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Cuando Daniel llegó a su ansiada cita con Marañón, le abrió la puerta una doncella brasileña, que en vez de conducirle hasta un salón, como habría sido lo normal, le llevó hasta el gimnasio que el excéntrico millonario utilizaba para ponerse en forma. Este saludó a Daniel hablándole al galope desde una cinta de correr de última generación, que estaba funcionando a gran velocidad. Su estado aeróbico debía de ser excelente, porque a pesar del notable esfuerzo físico que estaba realizando, apenas jadeaba al hablar.

– Hola, Daniel, perdona que te reciba en el gimnasio, pero he tenido una discusión con la bruja de mi mujer esta mañana yme ha sido imposible terminar mi tabla de ejercicios, así que en estos momentos intento recuperar el tiempo perdido. ¿Cómo andas tú de forma?

– Procuro hacer jogging siempre que puedo.

– Debo darte la enhorabuena. Ya me he enterado de que has reconocido a qué pieza pertenecen las notas que se hizo tatuar Thomas en la cabeza: el concierto Emperador de Beethoven.

– Pues cómo vuelan las noticias.

– Yo me entero de las cosas a veces incluso antes de que ocurran. Quería una charla contigo porque en mi doble condición de aficionado a la música y a los secretos estoy enormemente interesado en la solución de este enigma.

La cinta de correr, que estaba programada para detenerse de manera automática después del ejercicio, dejó de rodar bajo los pies de Marañón y este, tras un instante de vacilación, en el que su cuerpo se acostumbró al estado de reposo, se secó el sudor de la cara con una toalla y a continuación le dio la mano a Daniel de una manera muy particular, tocando con su pulgar el nudillo superior de su dedo índice. Daniel no dijo nada, pero advirtió que el millonario llevaba en esa mano un anillo con sello muy particular, y como este se dio cuenta de que le había llamado la atención, se lo quitó del dedo para que pudiera observarlo de cerca.

– Esto es el escudo del antiguo reino de Escocia. A diferencia de Beethoven, del que espero que hablemos largo y tendido esta mañana, yo sí procedo de noble estirpe. Mi madre se apellida Stuart. ¿Puedes leer el lema de nuestro clan? «Nemo me impune lacessit», «Nadie me hiere impunemente». O lo que es lo mismo, el que me la hace, me la paga.

– En ese caso, confío en no tenerle nunca como enemigo -expresó Daniel con una sonrisa que en el fondo solo intentaba disimular su ansiedad.

– Al contrario, tú y yo vamos a convertirnos en muy buenos amigos. Acompáñame a la zona de musculación mientras me vas contando cosas del Concierto Emperador.

– Yo encantado -dijo Daniel-, aunque la verdad es que también quiero pedirle algo.

– Hay pocas cosas que no pueda hacer por un amigo, si me lo propongo. ¿Qué necesitas?

– ¿Me puede usted facilitar una partitura o una grabación del concierto que dio Thomas antes de morir?

Marañón, que se había agachado a coger un par de mancuernas, se incorporó inmediatamente y miró fijamente a Daniel, como si estuviera intentando adivinarle el pensamiento.

– ¿Es por interés musicológico?

– ¿Qué quiere decir?

– Durán me ha contado que estás escribiendo un ensayo sobre Beethoven.

Daniel no estaba seguro de si debía confiarle sus sospechas sobre el concierto a Marañón y empezó a divagar.

– La verdad es que la de Thomas es una reconstrucción muy interesante. Y también bastante arriesgada, claro, porque partía de un material original mucho más escaso que otros de sus colegas. Estoy hablando de Derick Cooke, que terminó la Décima de Mahler, o de Wolfgang Graeser, que hizo lo propio con El arte de la fuga de Bach. También está el interesantísimo trabajo de Glazunov, que terminó la Tercera de Borodin.

Marañón le escuchaba en silencio, mientras hacía sus ejercicios de pesas, aunque Daniel se dio cuenta, por la expresión socarrona de su interlocutor, que había gato encerrado en la conversación.

– Ahora hablaremos de la originalidad del trabajo de Thomas -dijo por fin el millonario, con un cierto retintín en la voz-. Pero antes quiero contestar a tu pregunta: no, no tengo la partitura del concierto y como Thomas me pidió expresamente que no se grabara y yo le di mi palabra, tampoco te puedo facilitar una grabación.

– Eso sí que es un contratiempo -se quejó Daniel, un poco abatido-. ¿Qué quería saber del concierto Emperador?

Marañón parecía no haber escuchado la pregunta, porque lo siguiente que dijo fue:

– Daniel, yo no pude ver la partitura de Thomas pero sí conozco los cincuenta fragmentos de Beethoven de los que partió para reconstruir el primer movimiento. Además del hecho indiscutible de que no hay manera de saber si estaban todos destinados a la misma sinfonía, algunos no son mucho más que simples garabatos, anémicos pentagramas en los que no está escrita ni la clave, ni la armadura con la tonalidad, ni el compás.

– Ya he dicho que, precisamente por eso, el trabajo de Thomas me parece muy meritorio.

– ¡El trabajo de Thomas es una farsa! -replicó Marañón, levantando la voz-. Un compositor mediocre no puede llegar a alcanzar resultados tan sublimes como los de la otra noche, partiendo solo de un puñado de bocetos.

En vez de depositar con suavidad las mancuernas en el suelo, Marañón las dejó caer con gran estrépito, como si de repente hubiera caído presa de un violento ataque de cólera. Después, se sentó en un banco de abdominales.

– Lo que Thomas tocó aquí el otro día era el primer movimiento auténtico de la Décima Sinfonía de Beethoven.

– ¿Se lo dijo él abiertamente?

– No, por supuesto. Él mantuvo hasta el final que la mayor parte de la música había salido de su magín. Pero, además de haber hecho mis averiguaciones sobre los fiascos de Thomas como compositor, que fueron tan sonados como sus éxitos como musicólogo y director de orquesta, mi instinto me falla pocas veces: la música era íntegramente de Beethoven. Yo no suelo emocionarme fácilmente, pero la otra noche fue mágica. Nos embrujó a todos, ¿no estás de acuerdo?

– Totalmente. Y debo confesarle que yo también he llegado al mismo convencimiento en lo tocante a la originalidad de la obra.

– ¡Pero si acabas de decirme que se trata de una reconstrucción muy encomiable!

– Lo he dicho porque no me atrevía a expresar abiertamente mis sospechas, ya que no puedo demostrarlo. Necesitaría la partitura o la grabación del concierto para estar seguro.

– Estamos en petit comité, hombre. ¿A ti qué es lo que te ha llevado a sospechar que la música era de Beethoven?

– Decía el maestro Leonard Bernstein que la música de Beethoven es tan especial porque posee lo que él llama «el sentido de la inevitabilidad». Se trata de esa sensación que se despierta en el oyente de que cada frase musical solo puede dar paso a la siguiente, y solo a esa, de que cada disonancia ha de resolverse en un acorde concreto y solamente en ese. Beethoven siempre fue un compositor extremadamente preocupado por la economía de medios, obsesionado por eliminar de sus composiciones cualquier pasaje superfluo. Eso es sin duda lo que produce la «inevitabilidad» en su música, la sensación que tiene el oyente de que todos y cada uno de los elementos de la composición son imprescindibles. Pues bien, la sinfonía de la otra noche estaba dentro de esta categoría.

– ¡Bien por el maestro Bernstein! Pero volviendo a Thomas y a su tatuaje, no creo, como piensa la policía, que se trate de un mensaje.

– ¿Qué quiere decir?

– Para mí que no estamos ante el caso narrado por Heródoto. En aquella ocasión, el esclavo tatuado era un correo enviado por Histieo a Aristágoras para que se sublevase contra los persas. Aunque Thomas ha copiado de Heródoto la idea de esconder el mensaje bajo el pelo, creo que su tatuaje es más bien un recordatorio.

– ¿Un recordatorio? Pero ¿de qué?

– Del lugar en el que está el manuscrito de la Décima.

– ¿Como un mapa del tesoro?

– Probablemente. Es muy posible que esas notas señalen el camino para llegar a la partitura. Thomas podía permitirse el lujo de llevar el mapa encima porque lo tenía oculto y encriptado.

– ¿No estamos aventurando demasiadas conjeturas?

– Antes has citado a Bernstein. Déjame que cite yo ahora a otro músico, aunque sea aficionado. Sherlock Holmes, además de tocar el violín en sus ratos libres, solía decirle a Watson: «Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, ha de ser la respuesta correcta».

– Sí, pero también decía que es temerario aventurar hipótesis cuando no se tienen suficientes datos.

– Thomas era muy despistado. De hecho, el día del concierto se dejó la batuta en mi casa. Por otro lado, es de perogrullo que si tienes algo muy importante, de lo que no puedes olvidarte, lo más sensato es apuntarlo. Y tenerlo a mano. ¿Sabes dónde guardo yo el papel con la combinación de mi caja fuerte? En un libro que hay en la estantería del salón de lectura, ¡que es donde tengo la caja fuerte!

– Dígame en qué libro -bromeó Daniel.

– Me temo que lo he olvidado -respondió Marañón-. ¡Por culpa de ese alemán!

– ¿Qué alemán?

– Alzheimer.

Marañón dio por terminada su sesión de fitness y le pidió a Daniel que le acompañara a la planta superior, donde pensaba ofrecerle un café. Para su asombro, utilizaron un modernísimo ascensor para subir un solo piso.

– Es por si algún día me tuerzo un pie en la cinta de correr -aclaró Marañón a modo de disculpa.

Daniel miró el reloj y su anfitrión interpretó que tenía prisa.

– Si tienes que hacer, podemos continuar la charla otro día.

– No, le he pedido a un colega que dé la clase por mí. Pero como empiezo siempre a esta hora, me queda el reflejo mecánico de consultar el reloj.

Pasaron a un pequeño salón, muy confortable, donde Marañón dejó esperando a su invitado.

– Voy a ducharme y bajo en tres minutos. Pídele a Gisela lo que quieras.

La doncella brasileña apareció como por encanto al oír su nombre en labios del señor y le preguntó qué deseaba tomar. Justo en el momento en que Daniel fue a pedirle una Coca-Cola light sonó su teléfono móvil.

– ¿Daniel? Soy Blanca. No sé qué has hecho exactamente pero aquí hay un señor de la policía que quiere hablar contigo.

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