– ¿Qué promesa le has hecho al lama?
Me miras angustiada y te encoges de hombros. Me dices que quienes atentaron contra nuestras vidas volverían a hacerlo incluso al otro lado de estas fronteras si se enteraran de que has sobrevivido. Si no pudieran hacerte daño a ti, sería yo el primero contra el que atentarían. A cambio de todo lo que ha hecho por nosotros, el lama te ha pedido que le des dos años de tu vida. Dos años de retiro, un paréntesis que podrías aprovechar para reflexionar y decidir qué hacer con el resto de tu vida. «No habrá segunda oportunidad -te ha dicho-. Dos años para hacer balance y reflexionar sobre una vida que uno ha estado a punto de perder, no es un mal trato.» Cuando la situación se haya calmado, me dices, el lama encontrará la manera de que puedas cruzar la frontera.
– Dos años a cambio de salvar nuestras vidas, la tuya y la mía, es todo lo que me ha pedido, y he aceptado el pacto. Si he aguantado hasta ahora es porque tú estabas fuera de peligro. Si supieras cuántas veces, durante este retiro, he imaginado cómo serían tus días y he visitado en mi cabeza los lugares por los que paseamos…; si supieras cuántos momentos he pasado en tu casita de Londres… He poblado mis días con cada uno de esos instantes imaginarios.
– Te prometo que…
– Después, Adrian -me dices al tiempo que llevas tu mano a mis labios-. Mañana te marcharás. Me quedan aún dieciocho meses aquí. No te preocupes por mí, la vida en este monasterio no es tan difícil, estoy al aire libre, tengo tiempo para reflexionar, mucho tiempo. No me mires como si fuera una santa o una iluminada. Y no pienses que eres más importante de lo que en realidad eres; esto no lo hago por ti, sino por mí.
– ¿Por ti? ¿Qué ganas tú con ello?
– No perderte otra vez. Si no hubiera avisado a los monjes de tu presencia, anoche habrías perecido en el bosque.
– ¿Los avisaste tú?
– ¡No iba a dejarte morir de frío!
– Me importa un rábano que le hayas hecho una promesa al lama, nos largamos de aquí. Te llevo conmigo, por las buenas o por las malas, haré lo que sea con tal de sacarte de aquí.
Por primera vez en mucho tiempo veo tu sonrisa, una sonrisa de verdad. Me acaricias la mejilla.
– De acuerdo, larguémonos; de todas maneras, no aguantaría ni un día más aquí viéndote marchar. Y te odiaría por no llevarme contigo.
– ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que tus carceleros se den cuenta de que no estás en tu celda?
– Pero si no son mis carceleros, yo soy libre de ir donde me plazca.
– Y ese monje que te acompañaba al río, ¿no era para vigilarte?
– Para protegerme, por si me pasa algo por el camino. Soy la única mujer de este monasterio, así que para asearme voy todas las noches al río. Bueno, lo he hecho todo el verano y desde que empezó el otoño, pero anoche era mi última salida.
Abro mi bolsa, saco un jersey y un pantalón y te los doy.
– ¿Qué haces?
– Ponte esta ropa, nos vamos ahora mismo.
– ¿Qué pasa, es que la experiencia de anoche no te ha bastado? Debe de haber cero grados fuera, habrá diez bajo cero dentro de una hora. Es imposible, no podemos cruzar esta llanura de noche.
– ¡Y tampoco podemos cruzarla a plena luz del día sin que nos descubran! Una hora de camino, ¿crees que podremos sobrevivir?
– La primera aldea está a una hora… ¡en coche! Y no tenemos coche.
– No te hablo de una aldea, sino de un campamento nómada.
– Si ese campamento del que me hablas es nómada, ¿quién te dice que no se ha desplazado ya?
– Estará ahí, y los nómadas nos ayudarán.
– ¡No vamos a discutir ahora, venga, de acuerdo, vamos con los nómadas! -dices mientras te pones mi ropa.
– ¿Dónde está la condenada puerta por la que se sale de aquí? -te pregunto.
– Delante de tus narices… ¡Como esto siga asilo llevamos claro para escapar!
En cuanto salimos, te llevo hacia el bosque, pero tú me retienes del brazo y me conduces por el sendero que va al río.
– Más vale no exponernos a perdernos entre esos árboles, nos queda poco tiempo antes de que nos sorprenda el frío.
Tú conoces la región mejor que yo, así que obedezco y te dejo que guíes tú. Una vez en el río, reconoceré el sendero que sube hacia la colina. Tardaremos diez minutos en alcanzarlo, y otros cuarenta y cinco para subir el cerro y llegar hasta el gran valle donde está el campamento. Cincuenta y cinco minutos y estaremos salvados.
La noche es más gélida de lo que había imaginado. Ya estoy tiritando y todavía no se ve el río. No me hablas, estás del todo concentrada en el camino. No puedo reprocharte este silencio, probablemente tienes razón en no querer malgastar tus fuerzas, mientras que yo siento que las mías me abandonan un poco más a cada paso.
Cuando llegamos al final de la llanura que cultivan los monjes durante el día, empiezo a preocuparme por haberte arrastrado a esta situación. Llevo ya varios minutos luchando contra el entumecimiento de todos mis miembros.
– Nunca lo conseguiré -me dices, jadeando.
Un velo blanquecino escapa de tu boca con cada palabra que pronuncias. Te estrecho entre mis brazos y te froto la espalda. Quisiera besarte, pero tengo los labios congelados… y tú me llamas al orden.
– No tenemos ni un minuto que perder, no podemos permanecer inmóviles, llévame cuanto antes al campamento ese que dices o moriremos congelados.
Tengo tanto frío que me tiembla todo el cuerpo.
La ladera de la colina parece alargarse mientras subimos. Hay que aguantar, sólo un esfuerzo más, diez minutos como mucho y llegaremos a la cima; desde allí, como la noche es clara, sin duda veremos las tiendas a lo lejos. Sólo pensar en el calor del campamento nos dará ánimo y fuerzas. Sé que, una vez que hayamos trepado el cerro, bajar hasta el vallejo nos llevará como mucho un cuarto de hora, y aunque hayamos llegado al límite de nuestras fuerzas me bastará con pedir auxilio. Con un poco de suerte mis amigos nómadas oirán mis gritos en la noche.
Te caes tres veces, y tres veces te ayudo a levantarte; a la cuarta, la palidez de tu rostro me asusta. Tienes los labios morados, como cuando te ahogabas ante mis ojos en las aguas del río Amarillo. Te levanto, paso mi brazo por debajo de tu axila y te llevo medio a rastras.
Mientras avanzamos así, te grito que aguantes un poco más y te prohíbo que cierres los ojos.
– Deja de gritarme -gimes-. Ya es bastante difícil así. Te he dicho que no debíamos intentar escapar, pero no has querido escucharme.
Cien metros, nos quedan cien metros para llegar a la cima. Acelero el paso y siento que te vuelves más ligera, has recuperado algo de fuerzas.
– El último aliento -me dices-, un último sobresalto antes de la muerte. Vamos, date prisa en lugar de mirarme con esa cara tan trágica. ¿Ya no te parezco graciosa?
Dices eso para fingir que estás mejor de lo que en realidad estás, te cuesta articular, tienes los labios entumecidos. Sin embargo, te incorporas, me apartas y echas a andar, sola, por delante de mí.
– ¡Vamos, Adrian, que te quedas atrás!
¡Cincuenta metros! Te estás alejando de mí, por mucho que trato de mover las piernas no consigo alcanzarte; llegarás a la cima mucho antes que yo.
– ¿Vienes o no? ¡Vamos, date prisa!
¡Treinta metros! Ya no está lejos el collado, tú casi has llegado. Tengo que alcanzarlo antes que tú, quiero ser el primero en ver el campamento que nos salvará la vida.
– No lo conseguirás si sigues así, yo ya no puedo ir a buscarte, ¡acelera, Adrian, date prisa!
¡Diez metros! Has llegado a la cima de la colina, estás ahí, muy erguida, con las manos en las caderas. Te veo de espaldas, contemplas el valle sin decir nada. ¡Cinco metros! Me van a estallar los pulmones. ¡Cuatro metros! Ya no son temblores lo que me sacude todo el cuerpo, sino espasmos. No me quedan fuerzas, se me doblan las rodillas y caigo al suelo. No me prestas atención en absoluto. Tengo que levantarme, sólo quedan dos o tres metros, pero en el suelo se está tan bien, y es tan hermoso el cielo bajo esta luna llena… Siento que la brisa me acaricia las mejillas y me acuna.
Te inclinas sobre mí. Un terrible ataque de tos me desgarra el pecho. La noche es clara, tan clara que se ve como si fuera de día. Debe de ser el frío, estoy deslumbrado. La luminosidad se hace casi insoportable.
– Mira -me dices, señalando el valle-, te lo dije, tus amigos se han ido. No les guardes rencor, Adrian, son nómadas, ya fueran o no amigos tuyos, no se quedan mucho tiempo en un mismo lugar.
Me cuesta abrir los ojos; en mitad de la llanura, allí donde yo esperaba que estuviera el campamento veo a lo lejos los contrafuertes del monasterio. Hemos dado vueltas en redondo, volviendo sobre nuestros pasos. Sin embargo, no es posible, no estamos en el mismo vallejo, no veo el sotobosque.
– Lo siento -murmuras-, no te enfades conmigo. Lo prometí, no se puede faltar a una promesa. Me juraste devolverme a Adís-Abeba, si pudieras cumplir tu promesa, lo harías, ¿verdad? Mira cuánto sufres por tu impotencia, así que compréndeme. Me comprendes, ¿verdad?
Me besas en la frente. Tus labios están helados. Sonríes y te alejas. Tu paso parece muy decidido, como si el frío ya no te afectara. Avanzas tranquilamente en la noche, en dirección al monasterio. Ya no me quedan fuerzas para retenerte, ni tampoco para ir contigo. Estoy prisionero de mi propio cuerpo, que me niega cualquier movimiento, como si sólidas ataduras retuvieran mis brazos y mis piernas. Impotente, como tú misma has dicho antes de abandonarme. Cuando llegas ante la muralla, las dos inmensas puertas del monasterio se abren, te vuelves hacia mí por última vez y entras.
Estás demasiado lejos para que pueda oírte, sin embargo el sonido de tu voz clara llega hasta mí.
– Ten paciencia, Adrian. Quizá volvamos a vernos. Dieciocho meses no es tanto tiempo cuando dos personas se quieren. No temas, saldrás de ésta, tienes en ti la fuerza necesaria, y además viene alguien, ya está casi ahí. Te quiero, Adrian, te quiero.
Las pesadas puertas del templo de Garther se cierran sobre tu frágil silueta.
Grito tu nombre en la noche, grito como un lobo atrapado en una trampa que siente que va a morir. Me debato con todas mis fuerzas pese al entumecimiento de mis miembros. Grito y grito, hasta que oigo, en mitad de la llanura desierta, una voz que me dice: «Cálmate, Adrian.» Esa voz me resulta familiar, es la de un amigo. Walter repite una vez más una frase que no tiene ningún sentido.
– Por Dios, Adrian, cálmate. ¡Vas a terminar por hacerte daño!