En el exterior del chalet, el inspector Mateos, instalado en la parte trasera de una furgoneta de escucha del Grupo de Homicidios acababa de comprender que el dispositivo que llevaba colocado Daniel había sido anulado por un inhibidor de frecuencias.
– ¿Qué hacemos ahora, jefe? -le preguntó el subinspector Aguilar, que le acompañaba en el vehículo. Con sus casi dos metros de altura, se movía con tanta dificultad en el interior del habitáculo que se había dado ya un par de coscorrones en los últimos cinco minutos-. ¿Entramos?
– ¿Sin una orden de registro? No podemos entrar en un domicilio sin orden judicial a menos que haya delito flagrante. Y menos en la casa de un juez de instrucción. Pon un fax al juzgado que esté de guardia y solicita una orden de registro ya.
– Perdona, jefe, pero yo creo que deberíamos entrar. Paniagua puede estar en peligro.
El detective Mateos estuvo a punto de soltarle un bocinazo a su subalterno, y aunque no consiguió contenerse del todo, logró por lo menos adoptar un tono forzadamente didáctico.
– No hay flagrancia, coño, no podemos entrar. ¿He de recordarte lo que es la flagrancia? Flagrante viene del latín, flagrans-flagrantis, participio del verbo flagrare, que significa arder o quemar, y se utiliza en derecho para referirse a aquello que está ardiendo o resplandeciendo como un fuego.
El inspector acompañaba sus palabras con una presión considerable de su mano sobre el brazo izquierdo de su interlocutor.
– Jefe, que me vas a gangrenar el brazo.
Mateos le soltó el brazo y continuó:
– Delito flagrante es aquel que se está cometiendo en el momento y se manifiesta de una manera especialmente ostentosa o escandalosa y así es percibido por los agentes de las fuerzas policiales.
– ¡Te lo sabes de memoria!
– Lo tengo fresco, coño. ¿No ves que estoy estudiando derecho?
– ¿Estudiando dere…? Ejem, bueno, entonces, ¿no entramos?
– Pero vamos a ver, Aguilar. ¿Tú oyes gritos? ¿Escuchas disparos? ¿Estás viendo a través de los visillos a alguien tratando de estrangular a otra persona?
– No.
– No hay evidencia sensorial, luego no hay flagrancia. Si entramos ahora y nos los encontramos charlando tranquilamente en el salón nos cae un paquete de tres pares de narices. Solicita la orden de entrada y registro por fax. ¡Ahora!
El subinspector empezó a preparar la trasmisión del fax pero era evidente, por la expresión de su rostro, que se le había quedado aún una pregunta en el tintero. Fue el propio Mateos el que le animó a hablar:
– Y ahora ¿qué pasa?
– Es una chorrada, jefe. Puede esperar para más tarde.
– No, ahora. Suéltalo.
– Está bien, ahí va. ¿No crees que es muy arriesgado lo de ir diciendo por ahí que eres licenciado en derecho si no has terminado la carrera?
Mateos se quedó mirando fijamente a su ayudante y luego dijo:
– El riesgo es mínimo comparado con el que corres tú a partir de ahora: si te vas de la lengua, te mato.
Mientras tanto, en el interior de la buhardilla del chalet, el forense Felipe Pontones empezaba a mostrar claros signos de impaciencia, y empezó a juguetear nerviosamente con le déclic, el mecanismo que liberaba la pinza de la que colgaba la hoja de la guillotina.
Daniel encogió instintivamente el cuello, de tal manera que si en ese momento hubiera caído la cuchilla, el filo habría impactado contra su barbilla.
– No tenemos mucho tiempo, campeón.
– Lo sé, estoy pensando.
– Más te vale que estés pensando en la dirección correcta. Si resulta que al final no estás a la altura y tenemos que rebanarte el gaznate, no te valdrá de nada encogerte como ahora, ¿sabes? Porque, como hicimos con Thomas, te mataremos entre los dos. Será Susana la que accione el mecanismo y yo me vendré de este otro lado, te trincaré bien del pelo, y haré que tu cuello esté bien estiradito para que la cuchilla lo rebane limpiamente.
– No esperaba menos de ti -dijo Daniel, mientras seguía dando vueltas en su cabeza a los números de la partitura.
– Con Thomas, como tenía el pelo más corto que tú, y también intentaba sacar la cabeza de la lunette -porque ese es su verdadero nombre- le tuve que agarrar de las orejas. Por eso existe esta pieza que tienes aquí detrás -no, es inútil, en la posición en la que estás no puedes verla- para evitar que la sangre salpique al ayudante del verdugo.
– Déjale pensar, Felipe -pidió la juez-. Si le hablas al tiempo que discurre vamos a estar aquí hasta mañana.
– Pero si está encantado de enriquecer su ya vasta cultura ¿a que sí, Daniel?
– El concierto -titubeó Daniel, que seguía pensando, para tratar de salvar su vida a cualquier precio- está en mi bemol. Y mi bemol no es más que una frecuencia, que también puede expresarse numéricamente.
– ¿Y qué números son esos?
– No lo sé. Pero una frecuencia musical siempre está definida por cinco números: tres enteros y dos decimales.
– No te creo -repuso el forense-. Te lo estás inventando sobre la marcha para tratar de salir de esta como sea.
– Te juro que digo la verdad. La única frecuencia que se expresa con un número redondo es el la con el que afina la orquesta, llamado la 440. Se llama así porque cualquier cuerpo vibrante que quiera emitir esa nota, ya se trate de una cuerda o de una columna de aire, tiene que oscilar 440 veces por segundo.
– Muchas gracias por la clase, pero el la no nos interesa. Háblame del mi bemol.
– Te repito que no recuerdo la frecuencia, pero es fácil de averiguar: baja al ordenador que tienen en el porche y pon en cualquier buscador de internet: «frecuencia de la nota mi bemol». Te aparecerá un número de cinco dígitos, con lo que ya solo nos quedarán cuatro números para completar la serie.
El forense intercambió una mirada cómplice con la magistrada y los dejó solos en el ático.
Tras unos segundos de silencio, habló la juez, que seguía situada a la espalda de Daniel.
– Supongo que te estarás preguntando un montón de cosas.
– ¿Cómo sabías que Thomas había encontrado la Décima Sinfonía?
– Porque me lo dijo él. Como ya habrás comprendido por las cartas que te mostró Mateos, Ronald y yo fuimos novios durante un tiempo, hace muchos años. Y el accidente, que me desfiguró la cara para siempre, lo sufrimos juntos. Ronald iba al volante -había bebido bastante durante la comida- y circulábamos por una carretera comarcal muy poco transitada. Iba haciendo el ganso con el coche, cuando de repente apareció un tractor de detrás de una curva. Él sufrió heridas leves, pero yo salí despedida por el cristal y casi me fui para el otro barrio.
– ¡Le consideras responsable del accidente!
– Por supuesto -dijo la juez con total rotundidad-. Si él no hubiera tenido los reflejos mermados por el alcohol en ese momento y no hubiera hecho absurdos jueguecitos con el volante, habría podido esquivar perfectamente al tractor. En lugar de eso, dimos innumerables vueltas de campana y mi cara quedó convertida en esta máscara grotesca que es ahora.
El forense comenzó a subir la escalera vertical del ático pero solo llegó a asomar la cabeza.
– ¿Ocurre algo?-dijo doña Susana.
– Necesito la contraseña de tu portátil. He probado unas cuantas, tu nombre, tu fecha de nacimiento, hasta el nombre de tu madre, para no tener que subir y bajar otra vez, pero me las rechaza todas. ¿Cuál es la buena?
– Beethoven.
– Tenía que haberlo imaginado.
Pontones soltó un bufido de agotamiento y volvió a desaparecer escaleras abajo. Daniel siguió sonsacando a la juez.
– ¿Cuándo te contó Thomas que había encontrado la Décima?
– Después del accidente, nos separamos. Yo estaba llena de rabia hacia él por lo que sucedió. Con el tiempo, comprendí que el resentimiento me estaba consumiendo por dentro y un día le llamé para decirle que le había perdonado.
– ¿Volvisteis a ser amantes?
– No, eso ya no era posible. Pero hemos mantenido el contacto a lo largo de todos estos años y él me utilizaba a veces como una especie de asesora jurídica.
– ¿Qué pasó con la sinfonía de Beethoven?
– Ronald me contó, hace ya más de un año, que había encontrado un cuadro que revelaba la identidad de una amante de Beethoven desconocida hasta la fecha. Fue a Viena, investigó durante meses, y descubrió el rastro de la misteriosa mujer. Halló la partitura en una de las dependencias de la Escuela Española de Equitación y la sustrajo. Se encontró además con que el manuscrito tenía un claro propietario, que estaba escrito en la portada: Beatriz de Casas, cuyos herederos viven actualmente en España. No podía decirle al mundo que tenía la Décima, porque tendría que haber explicado de dónde la había sacado y habérsela devuelto a sus legítimos dueños. Por eso se puso en contacto conmigo, para que le dijera si había algún modo razonable de salir del atolladero jurídico. Yo le respondí que, a cambio de mi ayuda, exigía la mitad del dinero que obtuviésemos por el manuscrito. Me lo debía, para reparar lo que me hizo. Hasta que Felipe me hizo ver que el cincuenta por ciento no era suficiente, que yo me lo merecía todo.
Volvieron a escucharse los pasos nerviosos del forense escaleras arriba y de nuevo este se contentó con asomar la cabeza.
– ¿Dónde está el alimentador del puto portátil? ¡Me acabo de quedar sin batería en plena búsqueda!
– Debe de estar en un cesto que hay junto a la chimenea -respondió la magistrada.
– ¡A este paso no vamos a acabar nunca! -bramó Pontones, mientras volvía a bajar las escaleras.
– ¿Y el concierto que dio en casa de Marañón?
– Ronald estaba trabajando en una reconstrucción de la Décima Sinfonía desde hacía años. Había llevado a cabo un trabajo esforzado pero mediocre, porque componer no era lo suyo. Cuando tuvo la auténtica partitura de Beethoven en sus manos, y hasta decidir qué hacía con el manuscrito, no resistió la tentación de apropiarse del primer movimiento, cuya reconstrucción ya había anunciado, y estrenarlo como si hubiera sido fruto de su imaginación. El pobre no era, como te he dicho, un gran compositor, y esta era la forma en que podía vengarse del mundo, que se había quedado indiferente en tantas ocasiones ante las muchas obras que había estrenado.
– Pero ¿cómo pudiste reunir el valor para asesinarle a sangre fría?
– Me convenció Felipe. Yo sola no habría tenido el cuajo suficiente para hacerlo. Ronald me comentó que hasta saber qué hacer con la partitura, la había guardado en una caja de seguridad cuyo código se había hecho tatuar para que nunca pudiera llegar a olvidársele. Ya sabes que algunos bancos ofrecen tal grado de confidencialidad al cliente que no es necesario dar un nombre: basta con un código numérico y una llave.
– De modo que si esta noche consigo descifrar el código, tendréis la manera de llegar hasta el manuscrito original.
– En efecto, así es.
– Pero ¿y si yo hubiera descifrado el código por mi cuenta y hubiera tratado de apoderarme de la sinfonía sin decir nada a nadie?
– Aún te hubiera faltado esto.
La juez se levantó para mostrarle la llave de una caja de seguridad.
– Ronald la llevaba siempre encima, colgando del cuello, y se la arrebatamos la noche en que le asesinamos. Sin esta llave es imposible abrir la caja.
– Lo más extraordinario de este asunto es que tú instruyes el caso en el que eres la asesina. No me explico cómo el azar pudo…
Daniel dejó la frase a medias, pues en el momento mismo en que empezaba a pronunciarla experimentó una súbita revelación.
– ¡No fue el azar! ¡Hiciste coincidir su guardia con el día del concierto! Me lo dijo el forense mientras te esperábamos en el juzgado: el juez de guardia instruye los casos que le entran cuando está de servicio.
– En realidad fue al revés -dijo doña Susana-. Los jueces no podemos cambiar una guardia tan fácilmente como un médico. Es para evitar que los delincuentes puedan ponerse de acuerdo con un juez corrupto para cometer el delito el día en que más les convenga. Lo que hice fue convencer a Ronald para que diera el concierto el día anterior al que yo sabía que me tocaba guardia de incidencias. No me fue difícil: le dije que solo podía asistir al concierto ese día y que tratara de arreglarlo para que yo pudiera acudir.
– O sea, que no fuiste al concierto porque estabas de guardia.
– No, no fui porque no quería que nadie pudiese relacionarme con Ronald. Mi guardia empezó, en realidad, a las nueve de la mañana del día siguiente. Felipe ocultó el cadáver de madrugada bajo unas hojas y horas más tarde realizó una llamada anónima a la policía para que encontraran el cuerpo cuando yo ya estaba de guardia.
– ¿Cómo conseguisteis secuestrar a Thomas y traerlo hasta la casa?
– No fue necesario. Al terminar el concierto llamé a Ronald desde una cabina, me disculpé por no haber podido asistir, y le pedí que viniera a verme.
– ¿Le ofreciste sexo?
– No digas majaderías. Le dije que estaba en cama con fiebre, sola y sin antibióticos. Le rogué que pasara por una farmacia de guardia y me los acercara a casa.
– ¿Y si te hubiera dicho que no?
– Ronald se sentía profundamente en deuda conmigo desde el accidente, sabía que no podía negarse.
Daniel, que ya estaba en una situación escalofriante antes de escuchar el pormenorizado relato de doña Susana, no pudo evitar un estremecimiento al constatar la crueldad y la sangre fría de la magistrada.
– ¡Tú accionaste el mecanismo! Le cortaste la cabeza a Thomas y horas más tarde acudiste a levantar su cadáver.
Volvieron a escucharse los pasos del forense escaleras arriba, solo que en esta ocasión no se limitó a asomar la cabeza, sino que se incorporó de lleno a la macabra reunión:
– Susana, parece que tu perito tiene ganas de salvar el pellejo. La nota mi bemol es, efectivamente, una frecuencia y se puede buscar fácilmente en internet. El numero es 311.13, lo cual quiere decir que aún nos faltan cuatro números.
– No, solamente dos -dijo Daniel, que había continuado dándole vueltas al asunto-. Si se fija en la partitura del tatuaje, hay dos cuatros antes de que comiencen las notas. Se trata del tipo de compás en que está escrito el concierto Emperador.
– Bien por el chico -dijo el forense. Me parece que el miedo a morir está sacando de él el criptólogo que lleva dentro. Ahora dime, corazón, ¿dónde están esos dos números?
– No tengo ni idea. Le juro que he examinado mentalmente la partitura una y otra vez y que no encuentro la manera de descubrir en ella ni un número más.
– Muy bien, tú lo has querido entonces -sentenció el forense, alargando la mano hacia le déclic.
– ¡Espera, Felipe! -exclamó la magistrada, que andaba cavilando desde hacía un rato-. No da con los números porque ¡no son números, sino letras!
Se puso de pie y buscó un cenicero con la mirada. Al no encontrarlo, tiró la colilla al suelo de madera y como no hizo el menor ademán de apagarla, el forense la pisoteó con uno de sus mocasines náuticos.
– ¿Cómo que letras? -replicó nervioso el forense, que empezaba a estar harto de tanta criptografía.
– Hemos establecido ya que los números pertenecen, casi con certeza, a un código de cuenta internacional o IBAN de un banco de Viena, ¿no?
– Sí, ¿y qué?
La juez sacó de su bolso una Moleskine en la que había atrapado un pequeño bolígrafo con el que escribió una serie de letras en la libreta:
ATKK BBBB BCCC CCCC CCCC
Después añadió:
– Tenemos ya los dieciocho números de la cuenta corriente y las dos letras del IBAN, pues los ocho dígitos que estaban expresados en clave Morse nos están diciendo también que el banco es austríaco. Ya hemos descifrado el código del banco donde Ronald tiene oculta la partitura.
»at, que es Austria, expresado en Morse con sus coordenadas geográficas
14 20 13 20
»Luego está el dígito de control. Es una pareja de números, como en España. ¿Y dónde tenemos una pareja de números en esta partitura?
– En el compás -dijo Daniel-. Son los únicos números del código que van en pareja, los dos cuatros.
– Exacto. Ya tenemos at 44. Después no hay más que añadir los números que están implícitos en el nombre del Concierto n.° 5, op. 73
at 44 573
»más los números que corresponden a mi bemol
AT44 5733 1113
»y luego los ocho números del Morse
at44 5733 1113 4720 13 20
»que servían además para decirnos en qué país está el banco.
– ¿Y qué ocurre si el orden de los números no es el correcto? -preguntó nervioso el forense-. Es decir, si los números son esos, pero forman, por decirlo así, un anagrama numérico.
– Ronald era muy despistado, por eso se hizo tatuar la clave -respondió la juez-. No creo que introdujera los números en un anagrama porque en ese caso tendría que haber ideado otra clave para recordar también el orden correcto. Es evidente que los ocho números del concierto forman un solo bloque. Concierto n.° 5, op. 73 en mi bemol, es decir
57331113
»y los ocho números de las notas también forman otro bloque
47201320
»La única duda es que después de at 44 vayan antes los números expresados en Morse y no los que corresponden al concierto. Pero eso limita las posibilidades a dos, y no me preocupa en absoluto: si no es una combinación, solo puede ser la otra. Si la primera resulta errónea, diremos en el banco que se trata de un error. Hasta en los cajeros automáticos te puedes equivocar tres veces con la clave y no pasa absolutamente nada. Como tenemos la llave de la caja, nadie nos va a poner ningún problema, te lo aseguro.
– ¿Qué pensáis hacer conmigo? -preguntó Daniel, aterrorizado por el hecho de que ya había dejado de ser útil para la pareja.
El forense se acercó a la guillotina y acarició otra vez con la mano el mecanismo que accionaba la cuchilla.
– Estoy en un aprieto, Daniel, porque soy un hombre de palabra. Por un lado te he prometido que si colaborabas con nosotros salvarías el gaznate. Pero no había caído en que también le había prometido a Susana que si seguíamos mi plan al pie de la letra no habría nada que temer, porque jamás seríamos descubiertos. Como ese compromiso es anterior al que tengo contigo y sé positivamente que si te dejo con vida no voy a poder cumplirlo, porque se lo vas a contar todo a la policía, considero que nuestro contrato es nulo, pues me impide cumplir el pacto previo que tengo con Susana. ¿Lo entiendes, verdad?
Al ver que su fin era inminente, Daniel optó por llevar a cabo lo único que podía hacer en ese momento, que era gritar y pedir socorro. Solo pudo hacerlo una vez, porque el forense sacó al instante un revólver de la sobaquera que llevaba bajo la americana y con la culata le propinó un golpe formidable en la cara que le partió el tabique nasal y lo dejó atontado.
Daniel empezó a sangrar profusamente.
Pontones sacó entonces del bolsillo un pañuelo y un rollo de cinta aislante y empezó a amordazarle. Una vez que hubo terminado le dijo a la juez:
– Ve sacando el coche del garaje. No quiero obligarte a pasar por esto una segunda vez. Como este está grogui no voy a tener ningún problema para hacerlo yo solo.
La juez, a la que la decapitación de Thomas le había parecido la experiencia más truculenta y macabra que podía afrontar un ser humano, no se lo hizo repetir dos veces y en menos de un minuto estaba subida a su BMW serie 3, accionando la puerta automática del garaje.
El forense quitó un pasador metálico atado a una pequeña cadena que actuaba a modo de seguro y luego colocó la mano en la palanca del déclic.
Tras comprobar que la cabeza de Daniel estaba perfectamente situada, Pontones accionó sin pestañear el mecanismo que liberaba la pesada hoja de la guillotina.