de Beethoven, por entender que había en ella algo intrínsecamente revolucionario.

– ¿Estás completamente seguro de que el concierto no guarda ninguna relación con Napoleón Bonaparte?

– Yo no he dicho eso. Beethoven estuvo trabajando en el concierto Emperador bajo durísimas condiciones, durante el bombardeo con el que las tropas de Napoleón castigaron Viena en 1809. Según un discípulo de Beethoven, este se vio obligado por el fuego de artillería a abandonar temporalmente su domicilio para refugiarse en el sótano de la casa de su hermano, donde permaneció un día entero con una almohada protegiendo su cabeza, para amortiguar el fragor de los cañones, mientras componía el concierto. Viena se rindió a las tropas de Napoleón al día siguiente.

Marañón permaneció en silencio durante largo rato, como si estuviera procesando la información que le acababa de dar Daniel. Luego tiró el puro a la chimenea y dijo:

– Quiero encontrar la partitura de Thomas, Daniel. Si consigues una pista que me lleve hasta su localización puedo compensarte con mucho dinero. ¿Qué te parece medio millón de euros?

A Daniel no le dio tiempo a reaccionar a la propuesta porque en ese momento fueron interrumpidos por un individuo de aspecto cadavérico y modales parsimoniosos, que resultó ser el secretario personal del millonario.

– ¿Sí, Jaime? -preguntó Marañón.

– Acaba de llegar, don Jesús. La han dejado abajo, ya montada.

– Perfecto. Tenía miedo de que se hubiera extraviado el enrío y estuviera muerta de risa en el almacén de algún aeropuerto de mala muerte. Ven, Daniel, acompáñame. Para que veas que no solo de música vive el hombre.


Bajaron por una escalera exterior al espacioso sótano de la mansión y Daniel se topó de bruces con un auténtico museo medieval de la tortura. No conocía el nombre de ninguno de los aparatos que el multimillonario tenía allí expuestos, excepto quizá el garrote, por ser genuinamente español y haberlo visto en la inolvidable película de Berlanga El verdugo. Marañón no perdió el tiempo mostrándole los distintos artefactos que había ido coleccionando a lo largo de los años y fue derecho hasta su nueva adquisición, una silla de interrogatorios de la Santa Inquisición por la que había pujado por teléfono en una sala de subastas en San Gimignano, Italia. Marañón se quedó contemplándola, embelesado, como si fuera un cuadro de Tiziano. Puso una mano sobre el respaldo y luego dijo:

– ¿Qué te parece?

– Es espeluznante.

– Sobrecogedora, diría yo. Mi mujer detesta la sola idea de tener aquí abajo esta auténtica galería del horror. Una vez hasta me amenazó con divorciarse de mí si no accedía a liquidar la colección. Ya sabes cómo son las mujeres: cuando comienzan a distanciarse de uno, empieza a parecerles odioso todo lo qué antes les hacía gracia.

Marañón dio un par de golpecitos con su anillo sobre el respaldo de la silla inquisitorial.

– Para mí esto es el equivalente de la máquina del tiempo de H. G. Wells. Me basta mirarla para olvidarme de que estoy en este siglo de mierda y sumergirme de lleno en el siglo XVIII. Esperabas que dijera la Edad Media, ¿verdad? Nuestra mente solo puede asociar algo tan primitivo y tan brutal a una época de oscurantismo y de tinieblas. Pues aunque te parezca mentira, sillas como la que ves aquí fueron empleadas en países tan ilustrados como Inglaterra y Alemania incluso hasta finales del siglo XIX.

La silla de interrogatorios era en realidad un gran sillón de madera con brazos, de alto respaldo, tapizado por dentro por mil trescientos clavos, distribuidos uniformemente por toda la superficie. A la altura de las espinillas y de los antebrazos, tenía sendas barras metálicas, conectadas a un torno de rosca, mediante las cuales era posible oprimir las piernas y los brazos del reo contra las puntas de metal, para atravesarle la carne. El asiento, que también estaba forrado de primitivos clavos de hierro, disponía de varios orificios para poder alimentar el interior de brasas incandescentes, con objeto de provocar severas quemaduras a la víctima, pero sin llegar a hacerle perder la consciencia.

– Aunque como puedes ver, los clavos no están demasiado afilados, he podido averiguar que este artefacto era un modelo de eficacia. ¿Me permites?

Marañón apartó a Daniel a un lado y para su sorpresa, fue a sentarse en la silla inquisitorial. No dio la menor muestra de dolor ni de fastidio y una vez instalado en ella, introdujo brazos y piernas por debajo de las barras metálicas y continuó hablando como si se hubiera subido al taburete de una cafetería.

– Lo que inflige dolor en el reo no son tanto los clavos como la idea de gradualidad; por eso están los tornos. La amenaza psicológica de que la tortura puede ser infinitamente mayor a medida que brazos y piernas van siendo comprimidos contra esta auténtica alfombra de púas es mucho más efectiva que la ejecución misma del daño físico, pues no hay mayor tormento que el de la propia imaginación. Aun así, tengo curiosidad por saber hasta qué punto eran efectivas estas barras. ¿Tienes la bondad, por favor?

Marañón, que tenía ya brazos y piernas inmovilizados bajo las varas de metal, hizo un gesto con la cabeza en dirección al torno, situado a un costado de la silla. Al ver que Daniel vacilaba, soltó una carcajada.

– Vamos, solo una vuelta. Es imposible que puedas lastimarme con una sola vuelta, fíjate en la holgura que hay.

Daniel comprobó que, efectivamente, había aún bastante espacio entre las extremidades de Marañón y el felpudo de clavos y decidió que podía complacer sin violentarse el capricho del millonario. Al girar el torno, el chirrido de los oxidados engranajes resonó contra las paredes de piedra del sótano como los gastados goznes de la cancela de un calabozo.

– Un poco más -pidió Marañón.

– Yo creo que ya es suficiente. Además, debo marcharme ya. Tengo una clase dentro de media hora.

Marañón tenía la cabeza apoyada contra el respaldo de la silla y había cerrado plácidamente los ojos, como mecido por aquel artefacto infernal. De repente abrió los párpados y dijo con una sonrisa.

– Espera, voy a hacer que te acompañen. ¡Jaime!

El secretario apareció como un perro obediente a la llamada de su amo y empezó a girar el torno para liberar a Marañón. Este, al ver que la presión de las barras disminuía, dijo con frialdad:

– En el otro sentido.

El asistente vaciló durante un instante y luego comenzó a oprimir los brazos y las piernas del reo sin mayores aspavientos. Cada golpe del torno, que estaba visiblemente oxidado, producía un inquietante gemido metálico, como si fuera la silla y no la persona sentada en ella, la que estuviera soportando la tortura. Marañón había vuelto a apoyar la cabeza contra el respaldo y en su rostro era imposible detectar la menor emoción, ni de placer ni de dolor. Hasta que llegó un momento en que aquel viejo mecanismo aherrumbrado se negó a seguir dando vueltas y al secretario le fue imposible continuar. Marañón dio por terminado el experimento y volvió la cabeza hacia Daniel, aunque sus palabras estaban destinadas, en realidad, al secretario, al que no se dignaba mirar.

– Hay que engrasar el mecanismo de cabo a rabo. Está bien, Jaime, ya puedes liberarme.

Al cabo de tres vueltas de torno, los brazos y las piernas de Marañón empezaron a recuperar la movilidad. Solo Daniel se percató de la gota de sangre que, escurriéndose desde el reposabrazos, fue a estamparse silenciosamente contra el suelo, dejando en él un borrón tan oscuro como las manchas del moho que corroían los húmedos muros del sótano.

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