Viena, primavera de 2007
Un grupo de unos treinta turistas angloparlantes avanzaba a buen paso por las dependencias de la renombrada Escuela Española de Equitación, liderados por un guía invidente. Media hora antes, cuando el guía se presentó ante ellos pertrechado de gafas oscuras y bastón blanco para dar comienzo a la visita, los turistas habían pensado que se trataba de una tomadura de pelo de algún programa de televisión de cámara indiscreta; incluso hubo varios de ellos que prefirieron esperar quince minutos para integrarse en el siguiente grupo. Los que decidieron quedarse con el guía ciego no solo no lo lamentaron, sino que estaban disfrutando enormemente del paseo, pues aquel hombre combinaba amplios conocimientos sobre la institución que les estaba mostrando con un notable sentido del humor.
Lo primero que había hecho al comenzar el periplo había sido levantar bien alto el bastón por encima de su cabeza y decirles, como si ya estuvieran en plena visita:
– Si miran ustedes hacia arriba, podrán contemplar el famoso artilugio inventado en 1921 por James Biggs, un fotógrafo de Bristol que, tras haberse quedado ciego por un accidente, pintó su bastón de paseo de blanco para hacerse más visible a los conductores.
Uno de los dos niños que formaban parte del grupo, al comprobar la soltura con la que se desenvolvía el ciego por los pasillos de la Escuela, le había dicho a su padre:
– Papá, yo creo que ese señor sí que ve y que se está burlando de nosotros.
Durante la visita a los establos, el guía los entretuvo contándoles cómo, al término de la Segunda Guerra Mundial, los caballos lipizanos, que habían caído en manos del ejército soviético, fueron rescatados y llevados otra vez a Viena nada menos que por el general Patton, que había sido jinete olímpico antes de la guerra y era un gran admirador de estos purasangres.
– Si no llega a ser por Patton -les aclaró el guía- lo más seguro es que los lipizanos hubieran acabado en el matadero y hubieran servido de rancho a los hambrientos soldados de Stalin.
El grupo iba ahora camino del gran picadero cubierto de la Escuela, que estaba situado en una de las alas del palacio imperial de Hofburg. Allí no solamente se llevaban a cabo todas las tardes las fantásticas exhibiciones ecuestres con música de los lipizanos sino también sus imprescindibles -pero más aburridos- entrenamientos matutinos.
Uno de los turistas levantó la mano, con objeto de llamar la atención del guía, pues su desenvoltura era tal que el hombre les había hecho olvidar a todos que era, en realidad, un discapacitado. Al darse cuenta de su distracción, el turista, un tipo de unos sesenta años y pelo canoso sonrió para sus adentros y luego dijo, con un fuerte acento australiano:
– Perdone ¿adónde conduce esa puerta de ahí?
– Esa puerta verde no conduce a ningún sitio -respondió el guía, girando su cabeza en dirección a la puerta en cuestión, como si pudiera verla-. Quiero decir que no conduce a ningún sitio interesante. Es la residencia del veterinario jefe de la Escuela. Vive aquí para poder resolver inmediatamente cualquier percance de salud que puedan tener los lipizanos. Estos caballos son muy delicados y deben estar en perfecta forma para poder llevar a cabo a diario los complicados ejercicios que sus jinetes les exigen. Y ahora, por favor, si no hay más preguntas, subiremos estas escaleras para ver el Gran Picadero desde el punto más alto de la Escuela.
El grupo de turistas siguió como un solo hombre al guía invidente en la dirección que este les marcaba. El hombre de pelo blanco fingió que se le había desatado un zapato y después de agacharse, se quedó voluntariamente rezagado del grupo, permitiendo que el rebaño humano se alejara. Cuando estuvo seguro de que ya nadie podía verle, se puso de pie y abrió con sigilo la puerta de color verde por la que había preguntado.