La noche siguiente a su tétrico examen de la cabeza decapitada de Thomas, Daniel invitó a cenar a Alicia a la trattoria Corleone, desde hacía muchos años su italiano favorito, por más que los precios hubieran escalado de manera escandalosa en los últimos tiempos.
Enzo, el encargado, los acompañó a su mesa de siempre y además de entregarles las cartas, les llevó unos tacos de queso parmesano y unos grisines para que fueran picando.
– ¿A qué hora sale tu avión mañana? -preguntó Daniel, mientras empezaba a mirar una carta que no necesitaba para nada, pues siempre pedía lo mismo: lumaconi rigati al tartufo.
– A las siete. Tengo que estar en el aeropuerto a las seis.
– O sea, que me toca madrugar.
– No hace falta que me lleves. Puedo pedir un taxi.
– Por favor, ¿un taxi? ¿Voy a permitir que vaya en taxi al aeropuerto la madre de mi hijo?
– No empieces.
Daniel abandonó el tono amable y adoptó una actitud más dura, que sobresaltó a Alicia.
– ¿Que no empiece a qué? Te he dejado embarazada y me parece una excelente noticia. ¿Por qué estamos convirtiendo en un drama algo que puede ser fuente de felicidad infinita para los dos?
– Pero ¿desde cuándo eres pro bebé? Llevamos juntos ¿cuánto? ¿Tres años? Es la primera vez que hablamos de tener hijos.
– Es que yo no quiero tener hijos, así, en abstracto. Quiero tener este concreto, con una mujer concreta que eres tú. ¿Que no me he dado cuenta de ello hasta que no me has dicho que estabas embarazada? Lo admito. Pero eso no quiere decir que mi deseo sea un capricho. Me hace mucha ilusión tener un hijo contigo.
Enzo se acercó a la mesa con la libreta y el bolígrafo en la mano.
– ¿Les tomo nota ya o todavía no han decidido?
– Yo tomaré los lumaconi.
El maître se sonrió ante el empecinamiento de Daniel con este plato:
– Tenemos otras diez clases de pasta en la carta. Y también hay pizza, hecha en nuestro forno di legna.
– Lo sé. Pero tengo antojo de lumaconi.
– Déjeme que le cambie al menos la salsa. En vez de al tartufo, al pecorino.
– Vale, pero como no me guste, te devuelvo el plato y me los traes al tartufo.
– ¿La señorita sabe ya lo que va a tomar? -preguntó el encargado.
– Lo mismo que él.
– ¿Lo mismo? Mujer, pide otra cosa, así podemos compartir.
– ¿También vas a decidir lo que tengo que cenar?
– No, Alicia, no es eso. Enzo, no se hable más: dos lumaconi al pecorino.
Enzo se alejó rápidamente de la mesa, viendo que amenazaba tormenta, y Daniel y Alicia permanecieron un rato en silencio. Ninguno de los dos quería estropear con una amarga discusión su cena de despedida, pero era evidente que las sensibilidades de ambos estaban a flor de piel. Por fin, Daniel rompió el hielo:
– Mira, si no quieres tenerlo…
– Yo no he dicho que no quiera tenerlo. Es que te veo tan despreocupado, tan frívolo con este tema, que me das miedo. Es como si no te dieras cuenta de la responsabilidad que implica ocuparse de un niño.
– Problemas económicos no vamos a tener, porque a ti te va de cine.
Era cierto. La excelente oferta económica que había recibido Alicia de la multinacional Computer Solutions había sido la razón de más peso para que aceptara «exiliarse» profesionalmente en Francia durante una buena temporada. Eso y el hecho incuestionable, reconocido por ambos, de que los dos necesitaban airear un poco la relación y volver a experimentar esa maravillosa sensación de echarse mutuamente de menos.
– Pero ¿no te das cuenta de que voy a tener que permanecer en Grenoble todavía un año y medio? Es lo que he pactado con ellos, no puedo volverme atrás. El niño nacería en Francia.
– La cuestión no es esa, Alicia. Lo importante aquí, lo único que cuenta, es lo que queremos hacer nosotros, nuestro proyecto de pareja. Si queremos tener el niño ¿vamos a renunciar a ello porque le viene mal a tu empresa concederte dieciséis semanas de baja por maternidad?
– ¿Proyecto de pareja? ¡Si a ti lo único que te obsesiona es tu ensayo sobre Beethoven, y ahora ese crimen espantoso! ¡Si me dejaste tirada en el aeropuerto, embarazada de cinco semanas, porque no te querías perder un concierto!
Una familia entera que estaba cenando un par de mesas más allá se volvió hacia ellos con curiosidad, al oír que la conversación empezaba a subir de tono.
– Será mejor que nos tranquilicemos. A este paso vamos a salir en las noticias -dijo Daniel.
– Necesito sentirme querida, que te ocupes un poco más de mí.
– Lo sé. Pero ahora estoy dándole un empujón muy fuerte al libro, porque si no, veo que no lo saco adelante.
– ¿Por qué es tan importante para ti?
– Se lo debo a mi padre. El viejo me enseñó dos cosas fundamentales en la vida: la primera, que cuando surge un problema, lo primero que hay que hacer es chequear las cosas más sencillas. Ya sea una puerta que no abre, un chisme electrónico que no funciona, el coche que no arranca, o incluso en los roces entre dos personas, siempre hay que ir a lo más elemental. El noventa por ciento de las veces, se trata de un cable suelto, la tecla on que no estaba apretada, o que la persona que te ha herido no quería en realidad decir lo que dijo.
– ¿Y la segunda cosa?
– El amor a Beethoven. De hecho, lo ponía tanto en casa cuando era pequeño que es un milagro que no acabara odiándolo. Cuando estaba de mal humor, se iba al cuarto del fondo, y escuchaba a Beethoven, durante horas, a oscuras. En cierta ocasión me angustié muchísimo, porque le sorprendí llorando. Pensé que se había peleado con mi madre o que le habían echado del trabajo, pero él me sonrió y me dijo, acariciándome la cabeza: «No me pasa nada, Daniel. El problema no es llorar, sino no poder hacerlo. Siempre que estés triste y no puedas derramar unas lagrimitas, escucha el adagio de la Novena Sinfonía».
– Qué hombre tan sensible; el mío -ya le conoces- es bastante más básico.
– Aunque ya no pueda leerlo, a mi padre le encantaría saber que he terminado el libro sobre Beethoven, que empecé cuando él todavía vivía.
– ¿Tienes ya editor?
– Random House podría estar interesada.
– Entonces tu ensayo debe de ser muy bueno. ¿Qué cuentas en él?
– La manera de trabajar de Beethoven, por ejemplo. Tenía la costumbre de anotar sus ideas, para que no se le olvidasen, en una libreta que siempre llevaba consigo. Pero esos bocetos no eran un simple post-it. A partir de ahí, y a lo largo de decenas de páginas, se puede ver cómo Beethoven va elaborando esa sencilla chispa inicial y la va enriqueciendo por el procedimiento de conectarla con otras ideas. Yo quiero contarle al lector no solamente cómo desarrolla un genio el material creativo, sino por qué es superior musicalmente hablando, la idea final a la de partida. Eso es algo que no se puede llevar a cabo con ningún otro titán de la música. ¿Te acuerdas de Amadeus?
– Perfectamente.
– Salieri se queda boquiabierto, y por supuesto verde de envidia, cuando Constanza le lleva las partituras manuscritas de Mozart y ve que no tienen ni un solo tachón, que no hay correcciones. Salieri dice, textualmente: «He had simply written down music already finished in his head. Page after page of it as if he was just taking dictation».
– ¿Te sabes los diálogos en versión original?
– ¿Qué quieres? La habré visto en DVD por lo menos veinte veces, se me ha quedado. Pues eso, que no es ninguna invención de la película, porque Mozart tenía una facilidad milagrosa para componer. No se puede decir lo mismo de Beethoven, al que le costaba muchísimo elaborar sus obras. Eran partos interminables, a veces muy dolorosos.
– Ya hemos sacado el tema otra vez, ¿no?
Enzo llegó en ese momento con los dos platos de pasta y Daniel se apresuró a probar la nueva salsa al pecorino, ante la expectante mirada del maître.
Tras paladearla en su boca, como si fuera un catador de vinos, Daniel sentenció:
– Me gustan más al tartufo.
– ¿Me llevo el plato?
– No, vamos a darle una oportunidad.
Mientras Enzo se alejaba satisfecho, Alicia dijo:
– Bueno, y respecto a esa misteriosa partitura, ¿qué has sacado en limpio?
– Mujer, dame por lo menos cuarenta y ocho horas. ¿Tú sabes la cantidad de maneras que hay de encriptar un mensaje con notas?
– ¿Por ejemplo? Dime una.
– Que las notas sean letras. En la notación alemana…
– Sí, ya me lo has contado alguna vez -interrumpió Alicia-. Muy bien, supongamos que las notas son letras. ¿En ese caso, qué diría la partitura?
Daniel sacó un papel del bolsillo, en el que había una serie de letras anotadas bajo las notas, y se lo mostró a Alicia.
– Son cuarenta letras en total -expuso Daniel-. Las he sacado del pentagrama y las he combinado de mil maneras, por ejemplo, agrupándolas como un rectángulo, por si se trata de palabras ocultas en una sopa de letras. Pero no he encontrado ninguna.
– A lo mejor no es una sopa de letras. Quizá se trate de un anagrama, o sea, que con todas esas letras, se pueda formar una frase que tenga algún significado.
– Es para volverse loco. Sobre todo teniendo en cuenta que hay otras maneras de encriptar mensajes con notas.
Daniel dio la vuelta al papel donde estaban escritas las notas y dibujó un pentagrama con una escala musical.
Luego le explicó a Alicia:
– Había una práctica muy común en el siglo xviii para enviar mensajes cifrados que era hacer corresponder las doce primeras letras del alfabeto a otras tantas notas ascendentes y las siguientes doce a un grupo de notas descendentes. Por ejemplo, tu nombre, Alicia, encriptado con este sistema quedaría así:
Alicia se quedó mirando las seis notas con cara complacida y dijo:
– Siempre he sabido que tenía un nombre muy musical.
– Los mensajes escritos con esta técnica -continuó Daniel- tienen la ventaja, el inconveniente, en nuestro caso, de que solo pueden ser descifrados si el destinatario tiene el código, que es totalmente arbitrario. Es decir, aquí, por ejemplo, he hecho corresponder la letra A a un do, pero bien podríamos pactar que la A es la nota re, y así sucesivamente.
– Madre mía, ¡qué berenjenal! -exclamó Alicia-. No me extraña nada que esa juez necesite un asesor musical. ¿Te van a pagar?
– No me ha comentado nada.
– Pues háblalo ya, para evitar malos rollos. No vaya a ser que le soluciones el caso a la policía y tú te quedes a dos velas.
– ¿Qué me importa ahora que me paguen o no? Si lograra descifrar la partitura ¿te das cuenta del giro copernicano que daría mi vida? Además de que podría ayudar a resolver un asesinato, quizá me revelaría el paradero del Santo Grial de la música: el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven. Mi nombre quedaría inscrito, ya para siempre, en letras así de grandes, en la musicología moderna.
– Hablemos de nuestro próximo encuentro. ¿Cuándo puedes venir a Grenoble?
– No te interesa nada lo que estoy contando, ¿no?
– Yo creo que ya lo hemos hablado todo. El tema no da más de sí.
– Necesito que me ayudes a pensar. Tú eres muy buena razonando.
– Soy realista, y desde mi realismo te digo lo siguiente: si Beethoven era tan perfeccionista como acabas de contar, todo el día tachando y corrigiendo para lograr la obra de arte perfecta, lo más probable es que aunque efectivamente hubiese completado un primer manuscrito de la Décima Sinfonía, luego lo destruyese.
– ¿Por qué dices eso?
– Por algo no ha aparecido el manuscrito en todos estos años, ¿no?
– Brahms, que fue, por así decirlo, el heredero musical de Beethoven, sí que quemó muchas de sus obras por pura vanidad, para que, al morir él, la gente no pudiera comprobar lo imperfecta que era su música antes de alcanzar la madurez creativa. Se dice incluso que destruyó los manuscritos de sus sinfonías Quinta y Sexta, que jamás vieron la luz. Pero Brahms era una personalidad totalmente opuesta a Beethoven, que era la quintaesencia de la confianza en sí mismo. Si Beethoven completó la Décima, como yo sospecho, estoy convencido de que no la destruyó.
– En ese caso, ¿qué ha sido de ella? ¿Por qué no ha aparecido en todos estos años?
– Es un misterio. Muchas de las óperas de Monteverdi, por ejemplo, se han perdido. Parece ser que hubo un saqueo terrible en Mantua, donde él era director musical, perpetrado por las tropas del emperador austríaco. Tampoco aparecen muchas de las obras de Bach, debido a que este tuvo infinidad de hijos, algunos de los cuales malvendieron las partituras que su padre les había dejado en herencia. Pero en el caso de Beethoven, no logro encontrar una explicación para la pérdida del manuscrito.
– Lo mejor es no obsesionarse. Si tiene que aparecer, aparecerá. Y ahora en serio: ¿cuándo vienes a Grenoble? Te quiero presentar a una amiga mía suiza, Marie-Christine, que es pintora en sus ratos libres. Me está haciendo un retrato en su estudio. Le he hablado mucho de ti y me consta que arde en deseos de conocerte.
– Entonces, ¿para qué necesitas que vaya a Grenoble? Si te lo estás pasando bomba. No puedo imaginar nada más divertido que posar durante horas en el estudio de una suiza.
– Dentro de dos semanas hay un puente largo. Si consigues billete en el vuelo del viernes por la mañana…
– ¿Vamos a tener el bebé o no? -interrumpió secamente Daniel.
– ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
– Nada. Pero me parece más importante dejar aclarado eso antes de que te vayas que la fecha de nuestro próximo encuentro.
– ¿Qué me estás queriendo decir? ¿Que si en este momento no me parece oportuno tener un hijo contigo, no vas a venir ya a verme?
– Alicia, ¿aun no te has marchado y ya quieres planificarme la vida con un viaje a Grenoble?
Las palabras de Daniel tuvieron el mismo efecto sobre Alicia que si este le hubiera propinado un guantazo en la cara.
– ¿Planificarte yo la vida? ¿Desde cuándo te he planificado yo nada?
– Ahora tratas de hacerlo, justo ahora que estoy metido de lleno en la resolución de un crimen.
Alicia estampó con fuerza el cubierto que tenía en la mano sobre la mesa y se puso en pie de un salto.
Todo el restaurante enmudeció de pronto, esperando el desenlace final de una escena que llevaba ya acaparando la atención de los cliente desde hacía un buen rato.
– ¿Adónde vas?
– ¿Adónde voy yo? Querrás decir que adónde vas tú. Yo te lo voy a decir. ¡Te vas a la mierda!
Y diciendo esto, salió hecha una hidra del restaurante, y dejó a Daniel solo y a merced de las miradas y cuchicheos de los comensales que abarrotaban el local.