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A Jesús Marañón no le gustaba que sus amigos dijeran que su fantástica mansión era una vivienda de lujo, porque «lujo» es demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo, y su palacete no daba en ningún momento la sensación de estar sobrecargado de elementos superfluos, como los de los nuevos ricos. A menos claro está, que se pueda considerar superfluo tener en el jardín un par de esculturas de Brancusi. «Lujo» es también abundancia de cosas no necesarias y, desde este otro punto de vista, la residencia de Jesús Marañón, situada en la exclusiva colonia de chalets La Cruz del Monte, tampoco podía calificarse de «lujosa mansión», porque Marañón necesitaba todos y cada uno de los detalles de los que se rodeaba a diario para sentirse en paz consigo mismo. Las cámaras de videovigilancia inalámbricas y diseñadas por Issey Miyake, por ejemplo, que estaban situadas a lo largo de todo el perímetro de la parcela de 10.000 metros cuadrados, no solo eran el último grito en tecnología japonesa de seguridad, sino que habían sido encastradas, con fines exclusivamente estéticos, en unas carcasas esféricas de color azabache que habrían puesto los dientes largos hasta a los mismísimos Bang & Olufsen. La mansión, llamada La Iphigénie (por Ifigenia en Táuride, de Gluck, la ópera favorita de la esposa de Marañón) era en realidad más conocida por su sobrenombre, El Pradín: la cantidad de pinturas valiosas que había en el interior, incluyendo dos Zurbaranes y un Velázquez, era de tal calibre que bien podía decirse que aquel palacete era un Museo del Prado en miniatura.

Cuando Daniel llegó al Pradín, ni siquiera tuvo que mostrar la invitación, porque el propio Marañón, que estaba en el jardín, muy cerca de la puerta de entrada, recibiendo a los invitados, le invitó a pasar con un gesto de la mano. Durante unos instantes, a Daniel le pareció que el vigilante de seguridad se había quedado mortificado por no haber podido cachearle antes de franquearle la entrada.

– Tú eres uno de los chicos de Durán, ¿no? -dijo Marañón tendiéndole la mano, mientras sostenía en la otra una copa de champán Clos du Mesnil del 95.

Era un tipo corpulento, de unos sesenta años de edad, excepcionalmente ancho de hombros, con una nariz compacta y prominente que a Daniel le recordó el garfio de un tomahawk. Lucía un bronceado impecable y a pesar de que había bastante luz ambiental, sus ojos despedían a veces un resplandor entre verdoso y dorado, como de felino nocturno.

– Trabajo en su Departamento -dijo Daniel matizando el aserto de su anfitrión.

– ¿Y te llamas?

– Paniagua. Daniel Paniagua.

– Bienvenido a mi humilde mansión, Daniel. Te he reconocido precisamente porque no sabía quién eras, aunque me imaginaba que Durán se las arreglaría para mandar a un espía -es broma, no te ofendas- y me he dicho: el que no me suene, ese es. Que sepas que los amigos de Jacobo son mis amigos. Supongo que él te habrá contado el rollo de siempre, de que yo le he vetado y patatín, patatán. No le creas una palabra, siempre le ha gustado hacerse la víctima, ya sabes cómo son los politicastros. Si hoy no ha venido al concierto ha sido porque no le ha dado la gana. ¿Un poco de champán?

– Sí, muchas gracias.

Con la facilidad de un ilusionista, y mediante un gesto casi imperceptible de la cabeza, Marañón hizo surgir de la nada, como si fuera una paloma, a un camarero con una bandeja atestada de copas.

– Las dos de la izquierda son del que estoy tomando yo, pero aunque es el más caro del mundo, y desde luego exquisito, no te lo recomiendo para empezar. Prueba este otro, Bollinger del 97; te va a resultar curioso, se saca de la uva Pinot Noir, y tampoco es que lo regalen, ¿eh?

Daniel aceptó la copa que su anfitrión había seleccionado de la bandeja y propuso un brindis musical:

– ¡Por Beethoven!

Marañón entonces hizo algo que divirtió a Daniel, por más que lo dejara totalmente desconcertado: recitar unos extraños versos que decían

Salud, fuerza y uni ó n son mis deseos

al apurar este vino en mi garganta.


Para luego entrechocar tres veces seguidas su copa, antes de beber el primer sorbo.

A continuación le tuvo diez minutos de reloj tratando de explicarle cómo había sido en realidad el incidente con su hija y Van Asperen, al que él llamaba, para exhibir su familiaridad con el artista, Bob.

Daniel se pasó medio relato lanzando miradas fugaces -no quería dar la impresión de que no le interesaba el relato de su anfitrión- a una mujer morena, de melena espectacular, que llevaba puestos unos pendientes de aro con los que se hubiera podido bailar el hula hop. Llevaba un vestido negro de noche, muy escotado, de tirantes finos y corte asimétrico en el bajo, que dejaba al descubierto una de las rodillas. A Daniel se le ocurrió que tenía aspecto de ser italiana y llamarse, por ejemplo, Silvana. Ella no llegó a mirar en su dirección ni una sola vez.

– … así que cuando vino Bob, y sabiendo que a Claudia, mi hija, le encanta el repertorio barroco, fue Jacobo el que me dijo que le iba a pedir que al final, en la propina, la sacara a cantar un par de arias. A Durán siempre le ha gustado impresionarme, y este ofrecimiento era su forma de decirme que, aunque no tenga un duro, los artistas del mundo entero comen en su mano. Y lo cierto es que las arias ya estaban pactadas: Claudia iba a cantar, acompañada al clave por Bob, Schafe können sicher weiden, de la Cantata 208.

– Ah, sí, la Cantata de la caza -dijo Daniel

– En efecto. La otra era Komm, komm, mein Herze steht dir offen, que creo que es de la Cantata 159.

– De la 74 -corrigió Paniagua, que no pudo dejar de admirarse por el impecable acento alemán con que pronunciaba su interlocutor.

– El caso es que a última hora, Bob empezó a quejarse de que él y Claudia no habían podido ensayar y que prefería dejarlo para otra ocasión y Jacobo se enfadó muchísimo. Pero no con Bob, que al fin y al cabo era el que había pegado la espanta, sino conmigo, que no tenía culpa de nada. Me acusó de haber saboteado los ensayos de Claudia, cuando yo lo único que le dije es que, de los dos días de ensayo, uno había que modificarlo, porque se casaba mi sobrina Patricia en Barcelona y mi hija no podía faltar. Durán se debió de sentir muy impotente o muy inútil, al no poder conseguir algo tan simple como hacer coincidir nuestros calendarios, y para no quedar en ridículo consigo mismo, empezó a montarse en su cabeza la película de que era yo quien le había impuesto que mi hija cantara. Bueno ¿y tú qué? -dijo Marañón para dar por terminado ya el relato.

Daniel pensó que seguían hablando de Van Asperen.

– Ah, yo no entro ni salgo en esta historia. Además, cuando lo de Van Asperen yo estaba con hepatitis.

Marañón sonrió zumbonamente al oír la respuesta de Daniel. Retiró con agilidad de una bandeja otra copa de Clos du Mesnil que estaba a punto de caer en manos de un gordo con tirantes y dijo:

– No te estoy pidiendo que tomes partido, hombre. Te pregunto que a qué aspiras en la vida.

– ¡Ah! Doy clases de musicología histórica. Y de momento con que no me echen…

– Virgencita, que me quede como estoy, ¿no? Bueno, ha sido un placer conocerte, Daniel. Disculpa pero estoy siendo un auténtico maleducado con el resto de mis invitados. -Y se fue a atender a su «clientela».


Daniel anduvo zascandileando por el jardín, sin cruzar palabra con persona alguna, durante muchos minutos. No conocía a nadie, por más que le sonaran algunas caras, y nadie le conocía a él: la sensación de aislamiento y soledad en medio de aquel gentío (podría haber allí reunidas ciento cincuenta personas) era total. Iba de un lado a otro, esperando que algún corrillo le aceptara en su seno, sonriendo forzadamente en cuanto su mirada se cruzaba con la de algún comensal, rogando al cielo que su anfitrión, al verle incomunicado, se apiadara de él y le presentara aunque fuera al responsable del catering. Los únicos que parecían no tratarle como un apestado eran los camareros, que se le acercaban continuamente para tentarle con todo tipo de exquisiteces. Auténticas delicias gastronómicas que, probablemente, Daniel no volvería a degustar en su vida.

– Señor, ¿otro canapé de ajoblanco con tartar de atún y chutney de brevas?

– Sí, gracias.

Y se iba a un rincón a devorarlo, igual que una alimaña hambrienta, avergonzado de ser el único asistente a la reunión que no hablaba con nadie, pero que comía, y comía y comía, como si fuera un conejito bulímico de Duracell.

Su agonía terminó cuando Jesús Marañón se subió al rellano de las escaleras de piedra que conducían a su imponente residencia y pidió a todos los asistentes que le prestaran atención. A su lado, ligeramente en segundo plano, un tipo de pelo corto y canoso, nariz griega y gafas redondas de montura metálica, que resultó ser Ronald Thomas, el hombre que había osado reconstruir a Beethoven, miraba complacido desde lo alto a los asistentes y de vez en cuando saludaba con la mano a algún invitado o le guiñaba el ojo. Parecía conocer a todo el mundo.

Una vez que se hubo cerciorado de que todos sus invitados habían advertido su presencia en lo alto de las escaleras, Marañón se dirigió a ellos con gran solemnidad:

– Quiero agradeceros a todos que hayáis acudido a este acto, a pesar de la premura con la que hemos tenido que cursar las invitaciones. Lo cierto es que, debido a los múltiples compromisos internacionales del señor Thomas, esta velada ha estado a punto de no celebrarse, y me parecía temerario empezar a solicitar vuestra asistencia antes de poder confirmar, más allá de toda duda razonable, como se dice habitualmente, la disponibilidad de este auténtico genio musical. Pero al final hemos podido obrar el milagro y estamos a pocos minutos de ser testigos de un hecho artístico sin precedentes. Permitidme recordaros el motivo por el que estamos todos aquí. Por primera vez en la historia, y gracias al extraordinario tesón y talento de la persona que tengo aquí a mi lado, vamos a tener el privilegio de escuchar el primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven. ¿Qué me quieres decir, Ronald?

Thomas, que estaba visiblemente satisfecho con los elogios que le estaba dirigiendo su mecenas, había hecho un pequeño gesto a Marañón y cuando este se dio por aludido, recorrió los dos pasos que le separaban de él y le susurró algo al oído.

– Ronald me pide que aclare, para no dejar en mal lugar a sus anfitriones del hemisferio sur, que esta no es la primera, sino la segunda vez en la historia que se toca en público la Décima. La primera fue hace menos de un mes, en el auditorio del Departamento de Música de la Universidad de Otago, en la que, como sabéis todos, él imparte sus clases magistrales. Pero una vez dicho esto, queridos melómanos y melómanas que honráis hoy mi casa con vuestra presencia, también quiero dejar yo claro a continuación, para no rebajar ni un ápice la importancia de esta velada, que esa supuesta première mundial de la Décima Sinfonía, primero, fue en Nueva Zelanda, que como está en las antípodas y a casi veinte mil kilómetros de aquí, para nosotros es como si no existiera. Y segundo y más importante, se trató de una versión al piano de la sinfonía, lo que los músicos llaman una reducción, interpretada por el propio Thomas. Y además, por lo que me han contado, ¡el piano estaba desafinado!

Thomas hizo un gesto con la cabeza como para confirmar las palabras de Marañón, que continuó diciendo:

– Lo que vamos a escuchar esta noche es la versión ya orquestada por este insigne maestro británico, aunque afincado en Nueva Zelanda, del primer movimiento de la Décima. El fragmento dura poco más de quince minutos. Después de escucharlo, podréis optar entre dar por concluida la velada -¿qué más se puede hacer después de escuchar a Beethoven?- o buscar otro tipo de esparcimiento, infinitamente más liviano aunque igualmente respetable, aquí en el jardín, esta vez con megafonía incluida.

Marañón señaló hacia el lugar donde un. grupo de músicos de salsa estaba preparando micrófonos e instrumentos para el baile que se iba a desencadenar al finalizar el concierto. Luego, para terminar, añadió:

– No os preocupéis por el calor, porque dentro hay un acondicionador-humidificador de aire de última generación, y vamos a estar en la gloria. Ah, una última cosa, pero muy importante. Los que conocéis La Iphigénie sabéis que, aunque no vivo precisamente en una choza, esto no es el Auditorio Nacional: aquí no me caben ochenta músicos. Pero tampoco le cabían al príncipe Lobkowicz, uno de los mecenas de Beethoven, en cuyos salones se estrenó, por ejemplo, la Heroica. En aquellos tiempos se adaptaba el tamaño de la orquesta a las dimensiones del auditorio o a los músicos que estaban disponibles. Es lo que vamos a hacer esta noche. Para que os hagáis una idea, en la sección de cuerda tenemos solo tres violines, tres segundos violines, dos violas, dos chelos y tres contrabajos. No es lo que hubiera deseado Beethoven, pero sí hemos podido complacer al genio en una cosa: todos los instrumentos que van a sonar aquí esta noche son originales, es decir, reconstrucciones absolutamente fidedignas de instrumentos de la época. Así que la orquesta no va a sonar al volumen que hubiera querido él, porque somos un grupo reducido, pero su sonoridad, el color de la música, por decirlo de alguna manera, va a ser muy similar al que hubieran podido disfrutar los coetáneos del compositor.

Los invitados escuchaban en silencio reverente a su anfitrión, que los había empezado a transportar con sus palabras a la Viena imperial de finales del XVIII y principios del XIX.

– Y ahora, por favor, si tenéis la amabilidad de pasar al interior, vamos a ser testigos de excepción de un acontecimiento extraordinario: el estreno mundial del primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven.

Las palabras de Marañón, que habían conseguido despertar una enorme expectación en el público, fueron rematadas con un fuerte aplauso e inmediatamente aparecieron dos criados que abrieron las puertas de la mansión de par en par y los invitados comenzaron a pasar al interior.

Hurry up, si no, el aire acondicionado se escapa, ¡Ffsssh! -dijo Thomas, al ver que algunos remoloneaban todavía en el jardín, en un intento desesperado por servirse y apurar una última copa antes del concierto.


Aunque resulte difícil de creer entre gente tan distinguida, hubo roces entre algunos espectadores por adueñarse de los mejores asientos, e incluso un par de caballeros, que habían bebido ya más de la cuenta, estuvieron a punto de llegar a las manos por una de las sillas, que nadie quería ocupar, al tener una pata medio rota. Daniel, que siempre experimentaba mucha vergüenza ajena cuando presenciaba agarradas de este tipo, se colocó en el otro extremo del salón, lejos de aquellos dos energúmenos que aún seguían regañando, jaleados por sus amargadas esposas.

Tuvo la inmensa fortuna de que fuera a sentarse a su lado la atractiva joven que había estado devorando con los ojos en el jardín, hacía escasos minutos. La acompañaba un hombre muy fuerte, completamente calvo y con aspecto de ser o un chófer o un guardaespaldas, o quizá ambas cosas a la vez. La mujer olía a fragancia oriental, y el penetrante y ambarado perfume, que era Poison de Christian Dior, dejó totalmente noqueado a Daniel durante el resto de la velada. El calvo y la chica hablaron bastante entre ellos, así Daniel pudo enterarse de que aquella misteriosa belleza no era italiana, sino francesa, y de que su nombre no era Silvana sino Sophie.

El auditorio de suelo de madera que había preparado Marañón recordaba a uno de esos salones románticos de comienzos del XIX que tantas veces había aprovechado Beethoven para «rodar» piezas de música recién compuestas. El compositor, por ejemplo, no solamente había estrenado la Heroica (que iba a estar dedicada en un principio a Napoleón Bonaparte), en el palacio de Lobkowicz, sino que llevó a cabo, en la residencia de su mecenas, varios pases privados de la misma. El genio se sirvió de estos conciertos de ensayo para introducir ajustes y modificaciones en la partitura, que fue finalmente estrenada de forma oficial ante el gran público, en el Theater an der Wien, el 7 de abril de 1805.

Jesús Marañón había prescindido de la iluminación eléctrica para dar más color al estreno y en su lugar, a lo largo de las paredes, decoradas con frescos decimonónicos, había mandado colocar decenas de candelabros de época, que conferían al lugar el aspecto de un decorado de película. La expectación en la sala era enorme, en parte por la importancia de la obra y en parte porque aunque los atriles y algunos instrumentos descansaban ya sobre el escenario, los músicos no terminaban de hacer acto de presencia. Por fin, y cuando ya el público empezaba a impacientarse, empezaron a entrar los instrumentistas, que iban ataviados con peluca y librea decimonónica, y cuya aparición fue celebrada con una gran ovación. Una vez que la orquesta hubo afinado sus instrumentos, hizo acto de presencia Ronald Tilomas, que evidentemente había sido el causante del retraso, pues se había tenido que cambiar de ropa y lucía una beethoveniana casaca de terciopelo marrón. El director, que también fue acogido con un gran aplauso, saludó al respetable y acto seguido le dio la espalda y se encaró con la orquesta.

Pero la música no empezaba.

Thomas levantaba los brazos una y otra vez como para iniciar el ataque del primer compás y tras mantenerlos en vilo durante algunos segundos, volvía a bajarlos sin decidirse a empezar el concierto. Daniel llegó a pensar que el músico se estaba sintiendo repentinamente indispuesto y que la velada iba a tener que ser cancelada. ¿O era el trac escénico lo que estaba llevando a Thomas a no poder arrancar de una vez? Algunos artistas llegan a padecer tal grado de ansiedad cuando se enfrentan al público que son capaces de cualquier cosa, con tal de evitarse ese conflictivo momento. Estuvo incluso a punto de telefonear a Durán en ese mismo instante, para contarle en directo lo que él creía que estaba a punto de suceder, pero tras dos o tres falsos comienzos, que lograron crear un dramático y muy musical silencio entre el público, Thomas dio por fin el ataque inicial y comenzaron a fluir los primeros compases del primer movimiento de la Décima Sinfonía de Beethoven.

El inicio le recordó inmediatamente al inolvidable comienzo de la Quinta Sinfonía, solo que esta vez el Destino no golpeaba con cuatro notas en la puerta del genio, sino que el motivo era de dos acordes solamente, ¡PAM PAM! ¡PAM, PAM! ¡PAM, PAM!, que se repitieron hasta tres veces antes de que un exquisito y femenino tema, confiado a los instrumentos de viento, empezara a transportar a los oyentes a ese mundo beethoveniano de libertad, igualdad y fraternidad que tantas veces había logrado evocar el compositor en otras partituras. La música meció a los asistentes, durante, aproximadamente cinco minutos, en una atmósfera de gran ternura y delicadeza y luego, sin solución de continuidad (los músicos ponen attacca en el pentagrama cuando no hay que hacer pausa entre dos fragmentos musicales muy contrastantes entre sí) los sacudió con toda la vehemencia y ferocidad que es capaz de desplegar un allegro agitato de Beethoven. El genio parecía querer decirles con ese abrupto cambio: «Os he mostrado el mundo como a mí me gustaría que fuese (Daniel no pudo evitar asociar el andante con la canción "Imagine" de John Lennon) y ahora vais a verlo como en realidad es: crueldad, envidia, muerte, destrucción, aislamiento, tragedia». Aquello era Beethoven en estado puro, hasta el punto de que, incluso para oídos entrenados como los de Paniagua, resultaba imposible separar del conjunto qué fragmentos era originales y cuáles habían sido compuestos por Thomas para facilitar las transiciones entre un episodio musical y otro.

Cuando terminó la música, que fue recibida con un fortísimo aplauso -y no con los silbidos y abucheos que había temido en un principio-, Daniel se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y un nudo en la garganta que le habría impedido hasta decir la hora en voz alta, en caso de que alguien se la hubiera preguntado en ese momento.


Daniel había quedado tan conmocionado tras la audición de aquella música sublime que tardó casi dos minutos de reloj en poder levantarse de su silla. Su inmovilidad durante aquel lapso de tiempo fue tan absoluta y perfecta que uno de los dos criados que se estaban encargando de recoger las sillas una vez que los invitados hubieron terminado de vaciar el salón, se acercó a él con signos de ansiedad en el rostro, para preguntarle si se encontraba bien. Daniel, que comprendió enseguida que lo que el criado deseaba en realidad era constatar si estaba vivo, le tranquilizó al instante, y tras incorporarse al mundo de los seres animados, preguntó por el camerino de Thomas, pues deseaba felicitarle por el concierto.

– Aunque le explique cómo llegar -dijo el sirviente- se va a perder de todos modos, porque esta casa es muy, muy complicada. Si tiene usted la amabilidad de acompañarme, yo mismo le guiaré hasta la habitación que le hemos habilitado al señor Thomas como camerino.

El sirviente no había exagerado en modo alguno lo laberíntico del recorrido, pues la mansión estaba llena de tramos de escaleras y de rampas que tan pronto subían como volvían a bajar, de manera aparentemente arbitraria, creando gran variedad de pequeñas alturas y rellanos cuya función no acababa de explicarse Daniel.

– A don Jesús le encanta que las casas tengan lo que él llama ritmo visual -dijo de improviso su lazarillo, que pareció tener poderes de adivinación del pensamiento.

Tras muchos vericuetos, llegaron por fin hasta la puerta del improvisado camerino y el sirviente, que sentía que había cumplido ya con su misión, hizo ademán de retirarse.

– ¡Espere! -le dijo Daniel-. No se vaya. ¿Cómo salgo yo de aquí cuando termine?

– No se preocupe, caballero. Yo estaré al tanto.

Y señaló hacia un punto concreto del techo del largo pasillo en que se hallaban, en el que Daniel creyó vislumbrar el inquietante ojo de una cámara de infrarrojos.

Daniel llamó con dos golpes secos a la puerta y esta se abrió tan de inmediato que se sobresaltó. Era como si la persona que estaba al otro lado, que no era otra que Ronald Thomas, hubiera permanecido alerta, con la mano en el pomo, para abrir la hoja de golpe en cuanto llamaran.

El músico vestía aún la casaca decimonónica que había lucido durante el concierto.

– Hola -dijo Daniel tendiéndole una mano que Thomas no llegó a estrechar-. Me llamo Daniel Paniagua y soy musicólogo. Quisiera felicitarle por el magnífico concierto que nos acaba de ofrecer.

– Muchas gracias -dijo Thomas en un tono de voz neutro, que no dejaba traslucir emoción alguna. Su actitud distaba mucho de la desenvuelta jovialidad que había exhibido antes del concierto. El músico no hizo el más mínimo gesto de querer franquearle la entrada, por lo que Daniel ni siquiera se atrevió a intentarlo y se resignó a hablarle desde el pasillo.

A pesar de que la hoja de la puerta no estaba abierta del todo y de que el cuerpo de Thomas obstaculizaba su visión del interior, Daniel pudo constatar que en el camerino no había nadie, a excepción del artista, hecho que llamó poderosamente su atención. Habitualmente, y más tras un concierto tan extraordinario como aquel, los admiradores abarrotan hasta tal punto esta clase de estancias que resulta más difícil abrirse paso entre la gente que avanzar por el interior de la selva amazónica sin estar pertrechado de machete.

– Disculpe que no le invite a pasar -dijo Thomas, que parecía tener la cabeza en otro lugar-. No es buen momento.

Desde que le abriera la puerta, el músico no había dejado de rodearse el cuello con la mano, como si algo le oprimiera la garganta.

– ¿Se encuentra usted bien? -preguntó Daniel, al recordar las vacilaciones que había tenido en el podio.

– Sí, perfectamente. Es solo una leve sequedad en la garganta. Me ocurre siempre, los días de concierto. Tendría que haber pedido que pusieran aquí dentro algunas plantas. Eso siempre alivia.

– De hecho -dijo Daniel, encantado de poder alardear un poco de sus conocimientos ante semejante eminencia- camerino en inglés se dice green room precisamente por eso. Desde los tiempos de Shakespeare, era costumbre que los actores llenasen sus aposentos teatrales de plantas y arbustos porque la humedad que desprendían era beneficiosa para sus voces.

– En otra ocasión me encantará discutir con usted sobre el teatro isabelino -repuso Thomas, que, ahora sí, había cambiado su actitud ausente por otra de franca irritación-. Tiene usted que disculparme.

Entonces Daniel hizo algo que jamás hubiera pensado que haría, que fue interponer su pie entre la hoja y la jamba de la puerta para impedir que Thomas se la cerrara en la narices. Antes de que este pudiera emitir protesta alguna, Daniel insistió:

– ¡Si me concediera tan solo cinco minutos para hablar de la sinfonía!

Thomas le fulminó el pie con la mirada y Daniel pensó que se iba a librar de él con un empujón, por lo que su sorpresa fue mayúscula cuando dijo:

– Está bien. Solo cinco minutos.

En el momento mismo en que Thomas se iba a hacer a un lado para facilitarle la entrada, sonó el móvil del músico, que este extrajo de la casaca y atendió inmediatamente. Daniel no llegó a escuchar ni un solo retazo de conversación, porque Thomas se retiró a la esquina opuesta del camerino y se dirigió todo el rato en un susurro a su misterioso interlocutor, con el fin de proteger la privacidad de su diálogo.

Este fue breve, aunque tuvo el gran inconveniente para Daniel de que hizo que Thomas cambiara súbitamente de opinión respecto a la entrevista.

– Lo siento, pero no puedo concederle ni cinco minutos. Me reclaman con urgencia en otro lugar -se excusó.

Y empujando suavemente con la mano a Daniel hasta el pasillo, dio por definitivamente zanjado aquel abrupto encuentro.

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